martes, 16 de septiembre de 2008

EL RESCATE DE LETICIA-Novela de una frustración loretana

XXXII


Transcurrieron siete meses desde cuando partimos, cegados por la luminosidad de una causa que fue ensombreciéndose con el tiempo. Hubo que esperar algunos más para que se aclarara tan tenebroso asunto, de solo pensarlo me ponía tétrico; lo más desesperante era la calma, nos hacía falta acción, debimos estar en Gueppí, en Tarapacá, o donde fuera, que corrieran balas, hubiera olor de pólvora… así, por lo menos, habríamos tenido la posibilidad de acabar con el enemigo o que él acabara con nosotros, pero se habría resuelto la situación.
Y, como no había otro remedio buscaba la forma de pasar el tiempo divirtiéndome con las tonterías, maneras o figura de ciertos personajes dignos de hacer noticia. De ser posible decir todo lo que hacían y decían, habría sido cosa de nunca acabar.
El jefe de la bahía, por ejemplo, de quien yo dependía en mis actividades de transporte, era un tipo de lo más original: alto, flaco, desgarbado, de andares parecidos a los de un camunguy* y tan corto de vista que aún con lentes no distinguía a las personas; de voz chillona y desagradable, gritaba hasta para hablar, pero le disgustaba que otros hablaran en voz alta y mucho más, que hubiera ruido cerca suyo, tanto que porque el telégrafo de la proa tenía un sonido estridente, ordenó al maquinista que le quitará la campanilla: era tan nervioso que cuando viajábamos de inspección en la “Luella”, exigía a gritos que se pegara a la orilla, con riesgo de que la lancha se quedara varada o se metiera en una palizada, pues a cada instante le parecía ver bultos moviéndose en la maleza en el día y luces caminando en la noche, que seguramente fuera el viento que movía las ramas o alguna errante luciérnaga juguetona.
La primera noche que se alojó en el Palomar, no durmió ni dejó dormir a los demás; era la primera vez que llegaba a la selva y habría oído ya todos los cuentos de alimañas venenosas y salvajes, de modo que cuando salieron algunas cucarachas o algún pericote asomó, creyó que iban a atacarlo y valientemente se defendió tirándoles las botas o cuanto encontraba a mano, resistiendo heroicamente el asedio toda la noche... ¡Había que oír el relato a la mañana siguiente!...
Yo tenía que encontrarle muchos defectos, pues le guardaba rencor por haberme quitado la confortable y exclusiva habitación en el Palomar, pero reconocí, que aparte de sus locuras, era persona de buenos sentimientos, que lo demostró cuando uno de los fogoneros se quemó levemente con vapor; él personalmente, le dio los primeros auxilios con los elementos que pudo encontrar. Y le dio una semana de descanso. En el aspecto humano era una grande satisfacción encontrar tal calidad de personas, que por otro lado nos causaban hilaridad con payasadas que hacían más llevadero nuestro aburrimiento.
Una escuadrilla de aviones acuatizó sorpresivamente en el puerto y de uno de ellos bajó el comandante Narváez, quien, según nos enteramos, llegaba para comandar una expedición naval con las cañoneras “América” y “Napo”, destinada a atacar las fuerzas colombianas del Putumayo. El Comando del Agrupamiento estaba esperándolo con las cañoneras listas para partir, de modo que el comandante de inmediato tomó el comando de la “América’ y zarparon las naves, pero, con gran sorpresa nuestra regresaron al tercer día, pues fueron detenidas por las autoridades navales brasileñas y con muy buenas maneras, obligadas a regresar. Sólo pudieron llegar a la boca del Putumayo sin encontrar en el trayecto indicio alguno de buques colombianos. Si la intención había sido ir en auxilio de Tarapacá o de Gueppí, la disposición había sido muy tardía...
Ya nosotros estábamos perdiendo la esperanza de batirnos y hasta de ver algún colombiano frente a Leticia.
