viernes, 27 de junio de 2008

EL RESCATE DE LETICIA-Novela de una frustración loretana

XII

Después de muchos días nos mandaron al monte en busca de “ponas batidas” para nuestras tarimas. Propiamente debía decir que nos mandaron a “batir ponas”, pues en el monte no se encuentran batidas. Batir ponas es cortar el tallo de ciertas palmeras en trozos de medidas determinadas, abrirlo haciéndole cortes longitudinales en la corteza y quitarles la albura, que está formada por hilachas esponjosas y verticales, con técnica creada por los nativos. Desplegada tiene la apariencia de una estera, recia pero flexible, que también se utiliza en cercas y entarimados.
Resultó que al regreso, con la pona en los hombros, perdimos la trocha y por largo rato estuvimos dando vueltas y más vueltas en su busca; cansados y un tanto intranquilos tiramos la pona y con más calma procuramos orientarnos. No fue fácil y menos para novatos en cosas de la selva, como Juan José y yo. Lo que más nos alarmaba, sin considerar el peligro de un extravío de verdad, era que pasara la hora del rancho y nos quedáramos sin almuerzo, que lo hubiéramos sentido más que perdernos todos los días con una pona al hombro.
Al fin dimos con el rumbo y llegamos al campamento, y para que no se dijera que éramos unos perdidos, calificativo muy feo, procuramos que nadie se enterara del incidente. Llegamos justo cuando empezaban a formar para el rancho e ingresamos a la fila tratando de no ser advertidos por Cornejo, que rondaba cerca, pues si nos hubiese visto llegar sin la pona hubiera sido capaz de prohibirnos el almuerzo.
Por la tarde recibieron orden de embarcarse en el “Alberto”-que al fin podía partir-todos los que debían regresar a Iquitos. ¡Había que ver la alegría que demostraban!... En cambio yo, sentía que un extraño sentimiento me embargaba, nada como envidia o despecho por el regreso de mis compañeros; era algo indefinible que sentía en lo más hondo, me parecía que en el barco se iba algo mío, algo que no volvería a ver en mucho tiempo, que fuera a perderlo para siempre.
Fuimos al barco a despedirlos, todos rebosaban contento y tenían razón; yo hubiera estado igual.
Solo una vez se oyó el pito del barco como señal de partida. Nos agolpamos a la orilla todos los que nos quedábamos, excepto los de la guardia que no podían abandonarla; empezaron a agitarse manos y pañuelos, gritaban los encargos, mensajes, recuerdos... los de abordo también gritaban y corrían a lo largo de la cubierta haciendo gestos y ademanes, como queriendo llevarnos a todos…
Aparentemente impasible, yo guardaba silencio, tratando de ocultar mi emoción. Quizá lo sentía más que ninguno, pues por naturaleza soy sentimental, impresionable, pero hacía un esfuerzo que me amargaba el paladar y anudaba la garganta, para disimular mi emoción
El barco se alejó lentamente llevándolos.. . dejaban en Todos Santos sudor y fatigas, risas, disgustos y penas; dejaban rebotando contra los recios troncos de los árboles el eco de los insultos que les prodigaron y en el ambiente ese hambre que roía sus entrañas y ¡ojalá! jamás volvieran a sentirlo...
El barco que nos llevó había cumplido su misión. Igual que las otras naves regresaba a Iquitos con parte de los que nos acompañaron; solo quedaba la “Napo”, que también debía partir, no sabíamos a dónde, pero sí que se irían a quedar un alférez y el personal suficiente para terminar con la instalación de sus cañones de tiro rápido, en tierra, trabajo que estaba muy avanzado.
Con la salida del “Alberto”, donde el capitán pasaba su convalecencia, éste volvió a nuestra Compañía; caminaba con dificultad, pero en nada había variado su carácter brutal, su lenguaje grosero y soez.
Cornejo tampoco variaba, seguía siendo el mismo: torpe como una carreta y cerrado como un cartucho. Viendo nuestro trabajo, de pronto se le ocurrió que la escalera que habíamos hecho no era lo bastante recia y debíamos hacer una nueva, más resistente y con maderos más gruesos… no obstante estar colocada y haber sido hecha de troncos de más de 60 centímetros de diámetro; cada larguero medía 50 centímetros de ancho y 15 de espesor, los peldaños 40 de ancho y 10 de espesor, incrustados en canales de 8 centímetros de profundidad... Podría ser cosa del capitán, que nos tenía marcados y buscaba la manera de mortificarnos y acabar con nuestra paciencia y cuya primera visita fue a nuestro tambo. Pero Cornejo demostró ser un muñeco al obedecer ciegamente órdenes que el sentido común no podía admitir como razonables.
Para nosotros la dureza del trabajo ya se hacía insoportable y la guardia de avanzada se había transformado en rutina. Cuando nos volvió a tocar, el camino estaba malísimo, para agravarlo empezó a llover desde el mediodía y aun seguía cayendo una lluvia menuda y persistente; se nos había anticipado que debíamos atravesar un gran trecho con el agua hasta las rodillas y para el caso íbamos preparados y listos para despojarnos incluso de los pantalones. Con toda felicidad el río había bajado y sobró nuestra previsión, pero no pudimos evitar un charco de mil demonios que nos llegaba hasta los pelos.
