sábado, 31 de mayo de 2008

EL RESCATE DE LETICIA-Novela de una frustración loretana

IV

Desde nuestra entrada al Putumayo la monotonía se tornó desesperante; desayuno, academia, almuerzo, academia, comida y a dormir; todos los días, con la regularidad de lo inevitable, los clases nos repetían la instrucción militar: lo de la gran guardia y el pequeño puesto lo teníamos tan grabado en la memoria que nos parecía estar oyéndolo hasta dormidos; lo irremediable era que había que escucharlos haciendo cada bostezo que amenazaba desarticularnos la mandíbula y pellizcándonos mutuamente para que el sueño no nos venciera; al paso que íbamos teníamos que resultar unos soldados académicos de primera categoría: ya conocíamos el fusil Mauser-y una vieja ametralladora que no tenía ni marca pero la llamaban Maxim-como el forro de nuestros pantalones; podíamos desarmarlos y armarlos hasta con los ojos cerrados e incluso llegamos a competencias para ver quién lo hacía con más rapidez. Navegábamos a una marcha desesperante de lenta, disfrazando nuestro aburrimiento con anécdotas, bromas y chistes; los toques de corneta quebraban de cuando en cuando nuestro hastío para anunciar rancho, instrucción, fajina, rancho otra vez, otra vez instrucción y así, hasta que llegaba la noche y con ella un poco de silencio, quietud y ansiedad de soñar, pues el sueño trae a la imaginación lo que la realidad le niega. Yo sentía a la noche como compañera y confidente y en su penoso silencio que solo turbaba el ruido del agua cortándose en la proa del buque y el sordo rumor de las máquinas hundía mi recuerdo de horas más felices, rogando con todo fervor me fuera permitido volver pronto. En cierta forma varió nuestro aburrimiento cuando casi todos los del “Estado Mayor” fuimos destacados al Comando, según dijo alguno de los nuestros-nada modestamente- “atendiendo a nuestra inteligencia”. Con tal motivo nos tuvieron el primer día de nuestra designación, todo íntegro, en la toldilla* del buque, haciendo práctica de señales con banderas; el sol esplendoroso nos quemaba despiadadamente, pero tuvimos que soportarlo hasta que el toque de rancho nos sacó temporalmente del suplicio, muy en buena hora, porque el sol de la selva es más ardiente al mediodía y nos podía provocar una insolación. A nosotros sólo nos avivó el apetito y luego de breve descanso volvimos al infierno, que por suerte fue disminuyendo su fuego a medida que avanzaba la tarde y el sol declinaba. Tuvimos otro día de gran expectación. Todas las naves acoderaron a un barranco inmediatamente después del desayuno; se oyó llamada de honor y los oficiales de toda la expedición empezaron a transbordarse a nuestro barco, que por llevar al Comando era el buque insignia Se trataba al parecer de formular el plan de combate y a juzgar por el demudado rostro de algunos oficiales, que necesariamente tenían que pasar por nuestra vista para subir a la cubierta de primera, pensamos y hasta creímos que el asunto revestía gravedad e iba por lo serio, aunque algo me hacía presentir que no era para tanto. No se pudo escuchar de qué hablaron, porque se encerraron en el salón comedor del buque y después de un largo conciliábulo, entre humo de cigarrillos y espuma de cerveza, en torno de las largas mesas del comedor, cada quien se fue a su lugar, dejando sólo las humeantes colillas y los vasos sucios. Poco rato después bajó nuestro capitán y a grandes voces mandó formar; hizo, deshizo, volvió a hacer y deshacer una serie de combinaciones con el personal de nuestra compañía, para conformar secciones y nosotros como muñecos... ¡Venga acá!..: ¡Vaya allá!... ¡Quédese aquí!... ¡No se vaya allá!... ¡Usted pertenece acá!... ¡Usted pertenece allá... Después de largo rato creyó solucionado su problema y desapareció... Se nos atrasó el almuerzo y perdimos tiempo hasta las dos de la tarde. A esa hora empezamos de nuevo a navegar. La tripulación de todos los buques recibió su respectivo fusil y 60 cartuchos; debió dárseles instrucción, pero no la vimos, porque estoy seguro que algunos de ellos nunca vieron un fusil ni de juguete. Una madrugada nos despertó una pitada larga del barco, que según el código establecido significaba “veo luces” y como las luces podrían anunciar la presencia de alguna nave, todos nos levantamos con la mayor precipitación; estaba amaneciendo y aún no se veía bien, pero comprobamos que se trataba de la “América”, acoderada a un puerto y cerca de ella vimos un hidroavión Stearman, pintado especialmente para camuflarlo. Encostamos junto a la cañonera y algunos oficiales la abordaron; estábamos a la expectativa cuando vi a Guillermo Gutiérrez, quien al vernos se transbordó a nuestro buque, con el ánimo de cambiar impresiones. Según nos dijo, se había alistado en la Armada y estaba desempeñando el cargo de radiotelegrafista. Entonces no sabíamos que fuera exageración, pero nos contó que estaba enterado por ciertos informes, que en “El Encanto”, un antiguo centro de operaciones de la época de los caucheros, estaban concentrados 300 hombres de tropa colombiana de línea, perfectamente armados y