viernes, 19 de septiembre de 2008

EL RESCATE DE LETICIA-Novela de una frustración loretana

XXXIII

¡El Consejo de Guerra!... ¡Que espanto!...
Fuera de la Comandancia, en el patio frontal, una doble fila de soldados armados en correcta formación haciendo relucir al sol sus brillantes bayonetas; el teniente que los mandaba, erguido como un poste, con la espada vertical empuñada a la altura del cinturón, no pestañeaba siquiera... Dentro, los oficiales, serios, circulando apresuradamente en silencio... Cuchicheos... Nerviosismo...
El Consejo se reunió a las 9 de la mañana; vagamente nos enteramos de cómo se desarrolló: leyeron las declaraciones y cargos hasta la una de la tarde, a esa hora entraron en receso, el que se prolongó hasta las 4, para que los oficiales almorzaran; a esa hora volvieron a reunirse. Nosotros permanecimos cerca de la Comandancia, esperando alguna novedad hasta las 11 de la noche; ellos continuaron.
Algunos habían tenido oportunidad de oír algo; dijeron que la defensa estuvo brillante, pero, pasaría mucho tiempo antes de llegar a nuestro conocimiento la sentencia y su posterior revocatoria; algunos hablaban de absolución, ¡otros de 6 años de cárcel...! ¡Bah!... con haberles mandado a su casa a los tres habría sido suficiente.
¿En qué otra ocupación hubieran podido ganar lo que estaban ganando sin hacer algo útil?...
Hubiera sido interesante escuchar las declaraciones y argumentos de Díaz y como justificó su actitud, pero no creo que se haya atrevido a esgrimir como atenuante la “falta de espíritu de los soldados de la selva”.

