viernes, 15 de agosto de 2008

EL RESCATE DE LETICIA-Novela de una frustración loretana

XXV


Sorpresivamente y debido a mis conocimientos en mecánica automotriz, fui designado conductor de un bote- motor que había sido enviado de Iquitos, para el servicio de la comandancia del Agrupamiento Táctico de Leticia. Todo ocurrió en forma casual. La comandancia solicitó al Jefe de la Estación Naval un mecánico para conducirlo, pero dicha dependencia no tenía ninguno como para transferirlo, de esto me enteré posteriormente.
Subía el oficial que había llevado la comunicación de la comandancia, acompañado de Federico Arrarte Seguín, maquinista de una de las lanchas de la base y me vio en lo alto de la cuesta, en animada conversación con unos amigos; se me acercaron y sin previa consulta, ni nada por el estilo, Arrarte me presentó al oficial diciendo:
- Mi teniente, esto se llama suerte, aquí tiene usted, al hombre que busca y la comandancia necesita. Es técnico en motores de explosión.
Me cuadré y saludé militarmente al oficial:
- A sus órdenes, mi teniente; - y dirigiéndome a Federico - ¡Hola! ¿De qué se trata?
- Vea usted - intervino el teniente - la comandancia necesita un mecánico para el bote-motor que han enviado de Iquitos. Vamos a la comandancia para que se haga el trámite del destaque de su unidad; - y volviéndose a Arrarte, agregó:
- Muchas gracias, maestro.
- De nada, teniente - y dirigiéndose a mi - que te vaya muy bien - agregó dándome una palmada en el hombro.
Como soldado tenía que obedecer al oficial. Un tanto intrigado me dejé conducir; cuando llegamos me presentó al jefe de Estado Mayor, quien me hizo algunas preguntas acerca de la unidad a que pertenecía y luego me condujo a presencia del comandante Calderón, quien se mostró agradablemente sorprendido y sin más ordenó que se pasaran las comunicaciones respectivas, que me hiciera cargo de la embarcación y recibiera las instrucciones del jefe de Estado Mayor. Enterado de éstas partí inmediatamente a la estación naval, como pomposamente denominábamos al atracadero de las naves, donde estaban las lanchas de la Marina.
El resto del día lo pasé en el puerto haciendo contactos con los encargados del abastecimiento, mantenimiento y cuidado de la lancha y luego me trasladé con todo mi equipo a una casa cercana al puerto, que llamaban “El Palomar”… tres pisos, toda de madera y bastante espaciosa. En la planta baja estaba el almacén de abastecimientos y proveeduría de la estación naval, en el segundo y tercer piso las habitaciones para el personal de la Marina; yo me instalé en el tercer piso, que estaba casi vacío, ocupando la más amplia de las habitaciones.
Cuando terminé, ya bastante tarde, fui a mi Compañía, a la que seguía sintiéndome ligado sentimentalmente, pese a que tenía que estar separado a medias; como de costumbre, mis amigos salían para la retreta, pero, sin muchos preámbulos me largaron la noticia del día: que muy pronto nuestras tropas evacuarían Leticia porque un país neutral había mediado en el conflicto… ¿Sería posible?
¡Qué negra se estaba poniendo la cosa!...
Mi primera misión del día siguiente me deparó un chasco con un mayor del ejército. Había llevado a Ramón Castilla a un oficial portando un documento y cuando subió, me quedé sentado en el bote; de pronto apareció en la loma alguien que creí un soldado a juzgar por el uniforme y la falta de galones.
¿Dónde está el teniente García? - me preguntó.
Sin levantarme le contesté desaprensivamente:
- No sé. Ya hace rato que subió.
Me miró sorprendido y con voz en la que se notaba la costumbre de mandar, volvió a preguntar:
- ¿No sabe quién soy?
- No - le contesté; pero algo curioso y ligeramente intrigado porque pensé que fuera algún amigo olvidado.
- ¡Soy el Mayor Gambetta... cuádrese!
