sábado, 31 de mayo de 2008

EL RESCATE DE LETICIA-Novela de una frustración loretana

IV

Desde nuestra entrada al Putumayo la monotonía se tornó desesperante; desayuno, academia, almuerzo, academia, comida y a dormir; todos los días, con la regularidad de lo inevitable, los clases nos repetían la instrucción militar: lo de la gran guardia y el pequeño puesto lo teníamos tan grabado en la memoria que nos parecía estar oyéndolo hasta dormidos; lo irremediable era que había que escucharlos haciendo cada bostezo que amenazaba desarticularnos la mandíbula y pellizcándonos mutuamente para que el sueño no nos venciera; al paso que íbamos teníamos que resultar unos soldados académicos de primera categoría: ya conocíamos el fusil Mauser-y una vieja ametralladora que no tenía ni marca pero la llamaban Maxim-como el forro de nuestros pantalones; podíamos desarmarlos y armarlos hasta con los ojos cerrados e incluso llegamos a competencias para ver quién lo hacía con más rapidez. Navegábamos a una marcha desesperante de lenta, disfrazando nuestro aburrimiento con anécdotas, bromas y chistes; los toques de corneta quebraban de cuando en cuando nuestro hastío para anunciar rancho, instrucción, fajina, rancho otra vez, otra vez instrucción y así, hasta que llegaba la noche y con ella un poco de silencio, quietud y ansiedad de soñar, pues el sueño trae a la imaginación lo que la realidad le niega. Yo sentía a la noche como compañera y confidente y en su penoso silencio que solo turbaba el ruido del agua cortándose en la proa del buque y el sordo rumor de las máquinas hundía mi recuerdo de horas más felices, rogando con todo fervor me fuera permitido volver pronto. En cierta forma varió nuestro aburrimiento cuando casi todos los del “Estado Mayor” fuimos destacados al Comando, según dijo alguno de los nuestros-nada modestamente- “atendiendo a nuestra inteligencia”. Con tal motivo nos tuvieron el primer día de nuestra designación, todo íntegro, en la toldilla* del buque, haciendo práctica de señales con banderas; el sol esplendoroso nos quemaba despiadadamente, pero tuvimos que soportarlo hasta que el toque de rancho nos sacó temporalmente del suplicio, muy en buena hora, porque el sol de la selva es más ardiente al mediodía y nos podía provocar una insolación. A nosotros sólo nos avivó el apetito y luego de breve descanso volvimos al infierno, que por suerte fue disminuyendo su fuego a medida que avanzaba la tarde y el sol declinaba. Tuvimos otro día de gran expectación. Todas las naves acoderaron a un barranco inmediatamente después del desayuno; se oyó llamada de honor y los oficiales de toda la expedición empezaron a transbordarse a nuestro barco, que por llevar al Comando era el buque insignia Se trataba al parecer de formular el plan de combate y a juzgar por el demudado rostro de algunos oficiales, que necesariamente tenían que pasar por nuestra vista para subir a la cubierta de primera, pensamos y hasta creímos que el asunto revestía gravedad e iba por lo serio, aunque algo me hacía presentir que no era para tanto. No se pudo escuchar de qué hablaron, porque se encerraron en el salón comedor del buque y después de un largo conciliábulo, entre humo de cigarrillos y espuma de cerveza, en torno de las largas mesas del comedor, cada quien se fue a su lugar, dejando sólo las humeantes colillas y los vasos sucios. Poco rato después bajó nuestro capitán y a grandes voces mandó formar; hizo, deshizo, volvió a hacer y deshacer una serie de combinaciones con el personal de nuestra compañía, para conformar secciones y nosotros como muñecos... ¡Venga acá!..: ¡Vaya allá!... ¡Quédese aquí!... ¡No se vaya allá!... ¡Usted pertenece acá!... ¡Usted pertenece allá... Después de largo rato creyó solucionado su problema y desapareció... Se nos atrasó el almuerzo y perdimos tiempo hasta las dos de la tarde. A esa hora empezamos de nuevo a navegar. La tripulación de todos los buques recibió su respectivo fusil y 60 cartuchos; debió dárseles instrucción, pero no la vimos, porque estoy seguro que algunos de ellos nunca vieron un fusil ni de juguete. Una madrugada nos despertó una pitada larga del barco, que según el código establecido significaba “veo luces” y como las luces podrían anunciar la presencia de alguna nave, todos nos levantamos con la mayor precipitación; estaba amaneciendo y aún no se veía bien, pero comprobamos que se