domingo, 31 de agosto de 2008

EL RESCATE DE LETICIA-Novela de una frustración loretana

XXIX

Otra vez miraba extraviado la turbulenta estela del barco, que, poco a poco se aquietaba quedándose en la lejanía; estaba de regreso después de una semana reconfortante, que alentó mis románticas ilusiones y mis dorados ensueños. Pero algo ensombrecía mi pensamiento: era el asunto de Leticia que estaba tomando mal cariz; empecé a darme cuenta del por qué de tantas dilaciones y de la falta de firmeza en las decisiones.
La toma de Leticia por los civiles fue respaldada por la Quinta División, a nombre de los Institutos Armados del país, haciendo suyo el movimiento y resuelta a afrontar la respuesta de Colombia cualquiera que ella fuera. Lo increíble fue que en la capital aparecieran acusaciones, empezaran a crear falsos temores, se apelara a la mentira y hasta al insulto y la diatriba, atizando rencores en el ámbito nacional.
La torpe desviación de la rivalidad política, germen de la desunión de los peruanos, cáncer que consume nuestro Perú, seguía latente. Las funestas consecuencias de hacía medio siglo, en parecidas circunstancias no fueron lección suficiente; el doloroso derramamiento de sangre, en desesperado esfuerzo, de miles de peruanos inmolados heroicamente, parecía haber sido olvidado; las cenizas de la destrucción, el luto de la patria, nada de ese trágico legado fue aprovechado como cimiento de salvadora peruanidad, como cruento símbolo de verdadero amor al Perú.
Igual que entonces, el personalismo criollo de ciertos políticos volvió a enseñar sus repugnantes y ponzoñosos dientes, hundiéndolos en quienes, con nuevos postulados, querían un nuevo orden social; trataron de empinarse al impulso de sus intereses, sin pensar en el bienestar del pueblo, en el interés nacional, en la integridad de la patria, sin importarles la lucha fratricida... ¡La historia se repetía!
Con desconcertante, con increíble desconocimiento de nuestra realidad regional, esos políticos creyeron ver o trataron de hacer aparecer la actitud de Loreto como hecho circunscrito a una sola región y como defensa de intereses particulares; pensaron y temieron que Colombia, poderosa en dinero, material bélico y tropas, con la ayuda de potencias extranjeras, pudiera vencer e ir a la colonización de nuestra selva; pretendieron que se interpretara el levantamiento loretano como el despertar de un pueblo oprimido, a la luz de la nueva ideología de reivindicaciones sociales que se estaba difundiendo con fuerza arrolladora al grito carismático de un nuevo líder que derrumbaría el sistema político imperante... Y su campaña se dirigió a influir en el gobierno la negativa a la ayuda que estábamos clamando.
¿Era posible que ignoraran o pretendieran ignorar que fue el grito de rebeldía del nativo, la protesta del despojado, el clamor de un pueblo, lo que de nuevo se alzó, después de tres años de sometimiento?... ¿Que fueron 57 regnícolas, quienes sintieron el desgarramiento de su tierra, los que rescataron Leticia?...¿Que fue el pueblo, nosotros, los que fuimos en su ayuda, casi desarmados y sin importarnos esto, porque bastaba nuestra presencia para significar la voluntad de los loretanos, que debió ser de toda la nación?
¡Infelices!... No conocían la patria que habían heredado, que debían defender y engrandecer; no se avergonzaban de verla disminuir de extensión lentamente…Para esos, atentos únicamente a colmar sus ambiciones y comodidades, solo existía Lima, y cuando alguna vez, inevitablemente, para desempeñar algún cargo, se vieron obligados a entrar a la Amazonía, se quedaron embobados en la contemplación de su verde y fantástica inmensidad, corrieron de una lagartija, se asustaron de un trueno... Pero el verdadero Perú se conmovió y miles de gargantas corearon el aleluya de la reivindicación.
Entraron esos políticos, esos diplomáticos. Como fantasmas del pasado aparecieron en el conflicto, no se arrepintieron de haber vendido la patria, no quisieron aprovechar de la oportunidad para lavar su afrenta, aunque fuera con su propia sangre. ¡Nos negaron ayuda!
