jueves, 10 de julio de 2008

EL RESCATE DE LETICIA-Novela de una frustración loretana

XVIII

No sé qué enseñanza darán a los oficiales o qué méritos tendrán que hacer para llegar a tales, pero fue una desgracia comprobar que había ejemplares cuyas condiciones se inclinaban más a matones o perdularios, por su trato, sus maneras, que al ponerlos de manifiesto hacía repugnante su presencia. Había algunos, cuyo estado de ánimo y modo de actuar era tan hostil y agresivo, que habría sido necesario probar si era posible cambiarlos dándoles a beber todos los días media botella de aceite de ricino, para que eliminaran la mucha bilis que tenían en el hígado y les amargaba la existencia. Siempre estaban con el gesto adusto, sus órdenes eran gritos y sus respuestas insultos.
Con la sección de cañones antiaéreos llegó un teniente, jefe de una batería, de apellido Calderón, que al parecer solo era tocayo del comandante. La unidad que comandaba estaba compuesta casi en su totalidad por gente oriunda de la sierra, cuya naturaleza se resintió por lo extraño del ambiente: la selva misteriosa e impenetrable, el calor sofocante, las alimañas desconocidas, todo muy distinto de aquel en que nacieron y vivieron. En algunos, tal cambio produjo profundos trastornos de carácter psíquico, por lo desconcertante del medio y el temor a lo desconocido, que llegaron a sentir miedo hasta del agua que se bebía, porque oyeron por allí que producía paludismo y otras enfermedades peligrosas.
Y cayeron enfermos, acaso sugestionados, contribuyendo fundamentalmente a su depresión la pésima alimentación que recibíamos.
El bruto ese, incapaz de comprender tal situación ni las reacciones del alma humana, creyó que con gritos e insultos podía conjurarla, hacer que no creyeran en enfermedades o impedir que se enfermaran.
Y sucedió algo inconcebible: un soldado de su unidad tiritando con la fiebre, quejándose lastimeramente, se retorcía como una culebra en el piso del tambo cuando llegó el teniente. La disciplina manda que cuando llega un superior, el soldado debe ponerse de pié, juntar los talones con seco golpe y tieso como un poste, hacer el saludo militar, pero, mal iba a hacer esos honores militares el pobre soldado que ni pararse podía.
- ¡Qué le pasa! - gritó el teniente - ¡No se haga el enfermo!... ¡Aquí hay que ser muy hombre!...
El soldado ni contestó; encogido, con las manos en el rostro, parecía estar llorando.
- ¡No sea maricón! - volvió a gritar el teniente - ¡Párese, carajo!... ¡Quiero verle la cara!
Un compañero se acercó y lo ayudó a ponerse de pié; se vio en efecto, que estaba llorando, tal sería el dolor, la angustia, el miedo o quien sabe qué; todo descompuesto en su vestir: la chaqueta abierta, el pantalón cayéndosele, con un solo zapato, sin un lado de las bandas y el otro desenrollándosele...
El teniente se le acercó, lo miró casi con desprecio y le dijo:
- ¡Arréglese el uniforme! ¡Va a salir a hacer una carrerita conmigo y verá como le pasa el malestar, usted no tiene nada!
El soldado, con la cabeza inclinada, apoyado en el compañero, no contestó y ni siquiera lo miró.
- ¡¿Dónde está su otro zapato?!
- Parece que lo ha perdido, mi teniente - contestó el que lo ayudaba.
- ¡Suéltelo! - le ordenó el teniente - ¡Que se pare él solo!
Este obedeció y tan pronto como dejó de sujetarlo el pobre enfermo se desplomó.
- ¡Oiga carajo! - rugió el teniente - ¡No se haga el cojudo y arréglese inmediatamente! Y al ver que no era obedecido, con tono iracundo agregó:
- ¡Yo voy a hacer que se levante! - y uniendo la acción a la palabra cogió el tahalí que estaba a la cabecera de la tarima del enfermo, desenvainó la bayoneta y la emprendió a cintarazos y puntapiés con el caído. El infeliz, quejumbroso, parecía no sentir los golpes, seguía acurrucado, con movimientos espasmódicos, producidos seguramente por la fiebre y no por el castigo.
Al ver que no pudo levantarlo, tiró la bayoneta al piso y dirigiéndose a los presentes exclamó:
- Este se está haciendo el enfermo; si hasta mañana no se pone bien le voy a repetir la curación - y se marchó en medio del silencio general de los que habían presenciado tamaña atrocidad.
Lo levantaron, lo colocaron en su tarima y lo cubrieron con su frazada; seguía con los quejidos y temblando con la fiebre...
- ¡El teniente es muy malo! - contestó uno de los soldados. Yo hubiera querido comprobar si así hubiese sido de valiente y malo frente al enemigo...

