miércoles, 9 de julio de 2008

EL RESCATE DE LETICIA-Novela de una frustración loretana

XVII

Estábamos despejando el terreno para nuestro campo de ejercicios y maniobras y ya por la tarde, recordando la fecha, me di cuenta que estaba cumpliendo 26 años... me detuve y sonreí con tristeza al pensar en mi situación... Era un paso más hacia los dinteles inciertos del destino... una página más, llena de borrones en el libro de mi vida... el recuerdo me amargó el resto del día, pese a los esfuerzos que hacía por olvidar y traté de distraerme haciendo arder las ramas y hojas secas amontonadas a la vera del campo.
Cuando el toque de fajina anunció descanso no volví al campamento, me quedé sentado en un tronco-cuyo orgullo y majestad habían respetado los huracanes de la selva y no había podido resistir el afilado empuje del hacha de algún fornido mocetón-mirando extraviado las columnas de humo que verticales se elevaban hacia el infinito como un gesto de imploración, y se perdían en el espacio como las ilusiones se hunden en el abismo de la realidad.
La quietud del ambiente hacía más bello el crepúsculo; las inmóviles hojas de los árboles parecían figuras pegadas al azul del firmamento, el sol, atraído por el verdor de la inmensa selva, arrastraba un reguero de luz agonizante, y parecía hundirse en abismos de sangre y oscuridad; bandadas de pavas buscaban silenciosamente abrigo en las copas de los lejanos árboles… En ese silencio, turbado solo por el débil chirrido de los grillos, en esa cromática inmensidad que no alcanzaba mi vista, solitario, inmóvil, también yo buscaba algo, como un consuelo que mitigara esa hora de profunda melancolía.
Miraba las raíces destrozadas de los árboles y me figuraba estar viendo a los modernos titanes de la selva, con el rostro bañado en sudor, blandiendo el hacha y haciendo retumbar en los ámbitos de la inmensidad el corte firme y recio que hacía saltar astillas sangrantes de savia… abatirse el tronco con gemido de fibras desgarradas, que en la inmensidad se agrandaba como un lamento, poco a poco se transformaba en grito, hasta culminar en el estruendo ensordecedor del coloso vencido que aplastaba bajo sus ramas poderosas a los débiles, como el templo que Sansón en su último esfuerzo aniquilara con el furor de sus brazos legendarios.
El toque de rancho me devolvió a la realidad; corrí a recibir lo de costumbre; menos mal que como si hubiera adivinado, Benjamín me obsequió con un gran pedazo de concolón*.
El destaque de Zubiaurr al puerto de Santa Elena había salido al fin; la noticia fue recibida por nosotros con cierta tristeza, porque se nos iba el gritón de la Compañía, el bullicioso, el carcajeante animador de nuestras reuniones; el que hacía chiste de las situaciones más duras; el que sabía eludirlas sin ningún peligro… Infelizmente no teníamos nada espirituoso con que festejarlo… nos limitamos a reír, a gritar y a desearle que pronto el viaje se prolongara hasta Iquitos.
Se embarcó al anochecer, igual lo hicieron los que fueron declarados enfermos e inaptos para el servicio; Zubiaurr se quedaría en Puerto Arturo, para luego seguir a Santa Elena, los demás seguirían hasta Iquitos, a sus hogares… ¡Felices ellos!... El capitán los despidió con una grosería propia de su lenguaje de gañán:
- ¡Adiós muchachos! - les gritó desde la orilla - ¡Digan que les he jodido mucho, que aquí todos trabajan, nadie se las pasa! ¡Aquí no queremos inútiles!... ¡Vayan a joder en otra parte, muertos de hambre!
Al día siguiente de su partida, como para alentar nuestras esperanzas, en la orden del destacamento se leyó una disposición según la cual, los que se creían con derecho a licenciamiento, debían presentar un recurso solicitándolo. Apenas rotas las filas, Juan José, y yo corrimos a hacerla, Ghersi nos dio el papel y nos enseño la fórmula y terminados que fueron se lo dimos para su tramitación, luego, como era día feriado, casi todos los del “Estado Mayor” fuimos de paseo hasta el campamento de la compañía de Bardalez, a quien encontramos castigado por haber dado en préstamo un cepillo de carpintero sin el consentimiento del subteniente. Lo acompañamos en su castigo de estar de pie, conversando largo rato y luego pasamos a la Proveeduría, que quedaba cerca, donde encontramos a Rubio, quien se mostró gratamente sorprendido; nos obsequió cigarrillos, galletas, unos tragos y nos invitó a que fuéramos más a menudo a verlo. La invitación merecía ser atendida porque estando a cargo de la Proveeduría, era prácticamente dueño de todo lo que había en el tambo.