Y no teníamos armas. Después de la revolución de Cervantes, el gobierno, olvidando que Loreto tiene tres fronteras que defender, envió un barco para llevarse las pocas que tenía la guarnición. El poder central necesitaba de ellas para sostenerse, los políticos para derrocar los gobiernos, los militares para exhibirlas en los desfiles. Y alentaban la esperanza de un arreglo pacífico, que ¡ojalá! se hubiera conseguido sobre la base del regreso de Leticia al seno de la patria.
Volvía decidido, casi resignado a afrontar lo que ocurriera; recordaba las palabras de mi novia, que serían la oración de aliento en los momentos de desesperanza, tristeza, dolor, fatiga… “te espero cada día con más amor…nada podrá separarnos”... “Cumple con tu deber, que yo rezaré por ti y por todos tus compañeros; por ti, especialmente que llevas lo más grande que puedo dar: mi amor”...
Me pesó haber regresado tan pronto, pues el comandante se extrañó de mi rápido regreso; quizá por eso la licencia no tenía plazo. Lo peor que encontré fue que mi Compañía y la Primera habían partido con rumbo a Puerto Arturo, es decir, los mismos que habíamos sido trasladados a Leticia... ¡algo extraño y muy chocante!... ¿Por qué éramos los mismos que tuviéramos que ir de un lado para otro?... ¿Acaso no había más gente en Iquitos?... ¿En el Perú?... Pero se quedaron los dos Rengifo, Acosta y Sifuentes; los tres primeros por haber estado en comisión en el Cotuhé y no haber regresado a tiempo y Sifuentes porque estaba haciendo de idóneo de farmacia; ellos y yo fuimos asignados a la Tercera Compañía del Batallón Nº 19.

Con los Rengifo volvió del Cotuhé uno de los soldados que estuvo presente en la acción de Tarapacá, quien nos contó muchos detalles increíbles, anteriores y posteriores.
Según su relato, la guarnición estaba aislada y sin comunicaciones, solo contaba con 94 hombres, incluyendo una sección de artillería con dos cañones Krupp; la infantería solo tenía una ametralladora. El jefe de la guarnición era el teniente Díaz, el segundo el subteniente Cavero y el jefe de la sección de artillería el subteniente Linares, los tres, a cual más despótico y abusivo. Con la justificación de no saber cuándo llegarían víveres, la ración de la tropa fue reducida al mínimo, pese a que había racionamiento suficiente, lo que lo demostraba lo bien servidos que estaban los tres oficiales, pero nadie podía protestar o quejarse siquiera, tenían que soportarlo pacientemente, porque existía el peligro de que los colombianos atacaran la guarnición subiendo el Putumayo y por otra parte, tenían la esperanza de ser relevados muy pronto.
Una noche sucedió algo anecdótico: vieron acercarse unas luces, por la boca del río, que según todas las apariencias eran de una lancha y avisaron a Linares que estaba de Jefe de Cuartel; éste corrió al emplazamiento de los cañones acompañado de los artilleros y a medida que se acercaban las luces se confirmaba la suposición de ser una lancha. Linares, en la duda de que fuera una lancha enemiga había mandado cargar los cañones, pero, se suponía que fuera la “Libertad”, que según informaciones recibidas, debía llegar conduciendo tropas peruanas de Puerto Arturo y por la dirección que tomó al entrar fueron disipándose las dudas. Pero Linares no estaba convencido y cuando se puso a tiro, en el colmo del nerviosismo, ordenó al sargento que le hiciera un disparo de cañón.
-Pero, mi subteniente, es la “Libertad”-¡por qué se le va a hacer fuego!
-¡Haga fuego, le digo! -gritó Linares.
-¡Yo no hago fuego! -protestó el sargento- ¡Haga fuego usted, si quiere! -agregó y se retiró de la pieza.
Linares arrebató el fusil a uno de los soldados y colocándolo en el pecho del sargento gritó descompuesto:
- ¡Obedezca, carajo!... ¡Haga fuego o le pego un tiro!
- Le he dicho que no hago fuego porque esa lancha es peruana... ¡Máteme, si quiere! -replicó el sargento con firmeza.
Ante esta negativa, sin mover el cerrojo, Linares apretó el gatillo, con tan buena suerte que el fusil estaba descargado; uno de los soldados levantó el suyo con ademán de atacar a Linares, pero el sargento lo contuvo... Mientras tanto la lancha se había acercado lo suficiente para comprobar que realmente era la “Libertad”; Linares no sabía qué decir ni qué hacer, pero ninguno se ocupó más de él por subirse a la lancha que ya estaba atracando, ver y hablar con los que en ella viajaban y ciertamente eran tropas peruanas. La lancha solo acoderó para aprovisionarse de leña y volvió a salir en la madrugada.