esperándonos, a los que teníamos que “entrarles” con todo brío para vencerlos; también nos contó que había escuchado por radio, una conferencia sustentada por un diplomático colombiano, el Dr. Lozano, en la cual había propuesto un arreglo pacífico al conflicto. Lo escuchamos con atención y en lo que se refería a nosotros le aseguramos que estábamos resueltos a todo. Esa misma tarde encostamos en un puerto para embarcar leña, que el barco necesitaba como combustible; había una enorme cantidad arrumada ordenadamente en lotes de 100 trozos, de los que embarcamos 6,000, conduciéndolos sobre nuestros hombros; muchos renegaban de su suerte, por lo bajo, pues no podían hacerlo de otra manera; otros hacíamos el trabajo con resignación, ya que no había otro remedio, pero algunos lo hacían como la cosa más natural, quizá por entusiasmo o quien sabe si por costumbre. Había quienes estábamos decididos a soportar toda clase de vicisitudes y lo estábamos probando, pero había otros que por su especial modo de ser lo tomaban a juego no se amargaban ni se arredraban, buscando sólo el lado alegre de las situaciones. Bardalez Arce era uno de esos raros ejemplares; prototipo del escéptico y despreocupado, todo lo miraba como a través de un prisma jocoso y nunca pude advertir en él un gesto de contrariedad, tristeza o abatimiento; su acento siempre estaba impregnado de un dejo burlón que a nosotros nos resultaba agradable, pero exasperaba a los que no le tenían simpatía. Cierto día, cuando lavó y puso a secar la única camisa que le quedaba, pues la otra se la robaron, el viento la llevó de la borda, sin que los que estábamos cerca pudiéramos evitarlo, la vimos alejarse y hundirse lentamente entre el oleaje que dejaba el barco; él dormía plácidamente en su hamaca, después del almuerzo y cuando empezó a llover se levantó presuroso pensando recogerla, pero se encontró con nuestra noticia. ¡Oh! -exclamó-me hubieran avisado para no despertarme, y se acostó de nuevo sin dar importancia a no tener más que la chaqueta sobre el cuerpo. Nunca llegué a enterarme cómo resolvió su problema, pero estaba seguro de que lo hizo en la misma forma que cuando le robaron su morral con todo su servicio de comedor y algo así como 50 cartuchos, pues como no tenía canana los guardaba de cualquier modo; lo supuse después-porque nada dijo ni reclamó-cuando lo vimos con dos morrales, abundante servicio de comedor y ofreciendo munición a quien le faltara. Durante la noche se habría subido a la cubierta de primera donde viajaba la cuarta compañía y tomó lo que necesitaba como si lo estuviera haciendo del arsenal o de un almacén de abastecimientos. Pero no faltaban nubes que querían ensombrecer la resignada tranquilidad que con mucho esfuerzo tratábamos de mantener. Los compañeros y todos los de la compañía nos trataban fraternalmente, con mucha consideración y respeto, Ghersi siempre estaba en nuestro grupo-más como amigo que como superior, pese a la notable diferencia de jerarquía militar-todo lo que provocaba en otros clases cierto despecho o acaso envidia. El primero, de la cuarta compañía, aunque nada tenía que ver directamente con nosotros, porque pertenecía a otra unidad, no podía ocultar en sus miradas el rencor gratuito que nos guardaba, o acaso, intuitivamente, nos relacionaba con las prendas y munición que faltaba a alguien en su compañía; en cualquier momento y sin motivo lo veíamos rondando cerca nuestro, mirando amenazadoramente y sin perder oportunidad de lanzarnos indirectas, como provocándonos a quebrar nuestra esperanza de no tener líos con los superiores. Otro que se nos prendió fue un sargento, no podría decir de qué unidad; no atinaba a comprender como siempre era él quien ordenaba la formación de toda la tropa a la hora del rancho, pese a que las secciones estuvieran con sus respectivos sargentos, muy vigilantes para que ninguno recibiera doble ración. Vio que nuestro amigo, el cocinero de los oficiales, nos dio de esa ración y empezó a vociferar y a darnos empujones… ¡Fuera de aquí!.. . ¡No se salga de la fila!... ¡Si recibe rancho de oficiales, lo voy a castigar!... ¡Devuelva esa comida!... Tratábamos de eludirlo, pero él seguía vigilándonos, no sabría decir si por perverso, envidioso o exigente de la disciplina; hasta que el cocinero, sospechando del porqué de tanto celo por la comida de los oficiales, le alcanzó un plato rebosante de ella y logró que se callara, quizá porque se le llenó la boca. De ese modo en los días siguientes, primero recibía el sargento aquel su ración de oficiales, y luego nosotros, sin que por eso dejara de gritar y mortificarnos, pero con menos agresividad e insistencia, a lo que nos acostumbramos y hacíamos oídos sordos. La escala se completaba con el cabo “Pajarito”, éste sí de nuestra sección. No sé por qué le aplicarían una chapa tan simpática a un tipo con apariencia de gallinazo remojado, de hablar gangoso que recordaba su graznido y acentuaba el parecido, resultando ridículo y chocante, sobre todo en las voces de mando; el tal “Pajarito” se daba tantas ínfulas con su miserable galón de cabo, que exigía