trataba de la “América”, acoderada a un puerto y cerca de ella vimos un hidroavión Stearman, pintado especialmente para camuflarlo. Encostamos junto a la cañonera y algunos oficiales la abordaron; estábamos a la expectativa cuando vi a Guillermo Gutiérrez, quien al vernos se transbordó a nuestro buque, con el ánimo de cambiar impresiones. Según nos dijo, se había alistado en la Armada y estaba desempeñando el cargo de radiotelegrafista. Entonces no sabíamos que fuera exageración, pero nos contó que estaba enterado por ciertos informes, que en “El Encanto”, un antiguo centro de operaciones de la época de los caucheros, estaban concentrados 300 hombres de tropa colombiana de línea, perfectamente armados y esperándonos, a los que teníamos que “entrarles” con todo brío para vencerlos; también nos contó que había escuchado por radio, una conferencia sustentada por un diplomático colombiano, el Dr. Lozano, en la cual había propuesto un arreglo pacífico al conflicto. Lo escuchamos con atención y en lo que se refería a nosotros le aseguramos que estábamos resueltos a todo. Esa misma tarde encostamos en un puerto para embarcar leña, que el barco necesitaba como combustible; había una enorme cantidad arrumada ordenadamente en lotes de 100 trozos, de los que embarcamos 6,000, conduciéndolos sobre nuestros hombros; muchos renegaban de su suerte, por lo bajo, pues no podían hacerlo de otra manera; otros hacíamos el trabajo con resignación, ya que no había otro remedio, pero algunos lo hacían como la cosa más natural, quizá por entusiasmo o quien sabe si por costumbre. Había quienes estábamos decididos a soportar toda clase de vicisitudes y lo estábamos probando, pero había otros que por su especial modo de ser lo tomaban a juego no se amargaban ni se arredraban, buscando sólo el lado alegre de las situaciones. Bardalez Arce era uno de esos raros ejemplares; prototipo del escéptico y despreocupado, todo lo miraba como a través de un prisma jocoso y nunca pude advertir en él un gesto de contrariedad, tristeza o abatimiento; su acento siempre estaba impregnado de un dejo burlón que a nosotros nos resultaba agradable, pero exasperaba a los que no le tenían simpatía. Cierto día, cuando lavó y puso a secar la única camisa que le quedaba, pues la otra se la robaron, el viento la llevó de la borda, sin que los que estábamos cerca pudiéramos evitarlo, la vimos alejarse y hundirse lentamente entre el oleaje que dejaba el barco; él dormía plácidamente en su hamaca, después del almuerzo y cuando empezó a llover se levantó presuroso pensando recogerla, pero se encontró con nuestra noticia. ¡Oh! -exclamó-me hubieran avisado para no despertarme, y se acostó de nuevo sin dar importancia a no tener más que la chaqueta sobre el cuerpo. Nunca llegué a enterarme cómo resolvió su problema, pero estaba seguro de que lo hizo en la misma forma que cuando le robaron su morral con todo su servicio de comedor y algo así como 50 cartuchos, pues como no tenía canana los guardaba de cualquier modo; lo supuse después-porque nada dijo ni reclamó-cuando lo vimos con dos morrales, abundante servicio de comedor y ofreciendo munición a quien le faltara. Durante la noche se habría subido a la cubierta de primera donde viajaba la cuarta compañía y tomó lo que necesitaba como si lo estuviera haciendo del arsenal o de un almacén de abastecimientos. Pero no faltaban nubes que querían ensombrecer la resignada tranquilidad que con mucho esfuerzo tratábamos de mantener. Los compañeros y todos los de la compañía nos trataban fraternalmente, con mucha consideración y respeto, Ghersi siempre estaba en nuestro grupo-más como amigo que como superior, pese a la notable diferencia de jerarquía militar-todo lo que provocaba en otros clases cierto despecho o acaso envidia. El primero, de la cuarta compañía, aunque nada tenía que ver directamente con nosotros, porque pertenecía a otra unidad, no podía ocultar en sus miradas el rencor gratuito que nos guardaba, o acaso, intuitivamente, nos relacionaba con las prendas y munición que faltaba a alguien en su compañía; en cualquier momento y sin motivo lo veíamos rondando cerca nuestro, mirando amenazadoramente y sin perder oportunidad de lanzarnos indirectas, como provocándonos a quebrar nuestra esperanza de no tener líos con los superiores. Otro que se nos prendió fue un sargento, no podría decir de qué unidad; no atinaba