Pasaron días interminables y por la falta de comunicaciones no sabían dónde estaba el enemigo ni tenían noticias de las otras guarniciones. Una mañana oyeron el zumbido del motor de un avión y en dirección de la boca del río lo vieron volando; como hacía tiempo que no veían ninguno, con cierta sorpresa, trataron de identificarlo, pero no les fue posible; el avión se perdía de vista, reaparecía, volvía a desaparecer, volando siempre alto, hasta la tercera vez, en que lo vieron más cerca, pero no lo suficiente para reconocerlo como peruano o como enemigo, hasta que se fue para no volver. A lo lejos, por sobre el monte, tras la curva que formaba la desembocadura del río, donde habían puertos brasileños, se veía columnas de humo y confiadamente creyeron que se trataba de buques brasileños de la frontera y que el avión que había estado volando también era brasileño. La lancha “Estefita”, que estaba al servicio, por orden del jefe de la guarnición, bajó hasta la boca en exploración y volvió con la noticia: dos buques brasileños y algunos aviones estaban en un puerto brasileño.
Como al mediodía siguiente aparecieron del sur dos aviones peruanos, que después de dar dos vueltas sobre la guarnición, acuatizaron en el puerto. Desembarcaron los dos pilotos y un suboficial de la Armada, eran el comandante de la Aviación, un gringo alto y flaco que resultó ser el teniente Secada y un radiotelegrafista, que conducía un equipo para el servicio de la guarnición. Fueron recibidos calurosamente por los oficiales y con gran entusiasmo por la tropa, pues eran el primer enlace que tenían con las fuerzas del Comando del nororiente y la llegada del equipo radiotelegráfico cubría una necesidad imperiosa de la guarnición, que tanto tiempo había adolecido.
Después que almorzaron, Díaz y Cavero se embarcaron en el avión del comandante y salieron en un vuelo de exploración a la frontera brasileña. Desde Tarapacá se vio que dio un par de vueltas sobre el sitio en que se suponía que estuviera la flota que se creía brasileña, pero, cuando volvió acuatizó tan violentamente, que casi se hunde... Salieron precipitadamente e inmediatamente el comandante ordenó el despegue de ambas máquinas y partieron ofreciendo volver al día siguiente. Sucedió que la que se había creído brasileña, resultó siendo colombiana, lo mismo que los aviones…al parecer, la expedición punitiva que no se había atrevido atacar Leticia.
Apenas se había extinguido el ruido de los motores de los aviones peruanos, se vio aparecer otros tres, evidentemente colombianos, pues venían de la concentración que en un principio se creyó brasileña, y se acercaron a volar sobre la guarnición. Verlos y atrincherarse, fue solo pensarlo. Los aviones describieron círculos sobre los emplazamiento durante largo rato y al fin se retiraron, tranquilizando a la tropa, que temía, de un momento a otro ver caer sus bombas o ser ametrallada, sin tener con qué devolverles el fuego.
Tan pronto como se fueron apareció Díaz, todo presuroso, a ordenar que se transportara todo el abastecimiento de la guarnición a la lancha que estaba en una “cocha”, como a un kilómetro de la guarnición, protegida por los árboles para evitar que fuera vista desde el aire. Una parte de los soldados de infantería fue destinada al transporte hasta que anocheció y por la noche la orden fue de permanecer en las trincheras, en las que amanecieron mojados y ateridos por la escarcha, pero resueltos a afrontar la situación.
No tenían mucha munición, pero la protección de las trincheras les hacía sentirse seguros. Toda la noche oyeron ruido de motores de fuera borda y veían luces que llegaban a la orilla opuesta y se movían en ella. La luz del nuevo día aclaró el panorama y se dieron cuenta de lo que había estado ocurriendo durante la noche: los motores habían conducido tropas colombianas para que se emplazaran en la orilla opuesta, pero no podían ver ni la cantidad de tropas ni su armamento.