Obedecí instantáneamente y me disculpé:
- Con ese uniforme no podía reconocerle, mi mayor. Le ruego que me disculpe.
- Tiene usted razón, como estoy vestido, realmente parezco un soldado... ¡Claro que lo soy!... pero estamos en campaña y no en una recepción ni un desfile…no se preocupe.
Y nada más pasó, salvo la sorpresa de mi parte al encontrar un militar de alta graduación que pensaba como yo.
El destaque de que fui objeto fue resultando de mi agrado, tanto por la circunstancia de estar constantemente viajando de un puesto a otro del Agrupamiento, como porque encontré e hice amigos en la estación naval, y más aun porque la actividad que se estaba desarrollando en ella era la producción de minas, para defender la plaza.
Ricardo Tobies, egresado de la Escuela de Artes y Oficios con la clase de sargento primero, fue reconocido como tal cuando se presentó como voluntario; su especialidad era la electrotecnia, pero parecía haberle dado por la pirotecnia; con un suboficial de la Marina de apellido Losnos y bajo la dirección del teniente Mosto, estaban dedicados a la fabricación de minas submarinas, con material casi improvisado, tanto así, que utilizaban como cascos para las bombas, botellas viejas de gas, que rellenaban con explosivos. Las hacían magnéticas y de contacto, éstas en mayor número, porque no podían proporcionarles los elementos para las minas de tipo magnético.
Entusiasmado me puse a colaborar con ellos durante dos días, trabajando hasta la noche, para completar el número que Mosto había decidido que se necesitaba para minar el canal navegable del río.
La operación de fondeo se efectuó durante la noche, para evitar que los brasileños de la frontera se enteraran de la maniobra y de la ubicación. Como a las 9 de la noche se hizo embarcar todo el equipo y los artefactos explosivos en una de las lanchas y bajamos hasta Saraiva, donde se empezó a fondearlas en grupos de 4, a bastante distancia unos de otros. Todo fue perfecto en las tres primeras operaciones, pero, en la cuarta, no sé si se rompió el cable o se desprendió de las amarras, pero el atado de minas se fue al demonio, con gran desesperación de Mosto, que se tradujo en un torrente justificado de maldiciones y denuestos de grueso calibre. El que más se amargó y gritó fue Tobies, pensando seguramente en el material, el tiempo y el trabajo perdidos.
Volviendo a la serenidad se continuó con las otras, poniendo más cuidado y cuando concluimos, pasadas las 3 de la mañana, fatigados y soñolientos volvimos al Palomar.
La prueba de una de las minas, para ver el efecto que surtían, debía hacerse al día siguiente; la impaciencia no me dejó conciliar el sueño y como si no me hubiera desvelado, me levanté muy temprano y fui al desayuno pensando ser el primero, pero ya estaban allí Tobies y Losnos y no tardó en llegar el teniente. Desayunamos apresuradamente y en el bote-motor los conduje a la orilla opuesta, al lugar donde se había colocado el detonador. Encontramos que ya estaban esperando varios oficiales, clases y soldados, que iban a aprender como hacerlas estallar.
Luego de ciertos preparativos, de los que, se encargó Tobies, anunció que estaba listo el aparato; se acercó un oficial del ejército con 2 sargentos y 4 soldados y el teniente Mosto les hizo una explicación, cuando concluyó uno de los oficiales ordenó a un sargento que accionara una palanca y éste obedeció; todos estábamos mirando al río en dirección a donde suponíamos que estuviera el grupo de minas, pero no vimos, ni oímos-como seguramente todos esperábamos-elevarse una gran montaña de agua y una poderosa detonación…apenas una como sorda y lejana…unos remolinos y oleaje en cierto sitio del río.
