viernes, 26 de septiembre de 2008

EL RESCATE DE LETICIA-Novela de una frustración loretana

XXXV


Se iba a despejar la incógnita que nos torturaba; corrían insistentes rumores de que Leticia debía ser evacuada y nuestro regreso estaba cercano. El R-10 había llegado repleto de oficiales de alta graduación y entre ellos había vuelto el comandante Calderón. Se decía que la misión de tan distinguida delegación era planear y poner en práctica la evacuación y una de las primeras señales que confirmó la versión fue la orden de destrucción de las trincheras y de los emplazamientos de los cañones, que la Compañía de zapadores empezó a volar. Las explosiones de las cargas, por todos lados, destruían las fortificaciones que tanto sudor y fatigas costó a la tropa. Era penoso ver lo que estaba ocurriendo... Dos días después todo era ruinas, escombros y embudos, dando la impresión de que realmente Leticia hubiera sido bombardeada.
Las minas colocadas en el río igualmente se hicieron explotar, pero, de las diez que fueron fondeadas, solo dos explotaron levantando montañas de agua, otras dos fueron menos notables y las seis restantes no se notaron absolutamente. Ese había sido el más grande “bluff” de nuestra campaña y muy posiblemente el motivo fundamental porque los buques colombianos no se atrevieron a acercarse a Leticia.
Y era para reírse recordando que cuando pasaba el capitán brasileño Yucá, guiaba personalmente el buque de la Amazon River, haciéndonos la jugada de seguir a la lanchita “Atahualpa”, comandada por el chato Raygada, que hacia más eses que cuando estaba borracho.
Cuatro días después los enfermos recibieron la orden de equiparse y estar preparados para embarcarse en uno de los “cruceros” que debía llegar de un momento a otro y no nos sorprendió, un poco más tarde, ver corriendo como caballos desbocados por las calles de Leticia, a los de la banda de músicos. No había que esforzarse mucho para suponer que también habían recibido la orden de embarcarse en el mismo buque.
Fuimos a verlos a todos para despedirlos. En una sola cuadra estaban juntos e impacientes, los de la banda y los de la Tercera y Cuarta Compañía; en todos los semblantes, incluso en el pálido y demacrado rostro de los enfermos se veía una luminosa sonrisa, un destello de felicidad. No podía ser de otra manera, pues regresaban a sus hogares y esa ansiedad les hacía olvidar momentáneamente el sufrimiento físico, el triste resultado de nuestra campaña y la quiebra total de las caras esperanzas del triunfo de nuestra causa. No les dijimos adiós sino hasta pronto, porque sabíamos que en breve volveríamos a vernos. Todos se embarcaron tan pronto como llegó el “Alberto”, que ya era “crucero” y volvió a zarpar inmediatamente.
Nos quedamos y nuestra tristeza aumentó con una noticia desconcertante: resultó al final de cuentas que la tal Comisión de Evacuación, por el simple hecho de que estábamos sanos, determinó que no regresáramos a Iquitos, sino fuéramos trasladados a Ramón Castilla... como quien dice... ¡al infierno!...
Si siquiera nos hubieran destinado a Caballo Cocha, no nos hubiera contrariado tanto, pero... ¡a Ramón Castilla!... donde las casas estaban en peligro de ser arrastradas por el barranco, donde el terreno era una playa fangosa, donde abundaban los zancudos, tanto como los malos políticos en el Perú... teníamos en perspectiva vivir como las garzas en las playas, con un pie levantado para no mojar los dos al mismo tiempo.
No tenía explicación nuestra permanencia en la frontera si habría sido para defenderla, para hacernos matar... bueno, hubiera tenido sentido y justificación, pero el enemigo no nos quería matar, por lo menos no nos quería matar a tiros, porque sin ellos hacer ningún esfuerzo, sin disparar un solo tiro, teníamos para morirnos de vergüenza...
Teníamos que esperar en Ramón Castilla hasta que algún desocupado tuviera la ocurrencia de preguntar por el Batallón Nº 19 y le saliera del vientre la humana idea de hacerlo relevar. Mientras tanto nos entretendríamos en obedecer a los oficiales y acabar con los zancudos, ya que no podíamos hacerlo a la inversa.
No sabíamos cuánto y qué había que esperar todavía; “los 7 amigos del 19” empezaron a disgregarse: Teodorico se iba a Caballo Cocha y... Dositeo, al parecer por cuestiones sentimentales se marchaba en comisión al Cotuhé.

El amor es una enfermedad; no mata pero consume, cuando quien la sufre no logra apoderarse del microbio que es la causa; es más peligrosa cuando el microbio ataca dos, tres o más pacientes a la vez; peor aun cuando el microbio no se deja atrapar por el primer paciente y cae con el primer advenedizo y llega a lo más grave, cuando el microbio es perverso, se deja atrapar por todos menos por el que está más afectado.
Es un microbio muy singular: cuando se le busca no se le encuentra y otras veces sin uno buscarlo, tropieza con él y se infecta.
Este fue uno que no buscó el amor, digo el microbio y se le prendió; le atacó en tal forma que lejos de consumirlo parecía darle más vida, pero un día fue llevado lejos, arrastrado por una ola que entonces llamaron patriotismo, pero la transformaron en engaño, sintiendo en su corazón la nota triste de la ausencia y llevando en su pensamiento el deseo de volver.
Pasaba el tiempo y el microbio desde lejos, parecía no atacarlo mas que a él... y el soñaba, se perdía en nubes de ensueño y silencios de ilusión; caminaba a tientas con la luz de sus recuerdos, no miraba mas que de lejos, donde estaba su microbio.
Un día hasta él llegó un rumor... Que el microbio que fue causa de su mal, había sido atrapado al tratar de enfermar otro corazón, que su muerte fue sabida en todas partes y su entierro fue un destierro... Al saberlo sintió morir de dolor... la sonrisa de esperanza ante el soplo de esa nueva en sus labios se enfrió... el brillo de sus ojos, como el sol que se oculta acosado por la noche oscureció convirtiéndose en sombras de amargura...
Un amigo le contó con detalles que sangraron mas aun su corazón oprimido por el puño de la pena, como fue que cierto día su microbio al atacar una nueva víctima, resbaló, cayó, se dejó atrapar... y al darse cuenta era ya cadáver...
Al oírlo de dolor enloqueció y “partió, llevando en su amargura, el cruel recuerdo de esa aventura”... ¡al Cotuhé!... rumbo al olvido y al paludismo, con fines suicidas, porque quien allá iba no regresaba íntegro, pues lo que de sangre y pellejo le dejaban las fiebres... se lo quitaba el camino...
No avisó que partía ni se despidió de sus amigos y a bordo de la lancha que lo conducía, entre latas de galletas y sacos de comestibles, trató de hundirse en el sueño de los tragos, supremo consuelo de los que sufren y quieren olvidar...
Y cuando sus ojos se cerraban, cuando con la imaginación empezaba a trasladarse a las regiones del embrutecimiento y del no ser, oyó una voz que le llamaba... creyó estar soñando y contestó... y la misma voz cantó:
Putun, putun, palomita
Putun, putun, palomita
ya no hay la vaca ceniza...
¡ay si!...

Despertó furioso con ímpetu de romperle cualquier cosa al importuno que le recordaba su desdicha... ¡Teodorico Oyarce miraba inocentemente el panorama!...

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