a cada encuentro-que por desgracia a bordo eran constantes-se le dijera “mi cabo” y se le saludara militarmente. Un día que Bardalez Arce por dos veces consecutivas no cumplió con esas demostraciones de respeto a su alta graduación, lo paró y gritó con su gangosa voz: -¡Soldado Bardalez!... como vuelvas a pasar sin saludar, te voy a enseñar a patadas el debido respeto a los superiores. Bardalez se quedó mirándolo cachazudamente; tenía un solo zapato puesto y el otro lo llevaba en la mano, para que el maquinista le machucara un clavo que le estaba maltratando el pie; de pronto haciendo equilibrios se puso precipitadamente el zapato que le faltaba y sin atarlo se cuadró juntando sonoramente los tacones, hizo ademán de saludar militarmente y simuló darse cuenta de que no tenía prenda de cabeza, quitó su sombrero a uno que estaba cerca, se lo puso y saludando grotescamente dijo: -¡Disculpe, mi cabo!... ¡El patear es acto muy natural en los burros, dicen que en muchos cabos y sargentos y no digo oficiales porque sería incorrecto hablar de oficiales cuando se habla de burros! El cabo pajarito se quedó embobado y pareció no entender lo que dijo Bardalez; éste seguía en posición de atención y saludando, pero en actitud que provocaba risa. -¡Descanso! —mandó con aire de satisfacción y se retiró. Nosotros seguíamos riendo con la ocurrencia de Bardalez. Ya habíamos navegado 10 días en el Putumayo y según se decía pronto íbamos a llegar a la boca del río Caraparaná, donde debía realizarse el encuentro. ¡Ni que hubiera sido cosa convenida o cita de caballeros para un lance a lo Cabriñana! Pero, así sucedieron las cosas. Con ese motivo dos días antes empezaron ciertos preparativos: en el puente de todas las naves se colocaron sacos repletos de arena a modo de trincheras, se cubrieron las “toldillas” de ramas y hojas de árboles y fueron sometidos a prueba los tres botes motores que llevábamos, pues, según el plan de combate cada uno debía llevar como avanzada una sección con su ametralladora, para desembarcarla río arriba de la boca del Caraparaná; la artillería sería desembarcada en una playa que había en el frente de la boca-o se suponía que hubiera-y las tropas de los transportes debían desembarcar en ambas márgenes del Putumayo, abajo de la boca... y empezaría la acción...
Mi sección al mando de Ghersi debía ir en uno de los botes motores que yo debía conducir; como Ghersi conocía mi habilidad, me confió la misión. Todos estábamos avisados para estar listos a las 3 de la mañana, hora en que, al parecer, se iniciarían las maniobras o la acción. Hasta muy tarde nos quedamos charlando, bromeando y cantando todos los del “Estado Mayor”, sin interesarnos en los planes, ni pensar en sus resultados, pero dispuestos a cumplirlos como nos lo indicaran. Ghersi, como de costumbre, estaba con nosotros.

*TOLDILLA.- Cubierta sólida superior de las naves del río.

miércoles, 28 de mayo de 2008

EL RESCATE DE LETICIA-Novela de una frustración loretana

III

Voces, más voces, un murmullo que iba dominando el silencio... ¡Qué linda está la aurora!... Uno, semidormido, levanta la cabeza de la hamaca... ¿Dónde está?... Amanecía. El sol como un enorme disco de fuego parecía desprenderse del lejano verdor de la selva derramando sus rayos en la inmensidad de las inquietas aguas que las devolvían en reflejos fulgurantes que herían los ojos... Hacía tiempo que no veía un amanecer tan bello y espectacular... pero no podía ensimismarme.... el barco seguía abriendo un surco que se cerraba turbulento a su paso... todos se levantaban y empezó a moverse un remolino de gente en afán del aseo matinal; también yo me lavé, me afeité y no me peiné porque además de no tener peine no tenía pelos que peinar... Una corneta tocó rancho anunciando el desayuno... ¿Formación?:.. ¡Nuevos pisotones y empujones!... ¡el desayuno! . . . ¡ni mencionarlo!... ¡té y pan!... Un amigo mío, con uniforme de subteniente pasó junto a mí y ni siquiera me miró, hice como que tropezaba con él y le dije; -¡Disculpe, mi subteniente! Me miró con el ceño fruncido que luego desarrugó al reconocerme y contestó: -¡Hola Pablito! La expresión me pareció forzada, no era la misma como cuando en el colegio compartíamos entre todos los compañeros la fariña* y la miel que llevaba; cuando a nuestra exigencia se metía debajo de su carpeta e imitaba con voz de ventrílocuo los anuncios de los antiguos discos y sus canciones, o cuando festejábamos los triunfos que juntos conquistábamos jugando al fútbol... ¡Cómo había cambiado “calzonazos”!... Parecía que el uniforme lo hubiera esponjado y los galones los sintiera como alas... Volvimos a nuestro dormitorio. Todos los que habíamos formado el grupo estábamos en fraternal montón, con el “gallinero” y su olor característico al lado de unos y debajo de otros-esperábamos que no fuera por mucho tiempo-colgados de las hamacas. La charla se animó y empezamos a hablar de todo… o tratábamos de hacerlo… pues teníamos algo como un manto negro en el pensamiento, que hacíamos esfuerzos para que no se notara; de repente alguno se quedaba silencioso, mirando