Como a las 9 de la mañana se acercó al puerto de la guarnición un bote-motor en el que flameaba una bandera blanca y conducía militares; encostó y desembarcaron tres oficiales: era un parlamento. Díaz y Cavero les salieron al encuentro; es sabido que a un parlamento no se le permite entrar a una fortificación, a una plaza militar, sin vendarle los ojos; estos pudieron mirar por todos lados y darse cuenta de las condiciones estratégicas que les hubiese interesado.
Después de un breve saludo y luego, seguramente, de que Díaz se identificó, uno de los oficiales le dijo:
-Conque usted, es el jefe de los revoltosos.
No se sabe qué contestaría Díaz, pero a juzgar por su actitud, parecía un colegial sorprendido haciendo una picardía; toda la entrevista se desarrolló en el patio, frente a las trincheras y ni nuestros oficiales los invitaron ni los colombianos insinuaron, ir a la Comandancia; conversaban en voz baja, los colombianos les obsequiaron cigarrillos, se los encendieron y parecían regocijarse de la turbación que mostraba Díaz, que sus mismos soldados pudieron notar. Para concluir le dieron un pliego de parte del jefe de la expedición colombiana, agregando que le daban el término de dos horas para abandonar la plaza y de no hacerlo, las tropas colombianas se encargarían de desalojarlos; que conocían sus posiciones, el estado de sus tropas y su efectivo.
Y se marcharon dejándolo perplejo; empezó a hablar con Cavero luego a discutir y poco a poco fueron acalorándose; Díaz exigía la evacuación inmediata de la plaza; Cavero se oponía a la evacuación y decía que se debía defenderla; Linares parecía el convidado de piedra.
-Tengo -gritaba Díaz-instrucciones escritas del comandante, que dicen que si el enemigo es numeroso, se evacue inmediatamente.
Al fin Cavero pareció convencido y se retiró, Linares partió a la carrera hacía el emplazamiento de los cañones, los artilleros estaban en sus puesto y al verlo se cuadraron militarmente, el sargento saludó.
-¡Sargento Torres! -ordenó- ¡Desarme inmediatamente las piezas!
El sargento lo miró sorprendido, hubo un instante de silencio, parecía no haber comprendido.
-¿No ha oído, sargento Torres? -gritó Linares- ¡Que desarme las piezas, le he dicho!
El sargento se atrevió a preguntar:
-Pero, ¿por qué, mi subteniente?
-Porque debemos evacuar la plaza... y ¡rápido!
-Pero, mi subteniente...
-¡Yo lo mando! -vociferó Linares- ¡Desarme las piezas!
Los soldados que los rodeaban estaban en un suspenso dramático, en sus semblantes se veía la ansiedad de los momentos supremos, el sargento los miró como consultándolos, leyó en sus ojos la decisión de acompañarlo en su gesto y volviéndose a Linares le dijo con voz firme:
-¡Nosotros nos quedamos a defender la plaza y proteger la retirada!... ¡Que evacuen los demás!
-¡Que desarme las piezas le he dicho!
- ¡Yo no las desarmo! -se reafirmó el sargento- y dando media vuelta se retiró junto a los otros artilleros.
Linares vaciló un instante, ya no encontró términos para mandar y hacerse obedecer, miró a todos lados, se sintió solo y vencido y por la firmeza del sargento, se acercó al cañón que tenía más cerca y comenzó a desmontarlo con sus propias manos.
Mientras tanto, parte de la sección de infantería seguía en la trinchera sin saber lo que ocurría; de pronto se oyó el zumbido de los motores de aviones, miraron y con alegría indescriptible vieron tres aviones peruanos… salieron gritando y batiendo sus sombreros; los mismos Díaz, Cavero y Linares corrían de un lado para otro entusiasmados; en las alas de los aviones se veían bombas.
Las máquinas hicieron una evolución sobre los emplazamientos, luego tomaron rumbo a donde estaban los buques y aviones enemigos y sobre ellos empezaron a volar en círculos.
Ya estaban todos fuera de las trincheras mirando ansiosamente; a la distancia veían los piques que hacían los aviones, oían fuertes detonaciones y ráfagas que parecían ser de cañones antiaéreos... instantes después vieron elevarse tres aviones, que desde luego tenían que ser colombianos; los nuestros hicieron una evolución atrayéndolos río arriba y de pronto volvieron a su encuentro, uno de los aviones enemigos volvió y desapareció. Empezó un duelo en el aire, que desde la guarnición se veía como si se tratara de un espectáculo… se cruzaban, subían, se perseguían, se esquivaban, entre frecuentes descargas de ametralladoras… esperábamos de un momento a otro ver caer alguno de los aviones, haciendo fuerza porque no fuera uno de los peruanos, pero los pilotos eran muy hábiles, pues tan pronto estaban rozando las copas de los árboles como tan altos que apenas se les veía.
