jueves, 19 de junio de 2008

EL RESCATE DE LETICIA-Novela de una frustración loretana

IX

Empezamos un nuevo mes. Hacía más de uno que partimos y me parecía que fuera ayer, pese a todas las vicisitudes, porque la ansiedad de regresar empequeñecía el tiempo, tanto como el tiempo agrandaba la ansiedad.
La noche que partió Luján con su sección, estábamos ya acostados cuando Ghersi nos dio la orden de estar listos, armados y equipados a las 5 de la mañana; Benjamín, que hacía de imaginaria de 3 a 5 de la mañana se encargó de despertarnos para arreglar con calma nuestro equipo. Era el día de Todos los Santos.
Desayunamos y desembarcamos en el puerto donde acoderamos-que no era puerto ni lo fue nunca-las tres secciones de la tercera compañía, toda la cuarta y empezamos a abrir un campamento. Mientras unos derribaban añosos árboles y otros los convertían en trozos, para despejar el terreno de ellos y limpiaban la maleza, los del grupo de Comando fuimos encargados de ir en busca de “tamshi”, un bejuco de la región, larguísimo y resistente, que se usa para amarrar cercas, balsas, casas y que nos serviría para la armazón de las que íbamos a construir; igual ocupación nos dieron en la tarde y cuando a lo lejos oímos el vibrante toque de fajina, ya habíamos reunido considerable cantidad del indicado material.
La “América” regresó dejando al gordito Luján y su sección en un lugar, arriba del río denominado Inonías. Inmediatamente después de su llegada bajó con el “Alberto” en busca del “Huallaga”, en el que venia el resto del batallón y se suponía que estuviese varado.
En cuanto a las lanchas, que según aseguraron, venían con las tropas enemigas, no aparecían; fue otra de las tantas mentiras que circularon en nuestro batallón.
El día de difuntos ninguna campana tocó para nosotros llamándonos a oración; transcurrió en una constante actividad de hormiguero, transformando el increíble barranco donde encostamos. Desembarcamos el parque, las “crisnejas”, los víveres, municiones y herramientas, mil manos tenían que multiplicarse para levantar los tambos en los sitios que nos señalaron en una zona para la tercera, y en otra para la cuarta; el sol nos quemaba hasta el alma, pero había que terminarlos porque de otro modo habríamos tenido que dormir a la intemperie, pues el “Alberto” y la “América” no habrían de regresar hasta no dar con el “Huallaga”. Trabajamos desesperadamente: unos hacían los huecos, otros paraban los horcones, subían los palos, amarraban la armazón... ¡ cada sección debía hacer su tambo ¡ Cuando se oyó el toque de rancho para el almuerzo, a nuestro tambo solo faltaba colocarle las crisnejas; continuamos después del almuerzo y antes de las 3 lo teníamos listo, con sus respectivas tarimas de “pona batida”. ¡Fue algo increíble lo que hicimos!
Casi todas las secciones terminamos al mismo tiempo y para rematar, a una mano; entre todas las secciones, construirnos el tambo para los oficiales.
Me sentía exhausto y hambriento; felizmente había, aunque malo, abundante rancho y todos pudimos “doblear”; lo único sensible en perjuicio de nuestra humanidad fue que nos correspondió a Bardalez y a mi hacer el servicio de imaginaria de 9 a 11pm. ¡Perdimos dos horas de dulce descanso!...
Al otro día nos destinaron a construir un embarcadero especial, con una escalinata labrada en el mismo terreno del barranco; era necesario para llegar con facilidad a la orilla del río en busca de agua para beber; pero el sol seguía quemando despiadadamente y aunque nuestro entusiasmo no decaía, en unos por la novedad de los acontecimientos y en otros por los gritos de los mandoncillos, por la tarde ya nuestras fuerzas estaban agotadas.
A todo esto el cielo empezó a encapotarse, negras nubes se acumulaban amenazantes anunciando tempestad, oscureció muy pronto, el viento empezó a soplar con fuerza y nos metimos en nuestro tambo.
La tempestad fue tremenda y duró casi toda la noche; llovía tan copiosamente que el agua corría por el suelo como un río, pero, no fue ese todo el cuento: inexpertos en materia de construcción de tambos, hicimos el techado del nuestro casi plano, de modo que el agua no se deslizaba por él con la debida rapidez, por falta de inclinación, se estancaba y pasaba a través de las crisnejas como por un cedazo... ¡ Llovía dentro del tambo tanto como fuera!...
