jueves, 12 de junio de 2008

EL RESCATE DE LETICIA-Novela de una frustración loretana

VII
¿Qué podía haber de novedoso en nuestra vida a no ser un nuevo insulto o una nueva forma de trabajo que sólo representaba un nuevo sufrimiento?... El cargar “topas” era algo agotador y corriente, todo lo que causaba era dolor en los hombros, fatiga en el cuerpo, algunas caídas y aunque los soldados sintiéramos tocar la clavícula con las costillas, bajo el peso de una de ellas, al “Indio Luján”, como le llamaba el “Detective Del Águila”, le parecía poco peso, y decía que era capaz de levantarla con la punta de la pinga... Pero tal dicho era algo muy inocente en sus labios; tenía otros términos y aplicaba insultos increíbles por lo groseros. Si uníamos tal trato a la decepción de haber sido falsa la noticia del arreglo pacífico y nuestro pronto regreso, fácil es suponer lo desesperados que estábamos. La verdad era que nos hacía falta el olor de la pólvora y el traquido de las ametralladoras; el fragor desconocido de las descargas y la ansiedad que se debe sentir al disparar sobre seres humanos que también están disparando sobre uno; el ver sangre, nuestra o ajena, vertiendo como bautismo en una pila de horror, para olvidar nuestra miseria y nuestras privaciones; para disipar preocupaciones de orden sentimental, que a muchos y a mi especialmente se nos agolpaba al pensamiento. Cuando parecía ser una realidad que nos batiríamos, deseaba con toda mi alma, no sabía por qué, tuviéramos oportunidad de probar nuestra convicción; estaba seguro de que nos habríamos batido sin importarnos quién cayera; había muchos desesperanzados y bastantes decididos en el “Estado Mayor”, unos resueltos y otros que fríamente encaraban los hechos, pero todos acariciando ilusiones que no se sabía si podrían hacerse realidad. Acosta ya estaba sano, Rengifo seguía mal; el médico que lo vio no quiso enviarlo al hospital, según dijo, porque todavía estaba gordo; seguramente esperaba que enflaqueciera para justificar su atención o empeorara para que no diera más trabajo. El capitán ya había dicho: “Un soldado no hace falta, no importa que muera”... Los días eran para mi de pésimo transcurrir, no obstante que hacia lo posible por eludir el trabajo y distraer el pensamiento; sentía dentro de mi, muy en el fondo de mi pensamiento, algo que no comprendía; las más sombrías eran las horas del crepúsculo, cuando el sol declinaba y la penumbra empezaba a invadir el ambiente, cuando el verde de la selva iba siendo devorado por la oscuridad; no sé por qué he aborrecido siempre los crepúsculos; parecen mensajeros de tristeza y desengaños… en esos instantes buscaba en la soledad de la quebrada* un consuelo, desenvolvía su retrato y lo contemplaba largamente, me parecía ver disminuida su sonrisa y menos dulce su mirar, me parecía que sus ojos ya no miraban a los míos como antes, la oscuridad, creciendo lentamente, nublaba mi fantasía y hacía sangrar mi mente lacerada. Pero volvamos a Luján, que de pronto parecía haberse propuesto tomarme el pelo, diremos mejor la barba, que me la había dejado crecer. En cuanto me tenía cerca empezaba a decir: ¡A ver ese barbón...! ¡Que haga tal cosa el barbón! ... ¡No hace nada el barbón!... ¡Esta tirándose la pera el barbón!... Por supuesto que yo no hacía caso de lo que oía, para evitar complicaciones. Una mañana nos puso a cavar más, para agrandar la entrada del apostadero de nuestro avión de reconocimiento que debía protegerlo de la corriente, y se le ocurrió que todos nos quitáramos los zapatos, según dijo, para no envejecerlos; algunos se lo habían quitado, probablemente para sentirse más cómodos, pero los que no lo habíamos hecho no le hicimos caso, pese a las muchas veces que nos lo mandó en imperioso e insultante tono: -¡Oiga, concha su madre, le he dicho que se quite los zapatos!... ¡A usted, carajo, junagramputa!... Nos hacíamos los sordos y hasta los ciegos, porque ni siquiera lo mirábamos. Es posible que de haber podido bajar adonde estábamos lo habría hecho, pero parece que le impedían dos cosas: en primer lugar el mismo charco, que nos llegaba hasta las rodillas y en segundo, que estábamos casi todos los del “Estado Mayor”, gente que estaba aprendiendo a que cuando dijera no, fuera no. Felizmente se cansó de insistir e insultar, se fue y nos sentimos más tranquilos. Pero aquella misma tarde pasamos un trance delicadísimo con él mismo, y éste sí habría tenido graves consecuencias de no haber mediado la suerte de nuestra parte. Después del almuerzo, todos los del Comando fuimos llevados para hacer ejercicios de señales con banderas; nos habíamos sentado en círculo y casi juntos, Luján de pié, en el centro, estaba dando la instrucción y todo discurría normalmente. En cierto momento, Bardalez había terminado el ejercicio y tenía las banderas en las manos, Luján ordenó a otro que continuara, no sé que pasaría, pero el caso fue que las banderas seguían en las manos de Bardalez, pues el otro no se preocupó por tomarlas. -¡Oiga, concha su madre! -gritó Luján, dirigiéndose a