Al regreso nos detuvimos en la Primera Compañía; allí estaba la Sanidad Militar, donde Sifuentes había sido destacado. Para agasajarnos, en nuestra presencia, preparó, con el alcohol de las curaciones, un brebaje que sabía muy bien, por lo que tuvimos que reconocerle conocimientos de química y darle nuestra aprobación. Luego empezó la música; cantaba Ríos Ruiz, la guitarra daba lástima verla porque se caía a pedazos y para evitarlo estaba remendada con pedazos de pona y chambiritas* pero sonaba aceptablemente y nos hizo pasar el rato alegremente.
Regresamos a nuestro campamento para el almuerzo y luego de tomarlo nos equipamos para partir a la guardia de avanzada, a donde llegamos temprano. La luna de nuevo empezaba a derramar su luz; allá lejos, junto a ella también estaba... ¡Quién podría estar junto a ella!... Cuando anocheció, recordando la casi fiesta de la mañana, nos pusimos a evocar viejas canciones y al cantarlas, una desconocida angustia empezó a embargar mi espíritu. A la una de la mañana me tocó el turno, hacía un frío glacial, la luna había desaparecido; el compañero de guardia, poco amigo, se mostró parco y taciturno y por más que hice no pude animarlo para no aburrirme; las dos horas me parecieron eternas.
En el regreso estuvimos fatales; una mitad de la sección regresó a pie y la otra, en canoa; entre los que veníamos en la canoa estaban dos soldados de la Cuarta Compañía, uno de los cuales sostenía dos fusiles, uno suyo y otro de un compañero que estaba remando. Casi al llegar a la orilla, apuradamente intentó ponerse de pie sobre el asiento, haciendo apoyo en ambos fusiles, los que tenía uno en cada mano, pero uno de ellos resbaló en la tabla y sin poderlo evitar se fue al río.
Perder un fusil parece que es peor que perder un soldado; el propietario del fusil perdido era Pedro Soto, de mi sección, el que lo perdió se llamaba Isaías Silva Rinahui, un indio irresponsable, que ni se apuró por lo que había sucedido; mas bien se reía como un idiota.
Luego que desembarcamos se mandó buscar a quienes supieran bucear, pero como ya era casi noche, se aplazó la operación de rescate para el día siguiente. El que más, comprometido va a verse, según parece, es el teniente Rospigliosi, jefe de la guardia.
Con referencia a lo del licenciamiento, en la orden del día siguiente salió una ampliación indicando que se acompañara a la solicitud los documentos personales correspondientes, tales como partida de nacimiento y libreta militar; lo que no era más que una perfecta majadería, pues en tal lugar era difícil, casi imposible, que alguien los tuviera. Sobre este punto y lo que originó la orden, sobre la circunstancia que nos había arrastrado y sobre la forma como algunos jefes nos trataban, sostuvimos una discusión con Ghersi-que por supuesto, de ningún modo enfriaría nuestra amistad-quien al parecer, gustaba de nuestra presencia en su Compañía y no quería admitir razones para que solicitáramos la baja, alegando que estábamos en pie de guerra.
El sabía que teníamos gran interés en que nuestras solicitudes fueran tramitadas y no les dio, como documentario, el debido curso; cuando le reclamamos, riéndose nos dijo que no deberíamos haberlas presentado porque revelaban “poco espíritu patriótico y falta de sentimientos regionalistas”, que debiéramos tomar su ejemplo, pues él nada alegaba, no obstante estar en la misma situación.
¡Que hermoso ejemplo!... Uno, como él, que estaba haciendo carrera, tenía que sujetarse a cualquier cosa, pero nosotros... ¿por qué?
Pronto regresarían a Iquitos, Ghersi, Pinedo, el subteniente Quiñónez y otros más, que según nos dijo iban a dar examen para ascender. Igualmente dos soldados enfermos que regresaron de la avanzada de Inonías, tan graves que tenían apariencia de cadáveres por la palidez de su semblante; estaban con fiebres palúdicas y nos aseguraron que casi todos los que quedaban estaban bastante mal.