¡Nochebuena!...
Habríamos querido que lo fuera realmente, y para esperarla en un ambiente agradable y con animación, limpiamos la cuadra, arreglamos las armas y el equipo, nos pusimos presentables y contra la costumbre comimos en la larga mesa de pona, hecha por nosotros mismos. ¡Quién no lo hubiera querido y ojalá hubiese sido la última vez que lo hiciéramos!... Decían que, al fin, partíamos a hacernos cariños con los colombianos…
Pero no precipitemos el relato. Recordemos nuestra Nochebuena. En ella, como es sabido, no se duerme, se la pasa en familia, se divierte, se cambia regalos, se juega, se baila… pero allí… como y con quién? Eleazar y Acosta estaban de servicio en la guardia de avanzada, Juan José estaba enfermo otra vez, yo persistía en mi mal humor… solo Benjamín y Aguilar se habían puesto en un rincón del tambo a canturrear casi tristemente. Fuera, la noche estaba negrísima, no se veía una sola estrella y por si tan agrio panorama fuera poco desconsolador, yo sentía un agudo dolor en la cintura, causado por un esfuerzo que hice levantando un tronco.
Tal era el ambiente de aquella Nochebuena. Por otra parte, el R-1O, que había llegado precediendo a los nuevos aviones de combate, llevó cartas para todos, menos para mí; pero ya estaba acostumbrado y era mejor así, quiero decir que mejor fue que me hubiese acostumbrado a no recibir cartas.
Por todas esas cosas rogaba que fueran ciertas las bolas que rodaban... que era inminente que íbamos a batirnos… Yo sentía locos deseos de enfrentarme, disparar mi ametralladora contra ese enemigo que tanto se hacía esperar, había algo en mi ánimo que me hacía desearlo ciegamente, algo como una obsesión, un arranque de locura, una anormalidad en mi manera de pensar... ¡el miedo en la expresión de buscar el peligro… de desafiarlo sin necesidad!
Ese día busqué camorra a tres compañeros, sentía la necesidad de desahogar mi ira con alguien o contra alguien... el soldado puede darse de golpes con otro soldado sin ninguna otra consecuencia que los consiguientes chichones, pero... ni eso conseguí, solo aumentar mi ira.
Después me dio por leer en voz alta los periódicos llegados y con venenosa intención leía lo de una verbena y sus manjares y otras cosas que despertaran ansiedad, envidia o malestar en mis compañeros... pero nada, ni atención me prestaban. Se veía que estaba desgraciado en todo.
Algo hubiera cambiado el ambiente si hubiesen llegado en el avión los 20 pavos y los vinos que los periódicos de Iquitos anunciaron que nos enviarían como aguinaldo... no nos hubiéramos sentido olvidados… pero parecía haber sido sólo una lacerante burla.
Por la tarde recibimos la visita de los jefes que llegaron en el R-10. El coronel Ramos se dignó interesarse por nuestra suerte, lo mismo que el coronel Alarco, Jefe de la Sanidad Militar, que llegó con él. El capitán de nuestra Compañía, con la vivacidad que le caracterizaba les mintió en la más descarada forma. Era un tipo que le ganaba al motelo*, a la charapa* y a todos los animales que tienen concha... les aseguró con la mayor seriedad que los enfermos comían de la comida de los oficiales, que la tropa gustaba de los frejoles a medio sancochar, que el paiche podrido lo hacía tirar al río y sustituir con charapa, que comíamos tres panes en cada comida, que los biscochos eran para la tropa, de los que estábamos hartos, en fin, que nos quería como si fuéramos sus propios hijos… La verdad que causaba asombro lo que decía… ¡que tal frescura para mentir!... Lo que no pudimos saber fue si los coroneles Ramos y Alarco se lo creían; muy pronto nos dimos cuenta de que sus mentiras no prosperaron.
Mas tarde aparecieron en el horizonte los tres Vougth Corsair... nos causó una gran emoción ver volar nuestras máquinas de guerra por primera vez, nos las figurábamos fieras, amenazantes, como águilas cerniéndose sobre su presa, dispuestas a destrozarla... Acudieron a mi mente los versos de nuestra marcha ¡A Leticia!