pensativo, como buscando algo en la lejanía... ¡Que tan lejos iría su pensamiento!... Acosta no disimulaba su tristeza y tampoco intervenía en la conversación, en cambio el “Paiche” Zubiaurr ayudaba a mantener la animación con su locuacidad; era el prototipo de la alegría y la carcajada y su risa alcanzaba hasta la proa del barco en competencia con su inconfundible y estridente voz; heredó la chapa de su padre, un perfecto caballero, capitán de la marina mercante fluvial, más conocido que el paiche en todos los ríos de la selva y apodo que le aplicaron, posiblemente debido a su alta y desgarbada talla; los amigos siempre llamamos igual al hijo y éste nunca protestó. Juan José, gran amigo mío desde el colegio, fino y delicado, pese a que su primera infancia había transcurrido en el fundo su padre en el Alto Ucayali, entre gente rústica e indios campas; gracias a estos aprendió a conocer la selva y dominarla, pero, al llegar a Iquitos a estudiar, lo encerró todo en el bagaje de sus recuerdos y experiencias; de temperamento soñador y amante del arte, veía en ella solamente lo majestuoso y bello, lo pródigo y fácil; nunca hablaba de sus peligros y amenazas. Frecuentaba la mejor sociedad, todos los salones le estaban abiertos y era muy conocido en el ambiente comercial. Como Acosta, también dejó a su novia, pero en sus expresiones no se notaba la más leve sombra de pesar o resignación, se podía pensar que todo lo tenía calculado. Bardalez Arce, un muchacho de vivo ingenio, se nos unió al grupo; estudiaba ingeniería en Lima y asuntos familiares lo tenían de paso, cuando le cogió la ola de locura que nos arrastró; actuaba como si fuéramos viejos conocidos y su trato inspiraba confianza. De primera intención se le ocurrió que lo escogido de nuestro grupo le daba la autoridad de un “Estado Mayor” de la tropa y propuso su creación entre todos los circunstantes; la aprobación a la formación de tan singular organismo fue unánime, pero nadie quería aceptar la jefatura… tendría que ser un “Estado Mayor” con tantos jefes como miembros. Humberto Campos Panduro era un tipo de fuerte personalidad y con aptitudes de líder; miembro de algunas instituciones sociales de beneficencia, la lectura de obras de Mariátegui y Gonzáles Prada le había despertado inquietudes ideológicas y políticas que en todo momento exponía y trataba de inculcar en sus oyentes. Nos leyó un mensaje que la novel Unión Loretana de Auxilios Mutuos, de la que fue fundador, le envió felicitándole por su gesto patriótico, mensaje del que nos hizo partícipes, según dijo porque habíamos hecho igual y lo merecíamos. Demostraba un gran desprendimiento y sus ideas de los derechos humanos le impulsaban a exigir el respeto de ellos para todos; hubiera sido capaz de todo por defender a los más débiles. Ghersi se acercó a saludarnos... ¡rara distinción!... todos nos pusimos de pié como manda el reglamento; mandó sentarnos, preguntó cómo estábamos y cómo nos
sentíamos; hizo agradables comentarios y luego de charlar y bromear largo rato se marchó. También Ghersi era, y parecía seguir siendo amigo de muchos de los que entonces estábamos bajo su mando; en fiestas y jaranas muchas veces estuvimos juntos, en aquel momento la jerarquía militar nos distanciaba y como lo comprendíamos, debíamos conducirnos como subalternos. Pero Ghersi resultó distinto, quizá porque ya tenía los galones y otra mentalidad; a los otros les cayó del cielo, sorpresa que les infló tanto, que corrían el riesgo de reventar; además de la actitud que asumían se les notaba algo chocante: estando en campaña lucían uniforme de gala, es posible que no hubieran podido mandar hacerse más de un uniforme, y ellos habrían elegido el de gala, olvidando que tendríamos que salir en campaña. El toque de rancho interrumpió nuestras divagaciones y corrimos con nuestras cacerolas a intentar la formación que exigían los cabos y sargentos... ¡imposible!... los pasadizos del buque eran muy estrechos y lo más que se pudo lograr fue una ondulante cola entre empujones, pisotones y discusiones por ser los primeros y al fin... ¡plaf!... arroz con frijoles, un inguiri* y un gran pedazo de paiche pango*... ¡Qué delicioso resultó todo con el hambre que tenía!... Algunos disgustados protestaron... posiblemente, los que menos acostumbrados, a comer bien estaban... ¿esperaban que les dieran pavo o chuletas fritas?... Un sargento gritó: ¡Los que quieran “doblear”!... ¿Es posible repetir tan deliciosos manjares? ¡Increíble! volvió a formarse otra cola… Fonseca, Olórtegui, Brown, estaban en primera clase, es decir, en la cubierta de arriba del buque, pero su comida era la misma y trinaban que daba gusto oírlos; por la tarde igual, con los mismos empellones por ser los primeros y luego... a dormir. Al día siguiente desperté cuando se rompió la cuerda de mi hamaca; felizmente estaban debajo de la mía, las de Acosta y Zubiaurr, de modo que no llegué a dar con mis huesos en la cubierta; carcajada general... intenté acomodarme de nuevo, pero el “Estado Mayor” no me lo permitió; ya era casi la hora de levantarnos y nos pusimos a