Nos miramos unos a otros como desilusionados; los oficiales se acercaron a Mosto y Tobies y empezaron a hablar en voz baja... cuando de pronto oímos un estampido fortísimo, breves segundos después y a intervalos otros más… nos miramos entre sorprendidos y alarmados… ¿no serían todas las minas que estuvieran estallando en serie?... Uno de los oficiales rompió el suspenso al decir:
- ¡Es la artillería que está haciendo ejercicio!
Que agradable resultaba oír el retumbar de nuestros cañones... Volvimos todos, los oficiales, clases y soldados en la lancha; Mosto, Tobies, Losnos y yo en el bote- motor. Durante todo el tiempo que tardamos en cruzar el río estuvieron hablando, seguramente sobre el resultado de la prueba y quizá sobre la forma de hacer más potentes las minas.
La gran sorpresa fue que en el almuerzo nos sirvieron pescado, cuya procedencia, según nos dijo el marinero encargado del rancho fue el resultado de la explosión de la mina: dos hermosos zúngaros* y otros peces pequeños, que habían tenido la mala suerte de estar cerca, sintieron los efectos y fueron recogidos por los marineros que habían estado esperando los resultados de la prueba. El resto del día y los siguientes los dedicamos a la fabricación de más minas, interrumpiendo solamente yo la labor, cuando tenía que partir en alguna comisión.
Pasaba el tiempo, el esperado enemigo no se hacía presente y nos consumía la impaciencia por ver resuelta la situación; su demora significaba permanencia más larga, por lo que ansiábamos que apareciera cuanto antes para salir de dudas y volver a nuestros hogares.
Nos anunciaron la llegada del “Liberal”, lo mismo que la del R-10, que había regresado a Iquitos con el ministro, pero ambos se hacían esperar; menos mal que con la ocupación de hacer minas y mi nuevo cargo de ir y venir con oficiales en comisión o cuando se les ocurría dar un paseo, los días pasaban casi insensibles.
Y, ocurrió algo anecdótico. Una mañana amaneció acoderado en el puerto de Tabatinga un barco brasileño, que en la noche anterior nos inquietó al verlo aparecer, pensando que fuera un barco enemigo, mas al verlo acoderar supusimos que era un barco de guerra brasileño. Acertamos a medias, porque resultaba ser un barco brasileño de la Amazon River Steam, que hacía línea regular a Iquitos. Según las disposiciones del Comando del Agrupamiento Táctico de Leticia, debía esperar a ser guiado por una nave peruana, para pasar la zona de Leticia, por que de otro modo se exponía a tropezar con las minas colocadas y volar por efecto de ellas.
Por lo que había visto, las minas magnéticas eran controlables, en cuanto a las de contacto, tropezar con una de ellas hubiera sido muchísima mala suerte, porque habíamos colocado 10 grupos en un recorrido de más de 20 kilómetros, en un ancho de casi mil metros; estaban tan distantes unos de otros, que, repito, hubiera sido mucha mala suerte que la nave diera con uno de ellos, pero, había que darle la protección que solicitaba.
Como a las 8 de la mañana partió la lancha “Atahuallpa” para guiarlo, al mando del teniente primero Raygada, jefe de la bahía, un verdadero marino: fanático de la disciplina y la puntualidad, amable y comprensivo con los subalternos, alegre como una marinera y amante del trago como un marinero británico, cualidades que le hacían dueño del aprecio general.
El río estaba minado desde Saraiva, en la mitad que correspondía a las aguas peruanas; la lancha guía y el barco navegaron por aguas brasileras hasta la desembocadura de la quebrada de San Antonio, desde donde se notó que extremaron las precauciones. Todos mirábamos la maniobra como un espectáculo: la lancha hacía caprichosos zigzag como si realmente el río hubiera estado plagado de minas o el chato Raygada hubiese sabido donde estaban… Quienes no estuvieron enterados de como fue la cosa, no podían menos que asombrarse de la audacia y temeridad del capitán Yucá, que exponía su vida y la de los que llevaba a bordo. En cuanto a Raygada, dramatizaba la acción.