a comprender como siempre era él quien ordenaba la formación de toda la tropa a la hora del rancho, pese a que las secciones estuvieran con sus respectivos sargentos, muy vigilantes para que ninguno recibiera doble ración. Vio que nuestro amigo, el cocinero de los oficiales, nos dio de esa ración y empezó a vociferar y a darnos empujones… ¡Fuera de aquí!.. . ¡No se salga de la fila!... ¡Si recibe rancho de oficiales, lo voy a castigar!... ¡Devuelva esa comida!... Tratábamos de eludirlo, pero él seguía vigilándonos, no sabría decir si por perverso, envidioso o exigente de la disciplina; hasta que el cocinero, sospechando del porqué de tanto celo por la comida de los oficiales, le alcanzó un plato rebosante de ella y logró que se callara, quizá porque se le llenó la boca. De ese modo en los días siguientes, primero recibía el sargento aquel su ración de oficiales, y luego nosotros, sin que por eso dejara de gritar y mortificarnos, pero con menos agresividad e insistencia, a lo que nos acostumbramos y hacíamos oídos sordos. La escala se completaba con el cabo “Pajarito”, éste sí de nuestra sección. No sé por qué le aplicarían una chapa tan simpática a un tipo con apariencia de gallinazo remojado, de hablar gangoso que recordaba su graznido y acentuaba el parecido, resultando ridículo y chocante, sobre todo en las voces de mando; el tal “Pajarito” se daba tantas ínfulas con su miserable galón de cabo, que exigía a cada encuentro-que por desgracia a bordo eran constantes-se le dijera “mi cabo” y se le saludara militarmente. Un día que Bardalez Arce por dos veces consecutivas no cumplió con esas demostraciones de respeto a su alta graduación, lo paró y gritó con su gangosa voz: -¡Soldado Bardalez!... como vuelvas a pasar sin saludar, te voy a enseñar a patadas el debido respeto a los superiores. Bardalez se quedó mirándolo cachazudamente; tenía un solo zapato puesto y el otro lo llevaba en la mano, para que el maquinista le machucara un clavo que le estaba maltratando el pie; de pronto haciendo equilibrios se puso precipitadamente el zapato que le faltaba y sin atarlo se cuadró juntando sonoramente los tacones, hizo ademán de saludar militarmente y simuló darse cuenta de que no tenía prenda de cabeza, quitó su sombrero a uno que estaba cerca, se lo puso y saludando grotescamente dijo: -¡Disculpe, mi cabo!... ¡El patear es acto muy natural en los burros, dicen que en muchos cabos y sargentos y no digo oficiales porque sería incorrecto hablar de oficiales cuando se habla de burros! El cabo pajarito se quedó embobado y pareció no entender lo que dijo Bardalez; éste seguía en posición de atención y saludando, pero en actitud que provocaba risa. -¡Descanso! —mandó con aire de satisfacción y se retiró. Nosotros seguíamos riendo con la ocurrencia de Bardalez. Ya habíamos navegado 10 días en el Putumayo y según se decía pronto íbamos a llegar a la boca del río Caraparaná, donde debía realizarse el encuentro. ¡Ni que hubiera sido cosa convenida o cita de caballeros para un lance a lo Cabriñana! Pero, así sucedieron las cosas. Con ese motivo dos días antes empezaron ciertos preparativos: en el puente de todas las naves se colocaron sacos repletos de arena a modo de trincheras, se cubrieron las “toldillas” de ramas y hojas de árboles y fueron sometidos a prueba los tres botes motores que llevábamos, pues, según el plan de combate cada uno debía llevar como avanzada una sección con su ametralladora, para desembarcarla río arriba de la boca del Caraparaná; la artillería sería desembarcada en una playa que había en el frente de la boca-o se suponía que hubiera-y las tropas de los transportes debían desembarcar en ambas márgenes del Putumayo, abajo de la boca... y empezaría la acción...
Mi sección al mando de Ghersi debía ir en uno de los botes motores que yo debía conducir; como Ghersi conocía mi habilidad, me confió la misión. Todos estábamos avisados para estar listos a las 3 de la mañana, hora en que, al parecer, se iniciarían las maniobras o la acción. Hasta muy tarde nos quedamos charlando, bromeando y cantando todos los del “Estado Mayor”, sin interesarnos en los planes, ni pensar en sus resultados, pero dispuestos a cumplirlos como nos lo indicaran. Ghersi, como de costumbre, estaba con nosotros.

*TOLDILLA.- Cubierta sólida superior de las naves del río.

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