conversar. Durante el día pasamos varios poblados y puertos; en uno de ellos estaba abasteciéndose de leña para los calderos una lancha de nuestro convoy: la “Luz II”, y muy tarde llegamos a Ramón Castilla, frente a Leticia, donde encostamos. Según los rumores, creí que veríamos los acorazados, aviones y tropas brasileñas en Tabatinga, que también estaba a la vista, pero nada, luego dichos rumores habían sido falsos. En cuanto a Leticia, en la orilla opuesta, la teníamos a la vista; silenciosa, como deshabitada; me esforcé por ver, pero la distancia me lo impedía... ¿No sería que todos estuvieran atrincherados? En lo alto del barranco de Ramón Castilla se veía a dos civiles con sendos fusiles colgando de la guarnición al hombro, reconocí a uno de ellos, Guillermo Mathews Soria; la cañonera “Napo” estaba acoderada y tan pronto como encostamos subieron a nuestro buque tres amigos que se habían alistado en la Armada: Pepe Alegría, Gabriel Weill y Nicanor Morey; los recibimos calurosamente y nos informaron que en la “América” estaban Víctor Dávila, el “Posheco” Linares, Montalván Gárate y otros más. Conversamos brevemente porque recibimos orden de desembarcar con todo nuestro equipo y armamento; creímos que fuera para quedarnos, pero resultó que sólo fue para distribuir el efectivo de la compañía en secciones. Me tocó el tercer grupo de la tercera sección, cuyos jefes eran respectivamente el cabo Tapullima y el subteniente Luján; el único del “Estado Mayor” que estaba en mi grupo era Bardalez Arce, los demás estaban en las otras secciones, de modo que de no haber otra modificación iríamos a estar separados a la hora del combate, que suponía llegaría pronto. Permanecimos en Ramón Castilla esperando el resto del convoy hasta después de medianoche; a esa hora empezamos a navegar, nuestra conversación languidecía y uno a uno fue quedándose dormido. Yo me quedé el último y largo rato permanecí pensando en lo que estábamos haciendo. Conocía todos esos parajes por haber viajado por ellos antes y nada nuevo había para mí en su salvaje majestuosidad; me resultaba monótono mirarlo apoyado en la borda, contemplando la espumante estela que dejaba el barco, se me antojaba que estuviera volviendo hacia mi Paulina, llevando mi pensamiento... ¡pura ilusión!... me seguía y volvía lentamente a su calma y discurrir inexorable, alejándose como yo. Ya todos estábamos recobrando la calma y adaptándonos a la situación; los jefes parecían tranquilos y seguros de sí mismos, pero... más de 500 hombres íbamos en auxilio de nuestros hermanos, en busca de pelea, quizá de sangre, acaso de muerte; acudíamos a amparar el rescate de una tierra nuestra que fue entregada, vendida... ¡Quién podía saberlo!... Cierto es que estuvo abandonada, olvidada, que nunca fue conocida por los gobernantes, pero nos pertenecía, porque desde tiempo inmemorial estuvo dentro de la influencia de nuestro gran imperio, durante la colonia y tres siglos de dominación la metrópoli nos la había reconocido con reales documentos, cuya validez perduraba hasta la consagración de nuestra independencia política... una tierra de extensión tan grande como la de Honduras, como la de Cuba o la de Guatemala; en ella nacieron peruanos y vivieron a la sombra de una bandera que desde la cuna los cobijó, en ella aprendieron un himno que cantaban rechazando humillación y oprobios, y ensalzando la libertad; en sus humildes escuelas les hablaban de una historia cuyo principio nacía en la magnificencia de un imperio... Todo eso era suyo y se acostumbraron a mencionarlo con veneración, como a mirar con cariño la verde inmensidad que les daba sustento, hogar, porvenir... eran los dueños olvidados, sin atención ni protección de los gobiernos, como toda la Amazonía. Manejos políticos, nuestro heredado quijotismo, la secular costumbre de siempre perder en todos los litigios fronterizos, por no tener armas con qué amparar nuestros argumentos y nuestros derechos, fueron la causa de que todo ese territorio pasara a ser colombiano. La protesta del pueblo de Loreto fue acallada con las armas; la herida se había cicatrizado exteriormente, pero en el alma de todos los loretanos bullía un sordo y latente deseo de reivindicación, que de pronto se desbordó amenazando arrastrarlo todo. De nuevo era nuestro, de nuevo habíamos recobrado parte de lo que se nos quitó, de lo que alegres diplomáticos, gobernantes ciegos, políticos sin sentimiento nacional cedieron, en un equívoco o doloso afán de renombre continental. No podíamos saber hasta dónde podría llegar la lealtad de nuestros jefes en la nueva cruzada, ni si habríamos de tener el respaldo del gobierno; aquellos eran militares profesionales de escuelas especializadas, pero, en 112 años de vida independiente nunca demostraron su competencia defendiendo nuestro territorio; con indolencia lo vieron disminuir lentamente; militares y políticos fueron siempre los que en pomposas comisiones trazaron nuevos limites, pusieron nuevas fronteras que restaron enormes extensiones, mientras los gobernantes, en luchas fratricidas, en pugnas bizantinas, perdían el tiempo.