Al cabo de cierto tiempo que nos pareció infinito, dos aviones se acercaron a la guarnición: eran nuestros, pasaron por encima de nuestros emplazamientos y se alejaron hacia el sur; el otro, que había quedado entre los dos enemigos, parecía visiblemente estrechado, pero hacia tales maniobras, subiendo y bajando en círculo, que siempre quedaba tras de uno de ellos y lejos del otro, unas veces bajo y otras tan alto que se perdía de vista, siempre entre ráfagas de ametralladoras. En esto apareció un tercer avión colombiano que se sumó a la persecución y continuó el duelo; de pronto, desde muy alto vieron venirse abajo uno de ellos, como sin gobierno, estaban tan altos que no pudieron determinar si era el peruano o uno de los colombianos, hasta que, casi para tocar los árboles, se estabilizó y volando hacia nuestras posiciones, tomó el rumbo que habían tomado los dos primeros. Era el avión peruano. Los aviones enemigos, que seguramente lo tuvieron por abatido, cuando se dieron cuenta de la maniobra era tarde para darle alcance.
En el parte de la acción se informó que el avión fue el Corsair 5E2 y el piloto Francisco Secada.
Entonces comenzaron de nuevo los apuros de los oficiales, quienes renegaban de la hora en que habían llegado los aviones peruanos.
-¡Nos han dejado comprometidos! -gritaba Díaz-¡Ya debíamos haber evacuado la plaza!... ¡Ahora viene el enemigo y nos hace polvo!... ¡Vamos todos a la lancha, nos han prometido no hacer fuego contra ella!...
Cavero ya había mandado abandonar la primera línea de trincheras y que su efectivo se trasladara a otra más al fondo. Como una hora después comenzó el ataque; en la orilla opuesta se vio aparecer grupos que parecían de nidos de ametralladoras y emplazamientos de cañones, que habían estado ocultos con ramas de árboles; su artillería abrió el fuego espaciadamente y poco a poco, fue aumentando en intensidad, pero, no hacia blanco: unos tiros caían cortos y otros demasiado largos; la guarnición contestó el fuego con ráfagas de la ametralladora y descargas de fusilería, refiriéndolo al nido más cercano y creando cierta confusión entre sus ocupantes.
De pronto aparecieron dos escuadrillas de aviones, una de tres grandes, aparentemente de bombardeo y la otra de las máquinas que habían estado combatiendo antes; al verlos acercarse, sin decir una palabra, Cavero tomó la dirección del puerto, donde estaba la lancha, los que estuvieron a su lado se miraron y el sargento Arista, que estaba al mando del grupo, siguió tras él diciendo a los de su grupo:
-Voy a preguntarle qué vamos a hacer nosotros.
A Díaz no se le veía por ninguna parte, Linares, abandonando el cañón que había empezado a desmontar y hundiendo el otro en el río, lo mismo que los proyectiles, se marchó a la lancha.
El fuego seguía intenso y el sargento Arista no regresaba, felizmente los artilleros enemigos eran muy malos o no eran artilleros, pues sus disparos no hacían blanco; los aviones igualmente largaron sus bombas sin hacer blanco, lejos de las casas, en las plantaciones, en los pastos, donde las asustadas reses hacían saltos y carreras. . . ¡Era un infierno por el estruendo!... Nuestra tropa disparaba sus fusiles contra los aviones, con gritos de desafío, pero... ¿qué daño podían hacerles?... lo único que conseguían era desfogar su ira y su impotencia… hasta que, como a la media hora, los aviones se fueron y el fuego de la artillería poco a poco fue disminuyendo hasta cesar por completo.
Entre tanto había regresado Arista.
-El subteniente ha ido a embarcarse en la lancha y ha ordenado que todos vayamos llevando nuestro equipo y todo lo que podemos llevar- dijo.
Aunque no había peligro, pese a que continuaba el fuego de la orilla opuesta, que ni siquiera cerca de la trinchera caía, no les quedaba otro recurso que obedecer; abandonaron la trinchera llevándose toda la munición que en ella había y fueron a la lancha. Ya estaban embarcados los tres oficiales, quienes no se preocuparon de averiguar cuantos estaban o si faltaba alguno.