La noticia de Gueppí, el heroico sacrificio de Lores y de los que con él cayeron para proteger la retirada del grueso de la Compañía, quebró el hielo que estuvo congelando el sentimiento de fraternidad y la confianza mutua en las tropas del Agrupamiento de Leticia; el silencio se transformó en una sola expresión que significaba un desagravio que excedía los límites de la admiración: ¡Eran loretanos!... decían todos.
El cambio dio motivo a que en la organización de los festejos con que se debía celebrar el glorioso triunfo de la artillería, en el combate del 2 de mayo, en el Callao, se proyectara un partido de fútbol entre los de artillería y los de infantería, vale decir, entre serranos y loretanos. Pero ocurrió algo sorpresivo e inesperado que trastornó todos los planes.
La noche antes, después del toque de silencio, cuando ya casi todos estábamos acostados, se produjo un alboroto en todo el Agrupamiento: carreras, llamadas, toques de silbato… y como por un reguero de pólvora corrió la noticia del asesinato del general Sánchez Cerro, Presidente de la República, recibida telegráficamente.
Fue tremenda la sacudida que conmovió a todos, precisamente porque lo habíamos considerado el adalid de nuestra causa, en mérito a sus declaraciones, aunque en cierto momento se notó una sorda resistencia a nuestro apoyo, como consecuencia de las pasiones desbordadas por la rivalidad política, y no podíamos prever las implicancias que a nuestra campaña pudiera acarrear su desaparición. La oficialidad se concentró en la Comandancia, seguramente a comentar el acontecimiento, mientras nosotros lo hacíamos en nuestra cuadra.
Al día siguiente nos enteramos de las circunstancias en que fue victimado y el simple hecho de haber ocurrido cuando pasaba revista a los 20,000 movilizables, con los que debía conformarse las tropas que debían partir al nor-oriente, nos hizo pensar que había vuelto a lo razonable y nos hizo concebir la terrible sospecha de que fuera una confabulación de los contrarios a la causa de Leticia... ¡la Historia se repetía!... ¡luchas intestinas en el momento que necesitábamos más unión!...
Tan luctuoso acontecimiento fue motivo para que se suspendiera la fiesta programada, reduciéndose a una concentración de todas las unidades a las 8 de la mañana, en el Cuartel de la Artillería, donde el capitán Molina y el sargento Cahuas hicieron uso de la palabra, rememorando ambos el glorioso significado de la acción y el heroísmo de los que en ella se inmolaron, en cuyo homenaje se instituyó el Día de la Artillería, terminando con una exhortación a los del Agrupamiento, para, en la situación que se estaba afrontando, demostrar el mismo valor y arrojo que llevó al triunfo a nuestros antepasados.
Concluidos los discursos las unidades volvieron a sus cuarteles; solo se quedaron las delegaciones de las unidades, que habían sido invitadas al desayuno y debían regresar al almuerzo y a la comida. Tuve la satisfacción de estar en la delegación de mi Compañía.
Como singular coincidencia, en la orden del Agrupamiento, se dio a conocer la valerosa actuación del soldado Elías Soplín Vargas, en una avanzada de Guerra Valle, como a la mitad del varadero Pantoja -Gueppí, que murió en su puesto de centinela, haciendo heroica resistencia al enemigo hasta caer completamente destrozado por las balas. ¡Otro loretano que escribía con sangre una página de la historia y ahogaba en ella los infundios del general Sarmiento!... ¿Por qué diría que el soldado de la selva huye en el momento del peligro?...
Aquella noche, por disposición de la Comandancia, a la hora de lista, se hizo un minuto de silencio en todas las Compañías, en homenaje a Elías Soplín Vargas, mientras el corneta arrancaba al instrumento las notas caprichosamente dolorosas que envolvían todo nuestro ser como sollozos, anudando las gargantas.