La lancha “San Miguel” debía llegar a los pocos días, según informes y no bolas.
Esperaba recibir en ella noticias que me alentaran o por lo menos me sacaran de la incertidumbre que me estaba consumiendo. Aquellas cartas que debía recibir constantemente no llegaban, quienes pensaba que debían escribirme, no me escribían... ¿por qué?... ¿me creían muerto acaso?... pero, hay muchas clases de muertos y según el poeta:
“...no son muertos los que en dulce calma
la paz disfrutan de la tumba fría,
muertos son los que tienen muerta el alma
y viven todavía.
Acaso habría llegado a ser uno en cuya alma se cristalizaran la nostalgia y la esperanza; un iluso que corría en alas de la ilusión y la ansiedad, sin conciencia y sin fatiga; un soñador que al despertar encontraría rota en mil pedazos las alas con que voló en pos de la fantasía; el que rimó el dolor creyéndolo deleite; el que cantó las penas haciéndolas dulzuras; el que cantó amor al alucinante espejismo que se convierte en doloroso desengaño...
“… tienen muerta el alma
y viven todavía”…
¡No!... ¡No estaba muerta mi alma!... Sentía dentro de mi la fiebre ardorosa de las emociones… pero la soledad y el olvido son como el renaco*, que entre su follaje ahoga cuanto envuelve y podía convertir mi esperanza y mi sueño en un frío mármol de recuerdos…
El mármol es frío, el mármol no siente; el mármol es el símbolo de la muerte, es el olvido que perdura, que nunca dice lo que siente; en el mármol se graban los recuerdos y en su fría, silente y plácida quietud, no hay quejas, no hay gemidos, no hay suspiros; no siente el fuego de las lágrimas, no comprende las plegarias ni los ruegos...
Cuando el hombre tiene muerta el alma y vive todavía… el hombre es mármol, porque no siente, porque el olvido ahogó sus emociones, porque el silencio endureció su corazón...