Es posible que el capitán del barco brasileño se diera cuenta de la patraña, pero nos seguía el apunte, para convencer al enemigo de que Leticia estaba defendida y hacer que lo pensara con mucha calma antes de aventurarse en un ataque.
Más de media hora tardaron las embarcaciones en pasar y de cierto sitio, la “Atahuallpa” volteó para regresar al puerto y el barco continuó su viaje. Largo rato nos quedamos comentando animadamente las incidencias de la maniobra, hasta que el ordenanza del comandante Calderón, que me estaba buscando dio conmigo y me entregó una orden, según la cual a las 12 debiera estar el bote motor listo para partir.
Almorcé, y cuando a la hora indicada fui al puerto ya el comandante estaba esperándome en compañía del chato Raygada, que con tal chapa era más conocido, porque no alcanzaba el metro sesenta de talla.
- ¡A La Victoria! - ordenó el comandante.
Arranqué y partimos. Por la conversación me enteré de que se trataba de festejar dos ascensos: del capitán Canga y del alférez Secada, ambos de la aviación. Era de esperar que recibieran en La Victoria la visita del comandante como una atención extraordinaria, todo el mundo se movió, el ambiente se tornó de fiesta y empezaron los tragos. A continuación un suculento almuerzo, más tragos, vino la comida que se cerró con tragos, en medio de la mayor animación.
El hospital del Agrupamiento se había instalado en La Victoria y allí estaban las enfermeras, quienes, igual que todos, al estallar el conflicto, a iniciativa de las señoras Josefa de Calderón, Amelia de Souza de Salazar y su hija Blanca, se habían alistado voluntariamente, contagiadas del ardor patriótico. Fueron numerosas las que se presentaron, de familias humildes, de familias distinguidas, y formaron un cuerpo en el que todas estaban decididas a cualquier sacrificio en la noble misión que se habían impuesto y a cumplirla con abnegación en cualquier sitio. Después de un breve período de adiestramiento las enviaron a los distintos frentes.
Fue ese ramillete de La Victoria, el que con su presencia dio el toque delicado a la fiesta, hizo agradable, si se quiere romántica, la reunión. Se improvisó música, bailaron y el resultado final fue una tranca de cuerpo entero para los oficiales; en cuanto a mí, como simple soldado, no podía divertirme junto a ellos, pero, discretamente alejado, el encanto y cordialidad de las chicas se extendió hasta mí, con bastante prodigalidad, sobre todo en las bebidas, de modo que también yo, con los vapores de los tragos, sus amables atenciones y su alarmante cercanía, me sentía doblemente embriagado y momentáneamente olvidé los problemas y preocupaciones que generaban la situación internacional.
Párrafo aparte merece el capellán, que tenía la clase de alférez, pues por lo que vi muy pronto tendría que renunciar a la sotana y quedarse con el uniforme, porque las chicas por un lado y sus colegas oficiales por otro lo estaban arrastrando sin remedio al mundo del demonio, la carne y los tragos.
Eran las once de la noche cuando emprendimos el regreso. El comandante siempre serio y formal se limitaba a contestar con un sí o un no a la verborrea del chato Raygada, quien, perdido el rumbo y con la marea alta estaba a puntó de encallar en una escollera.
En cuando a mí, una de las guapas enfermeras, Magdalena Rey, me atrajo inevitablemente... ¡Malditos tragos!... me trató tan amablemente y me hizo objeto de sus especiales atenciones, que hubiera querido que la noche fuera interminable… lástima que todo tiene su fin… nos despedimos efusivamente y al hacerlo me obsequió algo delicadamente envuelto en papel de seda, que lo abrí en cuanto llegué al Palomar y resultó ser un paquete de guayabada brasileña, que lo devoré inmediatamente, por el hambre que sentía, pensando en ella y en la posibilidad de volver a vernos.