Pero para nosotros la guerra nunca empezaría. Todo se reduciría a ejercicios y alarmas infundadas, como cuando aparecieron dos aviones en forma sorpresiva en la frontera brasileña, pero no tanta como para que en un abrir y cerrar de ojos no estuviéramos en nuestros puestos, con los fusiles listos, las ametralladoras con su cinta y los cañones antiaéreos apuntando en esa dirección, prontos para disparar... Pero los aviones no pasaron del límite y sin que pudiéramos identificarlos dieron vuelta y desaparecieron dejándonos con el suspenso. Pero algo habíamos comprobado: que estábamos alerta y el enemigo no logaría sorprendernos.
Seguían llegando, como despojos que arrastra una tempestad, los enfermos del Cotuhé, tan graves y en tal estado que el corazón se encogía de dolor al verlos. Algunos llegaban y... morían... ahí estaba el cadáver de Vicente Saboya Guerra... ¿soldado?... ¿carguero?... ¡Qué importaba!... Le había tocado el turno de rendir su vida en holocausto a la Patria...
Todos los cargueros regresaban con la misma carga de dolor y sufrimiento; por lo escuálido de sus cuerpos y la lividez de sus rostros parecían cadáveres... ¡Qué diferencia cuando se fueron!... robustos, alegres, rebosando vitalidad, energía y entusiasmo por la idea de estar defendiendo su tierra, que al fin la habían rescatado.
Si un monumento tuviera que perennizar la abnegación, el sacrificio, el valor derrochado en el infortunado conflicto por el rescate de Leticia, seria el carguero el símbolo que lo representara; se entregó sin condiciones, abandonándolo todo, se sujetó a las más adversas circunstancias y temerariamente arrostró, sin protección, sin armas, sin adiestramiento, la inclemencia de la naturaleza, los peligros de las enfermedades, las balas enemigas.
Se les dio el nombre de cargueros, porque en una región donde todo es selva y ríos, ellos, sobre sus espaldas, tenían la única forma de transportar cualquier tipo de carga. Moradores de las riberas, gente sencilla e independiente, dedicada a la primitiva agricultura, a la caza, a la pesca, con riqueza en sus manos, pero sin elementos ni técnica para explotarla; nada hicieron por ellos los gobiernos, porque hasta las escuelas están fuera de su alcance y difícil les es llegar hasta ellas o enviar a sus hijos. Ama su tambo, su tierra, su chacra, sus aves; es feliz en su ignorancia porque se siente dueño de lo que le rodea, dueño de su destino, dueño de su libertad.
Llegó hasta ellos el grito de auxilio de sus amigos, de sus vecinos... ¡el grito del pueblo!... y abandonaron sus hogares, sus hijos, su familia... ¡lo abandonaron todo para acudir al llamado de la Patria!... Para cada expedición se presentaban 30 ó 40 mocetones, fornidos y animosos, con la confiada sonrisa en los labios, característica de los hijos de la selva; sabían que sólo ellos eran capaces de transportar 60 o 70 kilos de carga sobre sus espaldas; que sólo ellos, así cargados, podían resistir largas caminatas, por entre tahuampas*, cortaderas, vacilantes puentes de troncos caídos, muchas veces con el agua a la cintura y comiendo una sola vez si tenían de qué.
Si llovía se quitaban el harapo que les servía de camisa y el agua se deslizaba sobre sus bronceadas espaldas como por entre duros troncos, sin que ese torrente, o los ardientes rayos del sol que curtieron su cuerpo y les hacía verter fuentes de sudor, hicieran mella en su recia naturaleza.
Y al fin de cada jornada, cuando las sombras de la noche envolvían la selva amenazante; su comida se reducía a un poco de “fariña”, un pedazo de paiche o carne seca del monte y su lecho era el húmedo suelo... ¡Qué le importaba al carguero toda esa dureza si le habían dicho que de nuevo era suya la tierra que le había sido arrebatada y tenía conciencia de que estaba ayudando a defenderla!...