La lancha había estado siendo preparada y el patrón de ella, un señor Panduro, presa del mayor nerviosismo, impaciente por zarpar, daba órdenes y más órdenes; el río, angosto y con muchos palos prendidos y atravesados hacía peligrar la navegación, pero eso no lo tenía en cuenta, lo importante era alejarse.
Díaz, temiendo que los colombianos no cumplieran la promesa de no hacer fuego a las tropas que estaban abandonando la plaza, no quiso seguir en la lancha, que era fácil de localizar en su navegación; desembarcó e inmediatamente emprendió camino por el monte, con más de 50 hombres, muchos de la sección de Linares. No quiso escuchar las objeciones que le hicieron Linares y Cavero.
-¡Por aquí estoy más seguro! -explicó.
Tres horas más tarde, casi anocheciendo, zarpó la lancha con el resto de la tropa, al mando de Cavero; al día siguiente como al mediodía llegaron a un sitio que llamaban el tambo del indio Noé, final del varadero del Hamaca Yacu, encostaron para desembarcar el parque y la lancha subió un poco a buscar un sitio protegido, mientras la tropa hizo el campamento y empezó a construir una trinchera.
En los días siguientes se dedicaron a organizar la defensa del puerto, siguiendo las instrucciones que habían recibido del Comando de Leticia, mediante el equipo de radiotelegrafía, que afortunadamente fue reparado, pues estuvo inservible desde el día del ataque a Tarapacá. Las instrucciones eran organizarse defensivamente hasta la llegada de refuerzos destinados al rescate de Tarapacá, oponerse al avance del enemigo por el Cotuhé y proteger la lancha para que no fuera a caer en su poder, hundiéndola, si era necesario para impedirlo.
El enemigo realizó varios reconocimientos en esos días y más de tres veces aparecieron sus aviones en exploración. Pese a que hicieron lo posible para ocultar la lancha entre los árboles y disimular las trincheras cubriéndolas con ramas y hojas fueron vistas y ametralladas, pero, los aviones peruanos que diariamente volaban en el sector, con su presencia y su fuego hacían que el enemigo abandonara la ofensiva. En una de esas incursiones un barco enemigo y dos botes-motores sobrepasaron la posición de los defensores peruanos y lograron desembarcar, pretendiendo envolver el emplazamiento y ocuparlo, afortunadamente llegó una escuadrilla peruana, bombardeó al barco y ametralló a las tropas desembarcadas, obligándolos a replegarse, embarcarse y volver a Tarapacá que ya lo tenían ocupado.
La consigna era que tan luego se notara la presencia del enemigo se le hiciera frente defendiendo el camino del varadero que conduce al Hamaca Yacu; todos tenían listo su equipo y armamento; eran poco más de 30 hombres, estaban agotados y llenos de incertidumbre, los oficiales vivían en continuo sobresalto, el sargento primero, Arias, solo salía de dentro de su mosquitero, donde se protegía de los mosquitos, cuando se anunciaba la presencia del enemigo y a la hora de comer.
Un día un centinela vio acercarse una canoa con tres individuos, dos indígenas y otro que parecía no serlo, atracó y desembarcaron en un matorral; inmediatamente hizo poner la novedad en conocimiento del primero, que por supuesto estaba en la cama.
-Deben ser indios de por acá. Déjenlos pasar.
-Pero, mi primero -insistió el mensajero-hay uno que no es indio.
-No deben ser enemigos, no los molesten -repitió Arias.
Viendo que no había forma de sacarlo de la cama, fue a dar aviso al sargento Santa María; el centinela para no dejarse ver se había ocultado en la maleza y los intrusos, creyendo no haber sido vistos siguieron adelante. Santa María llamó a dos soldados y dando un rodeo fue en la dirección que le indicó el centinela; vio la canoa y cerca de ella a uno de los indios sentado en la orilla, que parecía estar cuidándola. Esperaron un momento y vieron que regresaban los otros dos; cuando estuvieron juntos los tres, Santa María irguiéndose entre los arbustos y encarándole el fusil gritó:
¡Alto!
El que parecía no ser indio hizo ademán de requerir un arma, pero el sargento le gritó:
-¡Quieto o hago fuego!