Nuestros miembros reclamaban descanso, pero tuvimos que resignarnos a pasar la noche casi sin dormir, maldiciendo nuestra ignorancia a medias con nuestra suerte; se nos mojó casi todo y recién al amanecer, gracias a la previsión que algunos tuvimos, de colocar nuestras hamacas y cubrirlas con nuestras carpas, pudimos acostarnos, pues la humedad era más soportable; en las tarimas ni pensar, sin embargo muchos se acurrucaron en ellas y logramos, pese a todo descansar medianamente.
Cuando al día siguiente regresó el “Alberto” llegó el resto del batallón que viajaba en el “Huallaga”, que ciertamente se había varado y así quedó. En el “Alberto” traían el cadáver de un muchacho de la primera compañía, que murió a consecuencia de las fiebres palúdicas, poco después de ser transbordado.
Nos enteramos de que los tambos que acabábamos de construir sólo eran provisionales; teníamos que abrir otro campamento más al interior y hacer nuevas casas, con el mismo material... Yo hubiera querido saber a qué obedecían semejantes disposiciones, que de pensar tan solo en ellas me ponía fuera de mí, no porque me asustara el trabajo, sino porque estaban fuera completamente de nuestros cálculos; habría preferido cien veces andar a tiros aunque fuera sin comer, pues en tales circunstancias, poco nos hubiera importado tal menester, pero, que aparte de hacer trincheras para abandonarlas, construir casas para deshacerlas, con un sol que abrasaba hasta el alma, tuviéramos que estar mal comidos, si como comer se pudiera entender el pasar por la garganta un arroz que parecía goma, frejoles duros como semillas de huasaí* y sopas de tripas de vaca, que de pensar en ellas, no más, sentía revolvérseme el estómago... de cien que hubieran sido preguntados, estaba seguro que todos habrían sido de la misma opinión... ¡Un encuentrito aunque fuera sin comer y que de una vez terminara todo aquello!
Y no es que hubiera pasado mi entusiasmo, ni menos que la desilusión estuviera nublando mi esperanza como fantasma de mis horas de sueño; muy por el contrario, había algo que me seducía a la vida, que me alentaba, que me animaba y aunque pareciera contradictorio, que buscara el peligro cuando me esperaba la dicha, esa actitud solo era reflejo de la desesperación que empezaba a ahogarme por verme tan lejos, y lo que era peor, sin saber cuanto duraría tal situación y cuando podría volver.
A veces trataba de no pensar, me entregaba al trabajo como un autómata, hacía por pasar las horas sin advertirlas y a no ser por el hambre, perdida la noción del tiempo, todo se habría reducido a golpes de hacha, pico, pala o machete, que cada uno lanzara al viento, acompasándose al eco que devolvían las vírgenes montañas, gritos de dolor… alaridos de protesta. El silencio envolvía el campamento; la mortecina luz de los faroles borroneaba los cuerpos de los soldados en las hamacas, en las tarimas, en los rincones que se salvaron de la humedad, descansando su fatigado cuerpo, sin sentir su incómodo y duro lecho; de cuando en cuando se oía la voz del centinela dando el alerta de su guardia; la luna del amanecer derramaba su fría y plateada luz que se ensombrecía a través de las tupidas copas de los árboles dibujando como fantasmas en los ámbitos del campamento... y en el “Alberto” yacía el cuerpo del que en vida fuera César Arce, en rústico féretro, rodeado silenciosamente por algunos compañeros en un piadoso ¡Hasta pronto!... a la primera avanzada de la muerte; porque todos sabíamos que si no las balas enemigas, las fiebres o la disentería podrían llevarnos por el mismo camino…, sólo el lúgubre canto de los pájaros nocturnos hacía como plañideros lamentos al despojo del pobre muchacho, muerto en la flor de la edad.