La vida del Agrupamiento seguía siendo rutinaria, poco a poco íbamos perdiendo el interés por la verdadera actividad del soldado; los fusiles ya nos parecían un estorbo, los servicios de guardia una molestia insoportable, los ejercicios una pantomima y estábamos ansiosos de que se resolviera la situación cuanto antes.
Sabíamos que las negociaciones diplomáticas marchaban pésimamente para el Perú, pues según las versiones periodísticas los diplomáticos colombianos insistían en la validez del tratado Salomón-Lozano, sosteniendo el principio de la intangibilidad, de la santidad de los tratados y como consecuencia el incidente de Leticia lo tomaban como asunto de carácter nacional interno de Colombia.
Para entonces, dueños de Tarapacá y de Gueppí, donde habían dado una demostración de poderío que no fuimos capaces de responder, todas sus fuerzas estaban concentradas en el Putumayo. Quizá en Leticia hubiéramos dado la respuesta adecuada, pero no se atrevieron a atacar.
En estas circunstancias llegó de nuevo el comandante Narváez, para reemplazar en el Comando del Agrupamiento al comandante Calderón, quien debía viajar a Iquitos obedeciendo una llamada del Comando de Operaciones del Nor-oriente. No podíamos suponer cuales fueran los motivos, pero teníamos la esperanza de que fuera para recibir instrucciones acerca de medidas destinadas a mantenernos firmes en la posesión de Leticia.
Como para reafirmamos en esta esperanza, la Primera Compañía del Batallón Nº 17, al mando del teniente Vásquez Jaña, se embarcó aquella noche con destino al Cotuhé a relevar a la Primera Compañía del Batallón Nº 19, cuyo efectivo, casi en su totalidad, estaba atacada de paludismo. La despedida fue el despertar de un sentimiento que se estaba adormeciendo; una nueva expresión de fe en nuestra causa y en el triunfo de nuestras gestiones diplomáticas, hurras de aliento por los expedicionarios, vivas a la Patria y a Leticia peruana... la banda de músicos tocaba interminablemente la marcha “Leticia”, cuyas notas corrían como llamaradas por mi piel... Recordé con tristeza la noche de mi partida, cuando por primera vez me separé de mi novia...
Y cuando el barco partió volvimos los de nuestro grupo a la cuadra, en silencio, como presintiendo que también ellos, igual que los que antes habían partido llenos de entusiasmo, pronto volverían enfermos, macilentos, decepcionados por el abandono o como los de Gueppí, sacrificarían sus vidas, faltos de armas y de auxilio. Éramos 7, mal número según muchos, pero lo arreglamos inmediatamente con un par de botellas que aparecieron como por una invocación y contenían algo que no era agua, pero refrescaba agradablemente, no era perfume pero despedía unos vapores que embriagaban dulcemente y en unos minutos transformamos nuestros tristes presagios en la mayor alegría, ahogamos nuestras dudas y olvidamos nuestros fracasos. Recordamos a los ausentes y al extinguido “Estado Mayor” y en su homenaje titulamos a nuestro grupo “los 7 amigos del 19”, declarándolo indisoluble.
Nos disponíamos a acostarnos, y llegó Acosta que había estado de guardia e igual que nosotros iba a hacer lo mismo, cuando entró un cabo completamente borracho; miró a todos lados y al ver a Acosta tendido en su tarima, lo creyó dormido, se acercó y le gritó:
- ¡Oye carajo!... ¡Por qué no bajas el mosquitero para dormir!
- Hace mucho calor, fue la contestación de Acosta, sin moverse ni mirarlo siquiera.
- ¡Obedece concha tu madre!... ¡Baja el mosquitero!
Acosta hizo ademán de incorporarse al oír el insulto; pero luego se quedó inmóvil, aparentemente sin darle importancia a la orden del cabo, pero este insistió:
- ¡Si no te levantas a bajar el mosquitero te voy a jalar de la tarima!... ¡uno!... ¡dos!... ¡tres!... ¿No me obedeces carajo?... ¡Salte de la cama junagramputa!...
Acosta, quien sabe porque causa, estaba de mal humor, miró indignado al cabo y lentamente se sentó al borde la tarima.
- ¡Cuádrese carajo!... ¡Está hablando con un superior!... - gritó el cabo.
Estaba poniéndose de pie, evidentemente con la intención de hacer cualquier barbaridad, cuando felizmente entró el primero Dávila, quien ya había mandado a dormir al borrachito de otro sitio donde estuvo armando escándalo y salvó la situación, pues Acosta ya había cogido al cabo por un hombro y le iba a conectar un puñetazo a la mandíbula, con lo que se hubiera embarcado en un lío... ¡Otro Consejo de Guerra, que se había puesto de moda!
Dávila intervino con cuatro carajos al cabo mandándolo a dormir con otros tantos empujones, quien solo atinaba a decir:
- ¡Sí mi primero!... ¡Sí mi primero!...
Al principio no comprendía porque los cabos habían de ser los más impertinentes y con raras excepciones, los más brutos; no podíamos conversar con ellos porque se “chupaban” y ellos no hablaban con nosotros más que para hacerse obedecer. Esto nos limitaba solo al saludo, militar por supuesto.
El sargento ya es otra cosa, parece que asciende precisamente por ser más listo, más inteligente... podría decirse más gente. Tuvimos muy buenos sargentos, como militares y como amigos.
El primero, sargento primero, más propiamente, ya es casi un oficial. Excepto uno, que en los primeros días de nuestra aventura trataba de quemarnos la paciencia, todos resultaron muy buenos amigos y perfectos caballeros; era lógico, estaban en vísperas de ser oficiales.
Pero aquí venía el contraste, parecía que algunos se descomponían o a nosotros nos tocó la escoria.
Volviendo a los cabos, parecía que todos nos guardaran inquina y nunca atiné qué habríamos hecho para merecerla; quizá porque con franca sinceridad les señalábamos algunas de sus barbaridades, con la sana intención de que las corrigieran, lo que ellos nunca fueron capaces de comprender.
Arístides Lozano, uno de los 7, tenía dos cabos que lo querían como si alguna vez, intencionalmente les hubiera pisado un callo, uno era el cabo Joel, que quería tenerlo siempre presente en todas las guardias y las imaginarias y el otro el cabo Vela, más conocido como “El Colorado”, por su rubicunda faz y su característica nariz de borracho. Ambos lo tenían tan marcado, que Lozano tenía que estar con ellos, si no estaba lo hacían buscar y si no lo encontraban lo castigaban. A ese paso Lozano tenía una alternativa: iría a resultar un desertor o un perfecto soldado... Resultó lo último, porque cuando concluyó el conflicto, él ya había ascendido, llegó a sargento y a trabajar en la Comandancia de la V División.
Cuando estaba borracho el cabo Vela, lo que ocurría con desconsoladora frecuencia, tenía unas de concurso: se ponía a dar instrucción a un grupo de combate, en el que, ineludiblemente tenía que estar Lozano. Con los ojos nublados por la borrachera, no se daba cuenta de que uno a uno se le iban “cabreando” los soldados, hasta que solo quedaban 4 o 5, entre los que tenía que estar Lozano, que era el único que no podía escapar, porque Vela no miraba a otro que a él. Y seguía mandando:
- ¡Grupo... de frente... marchen!
Se le iba otro y el colorado notando que disminuía su tropa:
- A ver... ¿cuántos hombres hay? - preguntaba.
- ¡Treinta, mi cabo! - le contestaba Lozano.
- ¿Estás seguro? - insistía Vela, tratando de convencerse de que no le engañaban sus nublados ojos- ¡Bueno!... la sección está completa... entonces... ¡Sección!... ¡En columna de a tres!... ¡De frente... marchen!
Escapaba uno más que no podía ser Lozano y extrañado mandaba:
- ¡Compañía!... ¡Alto!... qué pasa... dónde están los otros...
- Han ido a tomar agua, mi cabo - le aclaraba Lozano, que con otro soldado es todo lo que queda del grupo de combate.
- ¡Bueno!... No importa... seguimos marchando... ¡De frente...! ¡Marchen!
Se escapaba el otro y había que ver a Lozano, solito tirando planta en todo el sol, para que el cabo Vela luciera su voz.
- ¡Bueno! - decía al ver solo a Lozano - mejor vamos a hacer academia.
El cabo Vela a todo esto, en el máximo de su concentración alcohólica, se sentía capaz de todo.
- A ver - se dirigía a Lozano que pacientemente lo escuchaba - tu estás de centinela y ves que el enemigo se acerca. ¿Qué haces?
- ¡Yo corro!
- ¡Pero hombre! - se lamentaba Vela - ¡Como vas a hacer eso!... ¡Como vas a correr!... ¿y tu fusil?
- Lo boto por ahí para que no me estorbe.
- ¡Ay Dios mío! - volvía a lamentarse - No se ha de poder contigo... mejor es que aprendas a marchar... ¡A ver!... ¡De frente... marchen!