Bardalez- ¡Porqué no entrega esas banderas! -Y a quién voy a entregarlas si nadie me las pide- respondió Bardalez, y sin ser dueño de contenerse agregó - ¡Es un abuso que sin motivo le griten e insulten a uno! -¡Cállese, carajo!... ¡Obedezca inmediatamente! -volvió a gritar Luján. - Si quiere que le obedezca dígame a quien debo entregar las banderas. -¡Le he dicho que se calle junagramputa! - vociferó Luján y colérico se acercó a Bardalez con ademán de agredirlo. Al acercársele Luján, como por un mandato, todos nos pusimos de pié y nos miramos, como con un gesto de inteligencia; miré a Bardalez que estaba frente a mi, en sus labios vi una fría sonrisa y en sus ojos leí la decisión de jugarse entero; todo con la velocidad de un relámpago. Luján se acercó casi hasta tocarle, Bardalez le miraba fijamente... ¡una chispa y saltaba el polvorín! Pero Luján pareció darse cuenta de la situación, miró un breve instante a Bardalez, como midiéndolo, luego a nosotros, como analizando nuestra actitud e intención; encontró nuestras frías miradas en ceños fruncidos. . . y volvió al centro del círculo murmurando: - El soldado nunca debe replicar a sus superiores, aun cuando se le miente la madre debe quedarse callado… Nos miramos unos a otros y en todos brotó la despreciativa sonrisa con que era acogida semejante estupidez. .. ¡Que cualquier tipo, abusando de su grado, confiado en su inmunidad, insulte y humille a un subalterno es la bajeza más despreciable! Si Luján hubiera tocado a Bardalez, éste, es seguro que habría devuelto el golpe, aunque no fuera mas que por revancha, porque Luján era grueso y fuerte, en cambio Bardalez era flaco y no parecía tan fuerte; se habría armado una pelea en la que habríamos tenido que intervenir en defensa de Bardalez, con el posible desmedro de las costillas de Luján y... ¡sabe Dios que desastre nos hubiera acontecido! Desertaron dos soldados más. Alguien, interrogado por el capitán, cuando hacía las averiguaciones, le dijo que seguramente se debía al descontento que había en la Tercera Compañía, como resultado del excesivo trabajo, la pésima alimentación y la forma despótica como éramos tratados por los jefes. No sé si intencionalmente o por coincidencia, el comandante Calderón visitó nuestra Compañía y según nos contó después el ordenanza que lo había acompañado y era amigo nuestro, reprendió duramente al capitán por defectos encontrados en la construcción de las trincheras y en la obra de protección para nuestro hidroavión. A esto se agregó la deserción de los dos soldados, por todo lo que posteriormente fue citado a la Comandancia, donde, según los que oyeron, recibió una “lavada” de cabeza que por lo que ocurrió después, notamos que le hizo algún efecto. El sábado inmediato por la mañana recibimos orden para baño y lavado de ropa y aunque no nos dieron jabón, nunca antes hubo una orden semejante; algunos ya la habíamos lavado a escondidas con purita agua, pero Sifuentes y Acosta lo hicieron por primera vez… ya era tiempo porque estaban grasientos y apestosos. Lo mas sorprendente fue que por la tarde nos dieron descanso... ¡Que bien le habría venido una lavada de cabeza semanal! De esta suerte el trabajo cambió, disminuyendo notablemente. Pudo ser efecto de la reprimenda, aunque también es posible que se debiera a que casi se había terminado la construcción de las trincheras y barricadas. Pero otro tipo de trabajo se empezó. Parte de la tropa se dedicó a buscar y traer del monte una hoja especial que se llama de irapaya* y a labrar unas ponas* como largas pértigas, otra a tejer con las hojas y sobre las ponas, lo que se llaman crisnejas* con las hojas de irapaya. Estas crisnejas que posteriormente habrían de servirnos para el techo de las casas que debían construir, cuya confección fue iniciada en pequeña escala, día a día fue cobrando todas las características de una industria para producción en masa. Días después tuvimos otro incidente, esta vez con Cornejo, quien también parecía tratar de mortificar a Bardalez. Sucedió en la mañana, Valles había hecho formar la sección para distribuir el personal en el trabajo, cuando apareció Cornejo, como de costumbre, vistiendo como un capataz: la camiseta negra de futbolista, cuyo desagradable olor trascendía cerca y unos pantalones que no eran del uniforme. Al verlo, Valles mandó atención y volviéndose a Cornejo, saludó diciendo: - ¡Sin novedad mi subteniente! - Continúe - respondió. Valles empezó la designación y de pronto Cornejo le interrumpió, - ¿Dónde está Bardalez? - Está curándose el pié en la cuadra, mi subteniente. No mentía, el zapato le había desollado el pié por que no tenía medias que ponerse, y para protegerlos se vendaba los pies. En aquel preciso momento se le vio bajar del emponado y cojeando acercarse lentamente. - ¡Corra carajo! - le gritó Cornejo. Que se cree usted, para hacerse esperar. Apresuró el paso, se acercó a la fila y se disponía a entrar en ella. - ¡Espere! - gritó de nuevo Cornejo, y se le acercó. -¿Qué tiene en el pié? - Una ampolla que se ha reventado, mi subteniente.