“…las águilas de acero
nos custodian de las cumbres…”

que fueron, cabe decirlo, proféticas... y al bronco zumbar de sus motores, que como prolongado trueno retumbaban en el espacio, parecía llenarse la inmensidad de la selva con el firme juramento de mantener la divisa:
“...es nuestro Leticia o juremos morir…”
De nuevo sentí correr por mis venas el ardor que en los momentos de exaltación me quemaba; algo como un desconocido impulso de abnegación y coraje, el deseo de ver delante mis ojos el fragor de las ametralladoras y hacer vomitar de la mía la muerte de tantos infelices a quienes habían hecho creer que iban a defender lo justo.
¡Qué cruel es la guerra y qué absurda!... Es el sueño de paz, la ansiedad humana de horizontes sin confines, el milagro de la fraternidad y la concordia que se quiebra y despedaza destilando sangre y dolor, dejando miseria y desolación para la humanidad; es el sueño de grandeza que se convierte en pesadilla por el egoísmo y la ansiedad de dominación y poder, pasiones que aprenden a manejar los ideólogos profesionales los retóricos trastornados; son los surcos de caos y destrucción que riegan el mundo con sangre, siembran odio y rencores, para una cosecha de hambre y pillaje.
Enfrenta hombres contra hambres, pueblos contra pueblos, razas contra razas, idea contra ideas; cada bando tiene una razón que muchos no comprenden, no la saben, ni la han oído siquiera, pero son arrastrados por el torbellino, tragados por la vorágine, lanzados unos contra otros, no a disuadir o convencer, sino decididos a destruir, aniquilar, acabar con quienes no ceden o no piensan corno ellos; a sembrar de cadáveres los campos de batalla, por un principio.., por una causa... ¡Es matar o morir!
En sus hogares ruegan por su salvación… por su regreso, pero no puede el destino complacer todos los ruegos y al final de la contienda, mientras unos celebran el retorno del combatiente que llega arrastrando la psicosis horrorosa de los gritos de angustia, los lamentos, las convulsiones, las muecas agonizantes; que vuelve cubierto de heridas, pero vivo al fin, otros lloran lágrimas de fuego y tragan amargura por los que no vuelven, por los que destrozados quedaron en los embudos del campo de batalla, blanqueando sus huesos, como macabro símbolo de horror y muerte, donde entre el fragor del combate y el estruendo de las máquinas cayeron para no levantarse, quizá lanzando con su último aliento una maldición a la humanidad; dejando a la posteridad una terrible interrogante, un punzante anatema a la civilización.
Pero mis divagaciones se perdían… al fin y al cabo la guerra es la guerra y si habría sido guerra la nuestra, cayera quien cayera no habría sido, como no fue, motivo de lamentaciones; los que se sacrificaron pusieron un blasón más a nuestra estirpe loretana, fueron un orgullo para los padres, las esposas se sintieron partícipes de su gloria, los hermanos dijeron: ¡Mi hermano fue uno de ellos!... ¡Sin lágrimas ni recriminaciones!... Para que los que cayeron sigan creciendo en el recuerdo, sean más grandes que la inmensidad del suelo por el que fueron a luchar.


MOTELO*.- Tortuga de tierra.
CHARAPA*.- Tortuga de agua dulce, de río.

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