Tampoco estábamos seguros de que nuestros jefes sintieran lo que nosotros sentíamos: los loretanos no queríamos que el despertar de un pueblo fuera lo que les obligara a ejercer su oficio de defensores de los límites de la patria; queríamos convicción, queríamos lealtad. En cuanto a nosotros, estábamos decididos; no nos importaba las incomodidades y privaciones que intuíamos y menos los peligros que fuéramos a correr, tampoco nos extrañaba que ellos siguieran comiendo de escogidos manjares, bebiendo como en las fiestas y buscando comodidades; comprendíamos la diferencia, entendíamos la situación, y los del “Estado Mayor” hacíamos más, la tomábamos en serio, hasta con entusiasmo y esperábamos no ser defraudados. Un cocinero de los oficiales-porque había cocineros para la tropa y cocineros para los oficiales-era conocido mío, pues habíamos navegado juntos en mejores circunstancias, lo que fue motivo de que, tratando de que no lo notaran, a escondidas me diera del rancho de los oficiales y algunas veces hizo extensivo este privilegio a mis compañeros, aunque no siempre podía hacerlo por la vigilancia de los sargentos. Cuando entramos al Putumayo mis amigos se mostraron intranquilos porque alguna vez oyeron decir que sus aguas eran malsanas; como conocedor, o dándomelas de tal, traté de quitarles la aprensión y lo logré en parte; en cuanto a nuestro ánimo, poco a poco fuimos despojándonos del aire de abatimiento que habíamos tratado de disimular y mostrábamos alegría y optimismo. Cuando encostamos en una playa-al parecer para ordenar el convoy-donde muy lejana se veía una casa, tres hombres, probablemente de las cercanías, se acercaron en una canoa, eran peruanos y nos informaron que la “América” subía delante de nosotros, y un barco colombiano, el “Nariño”, que había estado en el alto Putumayo desde mucho antes, había regresado a Manaos, cuando se difundió la noticia de la partida de nuestra expedición al Putumayo. Organizado el convoy se reanudó la marcha: la “Luz 1” se puso delante, seguía el “Alberto”, donde iba la tercera y cuarta compañía y estábamos nosotros, tras nuestro navegaba el “Huallaga” y cerrando el convoy la cañonera “Napo”. Ghersi, cada día más comunicativo, conversando con nosotros dijo que según sus informes nuestra expedición sólo tardaría tres meses y posiblemente no llegara a tanto, porque no era más que una medida de precaución la que se estaba tomando, una especie de demostración de fuerza, lo que equivalía a decir que las cosas irían a quedar como las habíamos puesto y nos reconocerían la posesión de Leticia.

* FARIÑA. De origen brasileño; es un producto regional de la yuca. Por lo simple es el alimento básico de los trabajadores de la selva. * INGUIRI. Plátano verde sancochado. * PAICHE PANGO. Paiche (el pez de agua dulce más grande del mundo) salado, sancochado con yucas, sin condimentos.

lunes, 26 de mayo de 2008

EL RESCATE DE LETICIA-Novela de una frustración loretana

II
El toque de diana no despertó a nadie; todos estábamos despiertos, aparte de que muchos parecía que no se hubieran acostado; toda la noche ir y venir en los servicios higiénicos, que de higiénicos sólo tenían el nombre: un estrecho pasillo débilmente iluminado en cuyo centro había una fila de ladrillos para poner los pies, fijos unos y muchos desprendidos, los que el usuario tenía que acomodar con el pié; a un lado un pasadizo con charcos de orina y la más increíble variedad de papeles asquerosamente sucios y al otro, un canal con montones de excremento, que a todo lo largo represaban una débil corriente de agua; un ambiente irrespirable que invadía el exterior... muchos hacían ascos, pero otros parecían no notarlo obligados por la necesidad... en cualquier caso era preferible el barranco a la hora del baño. Nos vestimos y formamos para ir al aseo personal en el río, a la carrera otra vez; luego, previa formación, el desayuno, entre risas, empujones, discusiones por ser los primeros; un líquido oscuro, con remoto sabor a té, extraído de una paila enorme, sucia y negra de hollín; un pan largo, grueso y duro como un mazo... la novedad era interesante. .. ¿Qué más podíamos esperar? Más gente nueva fue llegando, muchos conocidos, más amigos... Varios cabos empezaron a reunir en grupos a los reclutas: uno de ellos se nos acercó y con laconismo y autoridad que desconocíamos, ordenó: -¡A cortarse el pelo!... y nos condujo a una cuadra donde varios soldados, haciendo de fígaros, estaban pelando a los recién ingresados... algazara, risas, expresiones de disgusto, chistes, protestas, reclamos... En cierto momento me llamaron a la Prevención y un mensajero me entregó una nota de mi madre; estaba enterada de que me había alistado y presintiendo que me opondría, me consultaba para pedir audiencia en la Jefatura Territorial y pedir mi baja, alegando ser el hijo que la sostenía. Encargué al mensajero que le dijera que no hiciera nada todavía, que por la tarde yo solicitaría permiso para ir a verla... Una mentira piadosa, porque sabía que eso no sería posible, pues nos habían anunciado que inmediatamente después del almuerzo nos llevarían al arsenal para darnos armamento; además tenía cierto temor de verla; su desesperación...