Los tres se quedaron inmóviles, se acercaron los nuestros y por orden del sargento les quitaron las armas: tres machetes, una escopeta y un revólver.
-¿Quién es usted?... ¿Qué busca por aquí? -preguntó el sargento.
-Hemos venido a dar un paseo, buscamos animales para cazar-contestó el blanco, con acento que no dejaba lugar a dudas de que era colombiano.
-¿Pertenece usted, al ejército colombiano? -volvió a preguntar Santa María.
-No, señor.
-Es usted mi prisionero.
-Muy bien, señor -aceptó el que contestaba a las preguntas, con un ligero temblor en la voz.
-Camine -ordenó Santa María, señalando la dirección del campamento.
Cuando estaban como a la mitad del camino apareció el primero, que entonces se las quiso dar de importante.
-Tiene usted que declarar todo lo que sabe-le dijo al prisionero.
Cavero también salió al encuentro y los hizo conducir al tambo donde empezó a interrogar al que parecía colombiano en presencia de todos, pero, desde la primera pregunta, contestó que nada sabía.
-Si no habla le vamos a fusilar-le dijo Cavero.
El prisionero guardó silencio; Cavero para asustarlo mandó un pelotón llevando a los otros dos prisioneros, con orden de hacer descargas y hacerle creer al interrogado que se había fusilado a sus compañeros. Al oír las descargas palideció.
-Si no habla le pasará lo mismo-le dijo Cavero.
Después de breve silencio el prisionero contestó:
-Yo no sé nada, no soy militar. Si mis ruegos no le convencen, le suplico que me de papel y lápiz, para escribir a mi familia. Solo le pido que mande mi papel a la dirección que pondré.
Le dieron lo que pidió y empezó a escribir con temblorosa mano.
Como todo no había sido más que una pantomima, para ver si le sacaban algo por susto, y se dieron cuenta de que no era posible, lo encerraron y pusieron centinela de vista.
A los diez días llegaron los primeros soldados que emprendieron la retirada por tierra con el teniente Díaz; estaban cubiertos de fango de pies a cabeza, algunos con heridas producidas por espinas, por caídas, por desgarramientos en las astillas de las ramas y algunos con gusanos en las heridas: todos hechos una lástima, igual que el armamento. Díaz llegó mas tarde, fatigado, macilento y enfermo; habían caminado sin comer y cuando lo hicieron solo fueron callampas*, chonta* y alguna fruta silvestre; no durmieron sino a medias y pasaron cada susto que estaban como atontados.
Díaz averiguó por la tropa y se alegró al saber que estaba completa, que no faltaba un solo hombre. Con una frescura digna de su irresponsabilidad, que a muchos causó admiración, dijo:
-Felizmente ninguno ha muerto, no he tenido bajas…
¡Esto será un motivo para mi ascenso!
Ese mismo día llegó Ordóñez con el esperado refuerzo. Inmediatamente, sin contar con Díaz, que estaba enfermo, empezó a organizar la defensa del puesto y el ataque al enemigo, que ya estaba en posesión de Tarapacá, con efectivo, armamento y posición muy superior al de las fuerzas peruanas.
Solo contaba con 146 hombres de tropa, de los que más de 70 estaban enfermos, tanto así, que cuando llegó, muy pocos de los que habían estado en Tarapacá, podían tenerse en pié…los meses que habían estado en el Putumayo, la mala alimentación, el paludismo y la constante humedad, habían minado su organismo…humanamente ya no podían más...
Ordóñez, pese a su calidad de subalterno, asumió el mando con gran oposición de Cavero y Linares, quienes no admitían su autoridad por su calidad de asimilado. En un informe inmediato dio cuenta de la precaria situación de la tropa y la falta de medios que le impedía intentar el rescate de Tarapacá, acusaba a Díaz de cobardía y terminaba diciendo que lo enviaría prisionero a Leticia, para no tener que matarlo.
No pudiendo cumplir con lo que se había propuesto y con la misión que se le había confiado, más tarde decidió regresar a Leticia.


CALLAMPA*.- Hongo silvestre comestible.
CHONTA*.- Palmito. Tallo blanco que se halla en el tronco de ciertas palmeras y corresponde a las hojas aun no desarrolladas. Casi todas son comestibles crudas, o preparadas en platos especiales al limón y aceite.

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