Siguieron días de completa calma pero de un calor sofocante, tanta era la falta de brisa que ni las hojas de los árboles se movían. Una de esas calurosas tardes, cuando anochecía, nos sentamos en un banco frente a nuestro cuartel, a esperar, guitarra en mano, la salida de la luna. Para apurarla empezamos a cantar nuestra nostalgia en viejas canciones; de pronto el zumbar de un avión interrumpió nuestro melancólico entretenimiento; era uno que volaba sobre la población, dio dos vueltas y tomó el rumbo hacia La Victoria, donde estaba la base aérea.
Empezamos a hacer las más variadas suposiciones y no faltó quien asegurara con toda seriedad que se trataba de un avión enemigo de reconocimiento. Como para afirmar esta suposición minutos después orden de inamovilidad en nuestras cuadras y más tarde la de constituirnos en nuestros emplazamientos de combate. Ya eran las 8 y media y la luna estaba saliendo.
Como era mi consigna fui a recibir órdenes del jefe de la base naval, de cuya autoridad dependía, quien me dijo que debía estar a la expectativa, y en caso de ataque enemigo, tomara el bote-motor y partiera con rumbo a Gamboa, un puerto situado a casi una hora de navegación subiendo el río.
- ¡Muy bien señor! - contesté, pero interiormente buscaba el motivo que habría para abandonar el lugar del combate, que se suponía fuera la ciudad, sin ninguna misión y cuando, probablemente, las balas estarían silbando por todas partes... si fuera para cumplir una misión... ¡Vaya!... pero por el gusto de navegar... ¡Se necesitaba, por lo menos estar loco!... Desconcertado me dirigí al Palomar con la intención de ponerme a escribir, pero recordé que no se podía prender luz, me recosté, pero hacía tanto calor que decidí ir a meterme en una trinchera; me disponía a hacerlo cuando llegó un oficial a prevenirme que no debía moverme con el bote sin la orden de la Comandancia. Eso ya estaba más puesto en razón, de modo que no me moví.
Todo hacía pensar que la cosa iba por lo serio; los centinelas no dejaban pasar a nadie sin dar el santo; los oficiales caminaban apurados y la tropa arma al brazo dormitaba en las trincheras. A las 10 llegó en mi busca otro oficial con una orden de la Comandancia y partimos para Ramón Castilla; tocamos en distintos puestos donde impartió órdenes y regresamos. Eran las dos de la mañana. Me disponía a acostarme cuando llegó otro oficial con la orden de estar listo a las 4 de la mañana a órdenes del comandante Calderón; la preocupación no me dejó dormir y a las 4, como un reloj, estaba llamándome el comandante.
-¡A La Victoria! - dijo y fuimos a embarcarnos.
Cuando llegamos estaba amaneciendo. Se notaba gran actividad en el puerto: los avioneros estaban preparando 4 aviones Vought Corsair, el 5E1, el 5E2, el 5E6 y el 2E4 que iban a partir con rumbo a Tarapacá; les habían acoplado dos bombas en cada ala, las máquinas zumbaban y yo sentía, otra vez, correr como un torrente de fuego, la sangre por mis venas...
Una a una fueron despegando, ya en el aire tomaron una formación en rombo y partieron hacia el norte. En forma vaga, porque no estaba muy enterado, me informó uno de los avioneros de lo que había ocurrido: en una exploración que el día anterior hizo el comandante de la aviación, había visto la flota colombiana en Tarapacá, disponiéndose a atacar nuestra guarnición; que había sostenido un tiroteo del que afortunadamente salió ileso.
Según esto, se había roto las hostilidades, llegó el momento que tanto esperábamos… ¡Al fin iría a terminar tan aborrecible situación!...
Íntimamente alentaba la ansiedad de volver un día ya no lejano… mientras llegara seguiría mirando en la estela de mi bote y en el horizonte que alcanzaba mi vista, la imagen de Paulina.., seguiría escribiendo en las tablas del piso, en los muros de las trincheras, el único mensaje de mi pensamiento que asomaba a mis labios: ¡Te amo, Paulina!...


ZUNGARO*.- Pescado que vive en el fondo del río.

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