¡quien sabe si hubiera sido capaz de soportar!... El arsenal, un oscuro y enorme almacén en el más completo desorden; bultos, cajas, basura desparramada por el suelo; en estantes, armarios, en grandes mesas, amontonados fusiles, bayonetas, correajes; clases y soldados manipulando todo, un solo oficial dando órdenes, nombres, números... Silenciosos esperamos largo rato con Ghersi a la cabeza. Al fin empezaron con nosotros; me llegó el turno de recibir mi armamento y al darme el fusil Ghersi me dijo: - Aquí está tu mujer!... La expresión me pareció tosca e indigna, pero reflexionando comprendí su alcance: el fusil era algo mío y solamente mío, debía cuidarlo, no abandonarlo nunca y ser celoso con él... lo miré con cariño, que bien lo merecía: 29060, un número que nunca más podría olvidar; el pobre estaba todo sucio, lleno de herrumbre y grasa que ensuciaba las manos al tocarlo; parecía ser el mismo Mauser Original Peruano, Modelo 1909, que en el colegio nos daban para los ejercicios y los desfiles; tenté su peso, me pareció más liviano que entonces; la bayoneta estaba igual de abandonada, introduje mi correa en el tahalí, me la puse en la cintura y empecé a limpiar el fusil, pero no fue posible hacerlo como hubiera sido del caso, porque ya mismo regresamos al cuartel. Cuando llegamos todos estaban enterados de que el domingo debíamos partir... ¿sería posible?... necesitábamos adiestramiento, ejercicio, apenas sabíamos cargar y disparar y no creí que fuera suficiente para entrar en combate... pero... ¡qué diablos!.., si así tiene que ser, debían necesitarnos con urgencia en Leticia. Inmediatamente pensé en conseguir permiso para arreglar mis asuntos, pero no era tan fácil como me lo había imaginado en un principio; pensé obtenerlo hablando con Ghersi, pero éste no volvió del arsenal y no logré verlo; hasta aquel momento era el único que mandaba, ordenaba y disponía todo en la Compañía; se hizo tarde, llegó la hora de la comida y empecé a preocuparme. Salimos para el baño en el río y la multitud de nuevo se arremolinó en torno nuestro... miré buscando algo... ¡Oh sorpresa!...¡Una carita de cielo!... dos brillantes ojazos mirando ansiosamente por sobre un mar de cabezas... sentí el corazón salírseme por los ojos... me pareció ver en su sonrisa cierto rictus de dolor... brillaban más sus ojos... ¿lágrimas?.., quise gritar: ¿por qué?... ¿satisfacción?... ¡es de los primeros!... ¿orgullo?... ¡soy su novia!... Como fuera me sentí feliz.., olvidé la pésima comida, la suciedad y dureza de mi cama, todo lo desagradable que estaba pasando, y en la noche, al oír los acordes de la banda de músicos haciendo fondo a la visión que se había quedado en mi retina, viví la fantasía de un regreso triunfal. Al día siguiente debía efectuarse una ceremonia en la Plaza de Armas y muy temprano estábamos listos para concurrir a ella, como si ya fuéramos a marchar a la frontera. Pese a cuanto teníamos encima, equipo y armamento, por primera vez, nadie demostraba incomodidad; todos impacientes parecíamos tener la impresión común de haber esperado, conocido, estado siempre en tal situación. Los sargentos mandaron formar y empezaron a distribuirnos en secciones... todos nos apiñamos con el afán de ser de la primera, para ira la cabeza, con el consiguiente desorden... y nuevos gritos y empujones. -¡Que pasa, carajo!... ¡Por qué no están ya formados estos animales!... Al fin nuestro capitán... ¡Que extraña presentación! Su apariencia era agresiva, sus ademanes nerviosos e impacientes, su mirada viva y penetrante, su voz chillona y desagradable... de estatura regular y descuidado en el vestir, con uniforme de campaña dos subtenientes lo acompañaban, reconocí a uno de ellos: Cornejo, un tipo recio, de facciones duras y angulosas luciendo airoso un flamante uniforme de gala, justo para el desfile; el deporte nos había hecho casi amigos: atletismo, fútbol, pero en equipos contrarios; entonces era sargento segundo, cuando ascendió a primero se dio de baja como oficial de reserva y como tal se había incorporado ahora con la clase de subteniente. El otro, un gordito más bien bajo de talla y de tipo marcadamente mestizo, con aires de suficiencia y superioridad; su uniforme kaki de campaña parecía recién salido del planchado; nos enteramos de su apellido: Luján. La presencia y los gritos del capitán con la colaboración de los dos oficiales hizo que la formación se hiciera más rápida y de pronto todos estábamos inmóviles como estatuas; el capitán nos inundaba con sus miradas, se acercó a uno: -¿Por qué tiene inclinado su fusil?... ¿No puede con él, pedazo de maricón? - y volviéndose a otro- ¿Y usted, carajo, porqué se ríe?... ¡Póngase en atención!... ¡Estos son unos animales!.... ¡Mire cómo tiene la bayoneta!... ¡Estos nunca han agarrado un fusil!... Acaso fuera cierto; algunos lo habíamos tenido en las manos, usado, disparado, pero... conocerlo... lo que se dice conocerlo, habernos familiarizado con él, como un jinete a su caballo o como un chofer a su carro... eso estaba muy lejano. De nuevo la voz del capitán: -¡Atención!... ¡Sobre el hombro...! ¡Armas! Cada quien a su modo, unos pronto, otros después, pusimos el fusil sobre el hombro; quisimos hacerlo bien, pero resultó un desastre. - ¡A desarmarse!, rugió el capitán, ¡estos no saben manejar las armas! Cada jefe de sección se hizo cargo de la suya y ordenó dejar el armamento