- ¡Y eso le hace demorar, cojear!... ¿Cree que nos va a cojudear con esa tontería? Bardalez guardó prudente silencio. - ¡Conteste carajo! Por toda respuesta se quitó rápidamente el zapato y se disponía a quitarse la venda, pero Cornejo volvió a gritar: - ¡Déjese de teatros!... Yo lo conozco muy bien a usted… ¡Entre en la fila! Con calma se puso el zapato, se lo ató y trató de colocarse en media fila. - ¡A la cola carajo!... ¡no sea conchudo! Valles siguió con la designación y al llegar su turno, Bardalez salió de la fila y se alejó cojeando; Cornejo le siguió con la mirada y dijo en voz alta: -¡Yo le voy a sacar toda la ingeniería a esta mierdita! No faltó quien se lo dijera a Bardalez y como cosa de combinación, después del almuerzo, Cornejo fue a nuestro “casino”, como llamábamos a nuestra cuadra, en busca de Rengifo. No podría decir si Bardalez al ser informado, había resuelto pedirle una explicación o se le ocurrió en aquel instante, cuando al volver de lavar sus cacerolas, lo encontró, como quien dice en la guarida de los leones. Se le encaró y dijo: - Oiga subteniente, qué le he hecho a usted, para que a cada paso y sin ningún motivo me grite y me insulte. Parece que tuviera la intención de mortificarme y hacerme perder la paciencia. Yo nunca le he conocido a usted y no veo la razón para que diga que me va a sacar la ingeniería, pues nunca le he dicho que soy ingeniero ni me importa que lo crea y aunque así fuera, no es motivo para guardarme rencor y hostilizarme. Cornejo lo miró sorprendido, palideció ligeramente, pero reponiéndose y tratando de alzar la voz: - Yo no tengo nada contra usted, - dijo- ni me importa que sea ingeniero, lo trato igual que a todos; lo único que hago es cumplir con el Reglamento... - Pero el Reglamento no dice que se insulte a los soldados- le interrumpió Bardalez - ni menos que se trate de humillarlos. Nosotros hemos venido a servir a la Patria en un momento crítico, resueltos a pasar cualquier clase de privaciones y trabajos, pero no estamos dispuestos a sufrir amenazas, insultos ni humillaciones, estamos, eso si, decididos, aunque sea a costa de nuestra vida, a defender nuestra dignidad y nuestra condición de civilizados. - Eso es lo malo que tienen ustedes - respondió Cornejo, casi suavizando la voz - esa prosa del desprecio a la vida, siempre están diciendo lo mismo, que no les importa la vida y tratando de darse importancia, se creen más que los otros y se distancian del resto de la tropa, todos se quejan de ustedes, dicen que son egoístas y malos compañeros... En aquel momento llegó Campos quien, oyendo desde afuera las voces, supuso lo que ocurría y creyendo necesaria su intervención entró con violencia diciendo: - ¡Qué pasa!... ¡Qué pasa!... Parecía decidido a cualquier barbaridad, de lo que lo creía muy capaz. Esta actitud pareció deprimir más a Cornejo, miró a Campos, miró a todos, ya no supo qué decir; los presentes tratamos de mantener la serenidad y suavizar la situación. - ¡Calma, Campos, calma!... No es más que una pequeña aclaración sin importancia. -¡Sí!... Eso de que somos egoístas y malos compañeros no es cierto. Todos nos tenemos confianza y estamos unidos... Otro intervino: - Pero muchos superiores nos tratan como a basura y hacen que nos sintamos como perseguidos; no quieren comprender que somos gente que solo quiere cumplir con su misión y en lugar del estímulo por lo que hacemos nos dan trato de animales... -¡Trato de condenados! - ¡De encarcelados! A medida que hablaban Cornejo fue transformándose en un cordero. - Yo también estoy harto de esta situación. No puedo evitar el mal humor que me provoca la babosería de Luján que se cree mucho porque es efectivo, ya me tiene curvo haciendo resaltar mi condición de reservista con tanto decir: “Así que usted, es el subteniente Cornejo Varillas”. Un día voy a estar con todo el zambo y me voy a trenzar a golpes... ¡Qué me importa lo que venga después! Al final de cuentas una nueva lección y una grata experiencia.


*QUEBRADA.- Riachuelo.
*IRAPAYA.- Hoja de una palmera del mismo nombre; sin tallo, de largo y flexible pecíolo.
*PONA.- Madera angosta, durísima y flexible, de la corteza de una palmera de tallo largo.
*CRISNEJA.- Tejido de hojas de irapaya sobre largas y delgadas ponas. Se utiliza para el techado de los tambos.

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