Dositeo fue el único que trató de ascender, pensando entonces agarrarse a golpes con esos cabitos de pacotilla, logró el ascenso, pero no creo que haya llegado a cumplir su deseo de revancha.
La postergada fiesta de la artillería se realizó como 10 días después iniciándose con una parada de todas las fuerzas del Agrupamiento, frente a la Comandancia, para
el saludo a la bandera, al que siguieron nuevas alocuciones a cargo de distinguidos artilleros, sobre el imperecedero significado de la gloriosa acción y concluyó con el desfile de todas las unidades. Todo esto por la mañana.
Por la tarde se realizaron juegos de gymkana y para cerrar la fiesta se realizó el proyectado partido de fútbol entre los equipos de la infantería y la artillería. Pero no pudo terminar porque la pelota fue desinflándose hasta que casi parecía una vejiga y se suspendió faltando 20 minutos para el tiempo reglamentario, ganando nuestro equipo por 4 a 2. De haber concluido habríamos ganado, pero el jurado creyó proceder salomónicamente declarándolo empate y repartiendo el premio entre los jugadores de ambos equipos; no nos quedó otra alternativa que sujetarnos al fallo... ¡Un sol para cada jugador!...
Lo único malo fue que los serranos dejaron huellas visibles y dolorosas de su brutalidad en nuestras piernas.

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