Pero el clima es traidor, el paludismo se iba adueñando de ese organismo mal tratado, su cuerpo iba perdiendo sus defensas, iba desgastándose rápidamente... y su regreso se convertía en una peregrinación de dolor... Los cargueros sanos conducían a los soldados enfermos, los cargueros enfermos tenían que caminar penosamente, arrastrando su sufrimiento en un desesperado esfuerzo para no rezagarse de los demás; la caravana iba alargándose... alargándose... iban quedándose agotados y tenían que dormir donde la oscuridad ya no les permitía seguir... detrás, en actitud de acecho, caminaba el tigre, cuyos sordos rugidos llegaban hasta la caravana... esperando que alguno se descuidara o cayera exhausto, sin aliento, para lanzarse sobre él y devorarlo...
Y la caravana seguía... los que podían llegar hasta el tambo final esperaban unos días... luego se iban... los otros... dejaron con sus cuerpos pasto a los tigres y a los cuervos y con sus huesos, un jalón más para nuevos expedicionarios, que dirían al ver los descarnados huesos del carguero desconocido: ¡faltan dos horas para llegar a Agua Blanca!...
¿Quién sabe cuántos cargueros han muerto?... ¿En cuántos hogares de las riberas se esperó inútilmente el retorno del padre... del hijo... del hermano?... ¡Nadie sabe dónde están... nadie sabe qué fue de ellos!... ¡No se sabe quiénes fueron!...
No han sido las balas enemigas las que quitaron la vida a estos humildes defensores de su suelo... ¡no fueron ni el plomo ni el acero!... sus nombres no se grabaron en la historia con el de aquellos que cayeron entre el fragor del combate y el estruendo de la lucha..
Vicente Saboya Guerra también solo tuvo como campo de batalla el infierno del Cotuhé y un rincón del hospital, donde hasta el aire era miserable y parecía complacerse en atormentar al doliente. La luna brillaba con tristeza en el firmamento, lejos, se oían los lamentos de una guitarra y una voz ronca y triste, lanzando al viento los versos de un valse criollo, las risas de los bailarines, los gritos de los mirones, casi apagaban la voz del cantor y el bordonear de la guitarra...
Y ahí estaba un humilde defensor de su rescatado suelo, sobre la misma tarima que le sirvió de lecho; sus vestidos desgarrados pregonaban sus fatigas, sus pies desnudos, vueltos penosamente hacia los lados tenían una transparencia que enseñaba los huesos, su rostro y su desnudo pecho mostraban la palidez del bronce, una mano piadosa juntó las suyas en un gesto de imploración hacia el misterio; cuatro velas adheridas con su propia cera a los ángulos de la tarima, convertida en sencillo catafalco, eran las únicas que lagrimeaban silenciosamente llorando por el muerto; solo ayes y quejidos quebraban el silencio... eran los otros enfermos, quizá pronto quedarían inertes en sus tarimas...
Y a lo lejos seguía oyéndose la voz enronquecida del cantor, el bordón de la guitarra, los gritos de los que miraban, las risas de los que bailaban... ¡Qué les importaba a ellos la muerte!

En el “Adolfo” llegó sorpresivamente la novia de Juan José, el que, de ninguna manera podía habérselo imaginado. El hombre se sintió transportado al quinto cielo, lo que era muy natural, porque la veía después de siete meses.
Lo indignante fue que los oficiales, al ver una chica tan guapa y creyéndose por sus galones, merecedores de especial atención, empezaron a asediarla con sus requiebros, interrumpiendo con su presencia el coloquio de los enamorados; hasta pretendieron aislar a Juan José rodeando a la chica, pero ella, con toda delicadeza, consiguió vencer tan torpe estrategia y eludir tanta pesadez e impertinencia.
El barco regresó por la noche. La fugaz presencia de su novia despertó en el alma de Juan José nuevas esperanzas, reavivó en su corazón la llama que estaba ardiendo, pese al tiempo y la distancia y sintió crecer más que nunca su ansiedad por regresar.



CAMUNGUY*.- Ave zancuda de torpes movimientos.

TAHUAMPAS*.- Grandes extensiones de selva expuestas a la inundación periódica regular y a la acumulación de limo, arena y sedimentos.

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