Basto y grosero era nuestro capitán; peor aun, ruin, cobarde...
Sacó a relucir esas “cualidades”, se le despertó toda su casta de gañán, porque un soldado le contestó algo tan inocente, que fue inconcebible que le provocara semejante reacción. Era algo despreciable que se escudara en su uniforme y su jerarquía militar para maltratar a un soldado.
Justo al final de la jornada matinal y cuando nos retirábamos, nos pusimos a mirar una víbora que habían matado en aquel instante y entre nosotros estaba el capitán. De pronto dijo:
- ¡Ya! ¡A continuar con su trabajo!... Parece que nunca hubieran visto una víbora.
- Ya tocaron fajina, mi capitán - le dijo Durand Meza.
Fue bastante para que se precipitara sobre él, le aplicara un puñetazo en la cara y con un palo que tenía en la mano que aun le servía como bastón, le cruzara violentamente las espaldas.
Todos quedamos como petrificados, Durand se rehizo y se quedó mirándolo en actitud agresiva, el capitán palideció. Fueron breves segundos de suspenso.
- ¡Váyase a su cuadra! - le ordenó el capitán y sin dejar de mirarlo le dijo al sargento Valles que se había acercado:
- ¡Póngalo de centinela con un fusil al hombro!
Durand se dio vuelta airadamente y se encaminó a su cuadra que no estaba distante; el capitán le siguió con la vista; subió, entró y casi inmediatamente reapareció con su fusil, se paró en la puerta, lo rastrilló, introdujo una cacerina en el almacén, lo puso como en ristre, dio frente a donde estábamos y mirando al grupo lo bajó lentamente... El capitán seguía mirándolo.
De repente se volvió a nosotros que no acertábamos a retirarnos y gritó:
- ¡Y ustedes porque no se largan!... ¡Fuera de aquí, carajo!
Todos nos dispersamos. En aquel momento Mattos se acercó a Durand y cruzó una cuantas palabras; el capitán lo vio y le gritó:
- ¡Oiga, carajo!... ¿quiere hacerle compañía?... ¡Agarre su fusil y quédese allí! - y se dirigió a su tambo.
Durand dio su fusil a un compañero y se marchó en dirección a la Comandancia. Más tarde regresó con el mayor Dávila, del Estado Mayor, quien, al parecer, averiguó con mucha atención sobre el desagradable asunto y habló con el capitán. Pero este es una lanza y quien sabe en qué forma explicaría el incidente.
Según se supo después, había ordenado que fuera enviado a Inonías en comisión, esa misma tarde, para evitar que se quejara a la Comandancia, pero Durand se le adelantó. Total, para consuelo del magullado Durand-la suspensión del castigo, pues ya no volvió a él y para aliento a sufrir más bofetadas e insultos-veinte minutos de charla y compañía del jefe de Estado Mayor.
El incidente casi me ahogó de indignación y mi mal humor aumentó, porque sorpresivamente llegó el R 10 y como de costumbre, nada hubo para mí. Pero la verdad era que no tenía porqué extrañarme, pues fue lo de siempre... Alguien me dijo una vez: ¡Tú eres muy bruto!... estaba por creer que no se equivocó y el mismo laconismo del concepto hacía más amplia su acepción. No intenté desvirtuar esa idea, pero... pensaba que tener 26 años y ser bruto, o mejor dicho persistir en ser bruto, era algo rayano en la demencia.
Eran las 11 de la noche, Juan José escribía cartas y más cartas, que eran contestación de las que había recibido; de cuando en cuando me hacía oír un parrafito de ellas, se sentía feliz y comunicativo... ¡Qué demonios!... tenía razón... el que ha recibido cartas tiene el derecho y hasta el deber de estar alegre; yo traté de sepultar en el sueño todo el mal humor que me embargaba.
Tres meses hacía que comenzó la pesadilla; como una visión se sucedían en mi recuerdo los detalles del principio de tan larga bromita de la suerte, a veces quería ser paciente como el Job del Antiguo Testamento y sufrirlo todo con resignación, pero, Job era creyente, yo pienso libremente, Job era fanático, yo soy escéptico, Job tenía fe y yo… la estaba perdiendo...
Según las Escrituras Job fue al fin premiado con la devolución de todos sus bienes, recobró su familia, se curó de la asquerosa enfermedad que había probado su paciencia y cesaron los males a que había sido sometido para probar su fe; si así fuera conmigo, tendría que ser premiado en análoga forma, pues hacía tiempo que estaba soportando la pesada burla del destino, con paciencia.
¡Qué mejor prueba de paciencia que aguantar en silencio la rabia de comer paiche amargo como el desengaño, frejoles duros como la acerada punta de las balas!... pero, no recordemos tal preocupación, propia de seres incultos y primitivos… hablemos de algo que nos elevó el sentimiento y fortaleció el ánimo en el sentido militar o acaso moral.
Fui designado tirador de la primera pieza de la sección de ametralladoras ligeras de la Compañía... Todo habría estado bien, si la tal pieza, pese a llamarse ligera, no hubiera pesado tanto… Y como cosa de combinación, el capitán Núñez Landa llegó cuando estábamos haciendo ejercicio y se le ocurrió tomarnos una fotografía, para la que nos pusimos como si estuviéramos en acción: yo, apuntando con la ametralladora, con un ojo cerrado y el dedo en el disparador, como quien está descargando una ráfaga y Juan José que es el cargador, en ademán de estar guiando... Ambos en una actitud que de vernos solamente los colombianos hubieran implorado nuestra clemencia... Hubiera tenido sumo gusto en ver la fotografía y mucho más en tenerla como un recuerdo de aquella temporadita de... verano.
El olímpico Cornejo fue cambiado a la Primera Compañía, hecho que nos causó enorme complacencia, pues ya nos tenía indigestados por su impertinente y torpe proceder. Parecía ser el principio de la depuración a que sería sometida nuestra Compañía.


CONCOLON*.- Restos medio quemados de arroz, que quedan en el fondo de las ollas.
CHAMBIRA*.- Cordel de fibra de una palmera del mismo nombre.
RENACO*.- Árbol frondoso de gran altura y ancha base a cuya sombra no crecen plantas, los pájaros no se posan en él y la creencia popular afirma que cuanto se le acerca o toca pierde la vida.

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