La noche se presentó oscurísima y no se veía a dos metros de distancia; para los relevos había que ir a tientas por entre los arbustos que bordeaban el sendero, pues por seguridad no se podía llevar luz. Para colmo me correspondió hacer servicio de ronda y tuve que recorrer el camino varias veces con otras tantas caídas.
El cabo Chale no sé como se mostró generoso y nos convidó una mazamorra de tapioca con cocoa, cerca de la medianoche. La preparó él mismo con ingredientes que había recibido en una encomienda y nos cayó muy bien, pues como no habíamos almorzado, sentíamos más hambre que de costumbre.
Al otro día muy temprano recibimos noticia de que la lancha “Libertad” había regresado de Puerto Arturo portando correspondencia llegada por el varadero de Santa Elena. Los encargados de la conducción del almuerzo llevaron algunas cartas, pero ninguna para mí, aunque me aseguraron que sí tenía; esperaba ansioso el regreso para recibirlas.
Casi a la hora del relevo se desencadenó una tempestad que parecía que fuera a llevarse nuestro tambo; era mas viento que lluvia, los árboles se inclinaban a su impulso como débiles arbustos y muchas ramas rotas cayeron sobre el techado rompiéndolo y poniendo en peligro nuestra humanidad. Felizmente ni viento ni lluvia tuvieron larga duración y pudimos regresar sin mojarnos gran cosa.
En cuanto llegué, Benjamín me dio tres cartas, miré los sobres buscando ansiosamente la que esperaba… ¡nada!... sólo una de mi mamá y las otras de dos amigos; eran las primeras de éstos, en cuanto a Paulina, quizá no se había enterado de que había correo para los desterrados...
El domingo próximo, en celebración del Día del Ejército se debía realizar un festival cuyo programa organizó el Comando y tenía como número principal un concurso de tiro entre todas las Compañías. Con tal motivo fuimos muchos a ejercitar el pulso internándonos en la selva. Quedé desagradablemente sorprendido: además de que de los 10 cartuchos que puse en el almacén, sólo dieron fuego 6, pues los otros estaban fríos, húmedos o qué sé yo, mi serie no fue como para acreditar mi calidad de tirador de segunda clase que mi Libreta de Tiro me atribuía.
Pero, por otra parte, ¡qué tal si con esa munición hubiéramos entrado en combate!... y... ¿qué se podría hacer con ese pobre fusil, que cada vez que lo limpiaba y miraba el ánima con el cerrojo abierto, veía un cañón que parecía no haber tenido nunca líneas helicoidales? Habría sido capaz de dejar pasar el proyectil con cartucho y todo... Casi todos los fusiles que nos dieron estaban igual de malos, lo notamos cuando los recibimos: oxidados, con los guardamanos flojos, portafusiles por romperse o sin ellos y muchos con el percutor tomado... de todos modos teníamos que usarlos, en el peor de los casos como estacas... y por último, un colombiano es mucho más grande que un blanco de 12 pulgadas y si la bala no le caía en el corazón le hubiera caído en la barriga.
Lo que positivamente gané y me emocionó fue oír en el majestuoso silencio de la selva, rompiendo el hielo de su quietud, el estampido de mi 29060.
Para completar el programa los del “Estado Mayor” proyectamos una danza que la presentaríamos como típica de los witotos, en otro número de concurso. Con materiales de la selva preparamos la indumentaria apropiada y cuando efectuamos el primer ensayo no dudamos de su éxito.
Lo malo era que los jefes seguían tomándonos el pelo; no nos extrañaba porque hacía tiempo que nos lo estaban tomando y nosotros como buenos chicos, dejábamos que se divirtieran. De nuevo nos avisaron que preparáramos nuestras cartas, porque nuestro avión debía salir para Iquitos; obedientes escribimos, cerramos para de nuevo abrirlas precipitadamente porque todas ellas debían pasar por la censura. Como ésta era una de las formas de estrategia y seguridad militar, había que obedecer; mas tarde avisaron que no salía nuestro avión porque el R - 10 había salido de Iquitos a las 8 de la mañana y debía llegar a Todos Santos por la tarde.
Esto, a más de consolarnos, causó indescriptible alegría, porque significaba noticias de los familiares que con tanta ansiedad esperábamos; como locos arrojábamos los sombreros y nos abrazábamos gritando... Con loca ansiedad esperábamos la hora de la llegada, tratando los del “Estado Mayor”, de entretenernos en la confección de nuestra indumentaria para la danza típica… ¡las 5!... ¡y nada!... al fin, el crepúsculo, como siempre mensajero de tristeza y desengaños, nos llevó al convencimiento de que no llegaría el R-1O...
Pero, como ya estábamos acostumbrados a decepciones y a olvidarlas, pronto se convirtió nuestro disgusto en alegría, cuando después de la comida, los cuatro expertos que debían tocar los pífanos y tambores que habíamos confeccionado para la danza guerrera, se pusieron a tocarlos ejecutando piezas regionales y folklóricas de gran animación; todos los que dejando de lado momentáneamente las amarguras se sintieron excitados por la música, se pusieron a bailar locamente. Los mirones reíamos y gritábamos alentándolos al ver las contorsiones y piruetas que hacían y era tan excitante la música y tan contagiante el ritmo, que todos nos sentíamos impulsados a imitarlos y saltábamos y gesticulábamos como ellos... ¡Tal era la música!. . . no había duda de que habríamos tenido un éxito rotundo.

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