Al otro día, muy temprano, partió un grupo de soldados, al mando del sargento Valles, a dar sepultura a los restos del muchacho Arce. Reducido fue su cortejo, no tuvo cirios que se consumieran como suele haber en otros funerales y la única plegaria que los soldados musitaron con sencillez fue ¡Pobre muchacho!... pero esa plegaria se elevó al infinito y tuvo la misma unción que la más ferviente oración, porque fluyó desde lo más hondo de su sentimiento.
Y empezamos a agrandar hacia el centro el campamento de Todos Santos-nombre que le dimos conmemorando la fecha de nuestro desembarco-hicimos un camino y despejamos una gran extensión de terreno a unos 500 metros de la orilla, donde debíamos hacer otras casas. En menos de tres días concluimos el desmonte... ¡Éramos tantos y le pusimos tanto empeño al trabajo, que el monte desapareció como al paso de un huracán!...
Las casas, según dijeron los oficiales, debían ser más grandes, pero iríamos a tropezar con un inconveniente: la falta de más crisnejas; tendríamos dificultad para hacerlas,
porque las hojas de irapaya con que se hacen, según algunos expertos montaraces, de los que teníamos muchos, no crecían en abundancia en aquel tipo de monte.
La gran novedad fue que un avión colombiano pasó dos veces volando por nuestro campamento, en la segunda voló tan bajo que nos causó admiración su atrevimiento. Seguramente estaría de reconocimiento y como medida de seguridad inmediatamente se nos dio la orden de que nos ocultáramos para que no nos vieran, pero, aparte de que pocos hicieron caso de la orden, era imposible que no fueran vistos nuestros tambos y el campamento.
Otra mañana acuatizó sorpresivamente un avión; en un principio creímos que fuera el que nos anunciaron que llegaría de Iquitos y nos pegamos un alegrón pensando en las noticias que recibiríamos, pero nos resultó una gran plancha: era el avión de reconocimiento Stearman, que llegaba de Puerto Arturo.
En él llegó el “burro” Zumaeta, que no sé cómo resultó siendo sargento, quien hizo el viaje para dar cuenta del resultado de una acción que había efectuado en el puesto colombiano de la boca del Caraparaná, de donde se habían hecho unos disparos, unos días antes, cuando estaba realizando un reconocimiento, con un grupo a su mando.
Después de evacuar su informe a la Comandancia nos buscó para saludarnos y contó lo que había sucedido. Al día siguiente del que le hicieron los disparos, tan pronto como anocheció, se embarcó con seis soldados y bogando sin sacar los remos del agua, para no hacer ruido, llegó hasta cerca del puesto sin que los de la casa se dieran cuenta, desembarcaron, subieron el barranco y sigilosamente, por varios lados se subieron al emponado de la casa; la mujer del que estaba al mando del puesto los vio y dio el grito de alarma, un tipo que estaba acostado en una hamaca se levantó y trató de coger un fusil que estaba a su lado, para agredir a Zumaeta, pero éste ya lo tenía encañonado con el suyo; le ordenó que se quedara quieto, se le acercó y le mandó un directo a la mandíbula que lo puso k.o.; mientras tanto los compañeros de Zumaeta redujeron al otro, pese a que logró hacer un disparo que no hirió a nadie, que al oírlo, los que estaban en la otra habitación, saltaron y huyeron al monte abandonando a su jefe.
Recogieron 7 carabinas 44, alguna munición y se llevaron los prisioneros a Puerto Arturo, a ponerlos a disposición del jefe de la guarnición, el subteniente Cavero. Este, en lugar de retenerlos o consultar a la Comandancia lo que debía hacer con ellos, después de conversar larga y animadamente como si fueran viejos conocidos, ante algunas botellas de cerveza, los puso en libertad y según Zumaeta, hasta pretendió que el piloto los regresara en el avión.
Sobre dicha actitud, creyó Zumaeta necesario informar al Comando, porque resulta que, militar o no militar, el prisionero se enteró de las disposiciones de las trincheras de Puerto Arturo… ¿Por qué haría eso Cavero?
De paso bueno es decir, que Zumaeta estaba reconocido como un buen boxeador loretano y se justificaba que tuviera confianza en sus puños, reemplazando con ellos al fusil, cuando se trataba de poner fuera de combate a alguien, sin derramamiento de sangre.


HUASAÍ.- Fruto comestible de una palmera

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