y el equipo en la cuadra; Ghersi comandaba la nuestra; a formar de nuevo… parecíamos colegiales y nos sentíamos ridículos; maldecimos la disposición, porque habíamos pensado causar impresión con nuestra presencia en el desfile. Cuando en la calle oí los vivas, aplausos y palabras de aliento de la muchedumbre que nos esperaba, sentí correr mi sangre con más ardor; una sensación desconocida me inundó, casi oía los latidos de mi corazón: que de tanto en tanto dominaban el redoble de los tambores y el ¡pum! lejano del bombo que nos marcaba el paso; marchaba como un autómata, sin ver por dónde íbamos ni dónde estábamos; miraba sin ver a nadie; de pronto me di cuenta que algo estaba buscando… ¿dónde estaría?... Llegamos a la Plaza. Estaba llena de gente que se abría a nuestro paso; tres compañías y una sección de ametralladora estaban ya alrededor del parque; la voz de ¡Alto!... ¡Frente a la izquierda!... me puso mirando al centro; la policía dispersó toda la gente que estaba delante nuestro y obstaculizaba la vista hacia un altar preparado para misa de campaña, junto al monumento a los caídos en la guerra del Pacífico; nos mandaron avanzar hasta el borde de la acera que circunda la Plaza; esperamos. Mi mirada seguía buscando cerca, lejos, a un lado y a otro, ¿dónde estaría? Un toque de corneta. Con paso ceremonioso aparecieron y se acercaron al altar los de la comitiva oficial; uniformes de gala, trajes de etiqueta, bicornios... y se instalaron en un estrado; apareció el obispo seguido de dos sacerdotes y empezó el sacrificio, haciendo los sacerdotes de monaguillos; nada se oía, seguí la misa por los ademanes del que la oficiaba, un sol canicular nos hacía chorrear de sudor... toque de bandera... ¡Saludo al frente!... una quietud de muerte llenó la plaza.... poco a poco, como el despertar, volvió la vida y de nuevo el tumulto del gentío; voces de mando:
-¡Columna de a tres!- ¡De frente, marchen!... miraba ansiosamente… ¡allí estaba, sola entre la multitud!… pasé tan cerca que me pareció percibir su aliento… sentir sus ojos buscando los míos… sus manos tratando de detenerme... Mirando al frente pasé.... ¿pretendiendo la arrogancia de un soldado?... ¿huyendo de su atracción?... ¿temiendo flaquear en mi decisión?... ¡Cuánto me arrepentí después! Al regreso encontré una noticia que me desconcertó, debíamos partir por la noche... Fue entonces cuando sentí desesperación, era imposible hasta solicitar permiso pues teníamos que recibir fornitura y munición... muy tardé regresamos del arsenal con nuestra respectiva canana y 100 cartuchos en ella, no comí por la ansiedad que me agobiaba… ¡Pensar que tenía que partir a la frontera sin abrazar a mi madre, sin recibir su bendición, sin ver, escuchar, decir adiós a mi novia! En cuanto mi compañía volvió de lavar su servicio de comedor, el capitán mandó armarnos y equiparnos; a las seis de la tarde estaba formada en el canchón; momentos
después formó la cuarta, luego la primera, después la de zapadores y por último la de ametralladoras En aquel momento recibí una llamada de la Prevención; era mi padre que se había enterado de nuestra partida y venía a verme, conversamos muy brevemente y le dije, como nos habían anunciado, que saldríamos a las 9 de la noche; abrazándome fuertemente, emocionado me dijo: -¡Firme siempre y valiente, muchacho! Yo sólo atiné a decirle: -¡Cuida a mamá!..., y lo vi alejarse dejándome un nudo en la garganta; sentí impulsos de correr tras de él, explicarle algo inexplicable que yo mismo no entendía… me quedé inmóvil, desapareció, y yo seguía mirando... el cabo de guardia me miró con dureza y gritó: -¡Ya!... ¡Lárgate a tu compañía!... ¡Déjate de mariconadas!.. Casi dos horas nos tuvieron formados cansándonos inútilmente. Con el peso del equipo, la munición y el fusil, sentía deshacérseme el cuerpo; observé y vi que todos estaban igual, parecía que nos estuvieran sometiendo a una prueba o a un castigo; los sargentos estaban con nosotros, no se veía ningún oficial; momentáneamente nos divirtió la aparición de un jovencito, que posiblemente tenía algo flojo en la cabeza y el momento de exaltación patriótica aflojó más aún; se dirigió a las tropas en la más lamentable forma de oratoria, hablando de patriotismo, reivindicación, desprecio a la vida, con la loable intención de inyectarnos el valor que creía que nos faltaba...¡Ven con nosotros!... ¡Loco!... ¡No sólo es hablar… ¡ Bicicleta!... le gritaban, pero él seguía impertérrito, entre aplausos y silbidos; ya se estaba haciendo pesado cuando tuvo la feliz idea de concluir. Por fin se oyó la orden de partida; la banda dejó oír la marcha “Leticia’ compuesta por Próspero Nigro, director de la Banda del Regimiento, en homenaje a la tierra rescatada; mi compañía, la tercera, se puso a la cabeza y salimos del cuartel. En la calle la gente parecía fundida en una sola masa; nos apretaban, empujaban y estrechaban por todas partes, por vernos, por abrazarnos... Como por la mañana, sentí correr por mis venas un ardor indefinible, una mezcla de ansiedad y desesperación, ¡no había visto a mi madre!, ¡no me había despedido de mi novia! Si nos habríamos embarcado en el puerto de la Prefectura, que estaba como a 300 metros del cuartel, no me quedaba ni la más remota esperanza de verla, pero la suerte se puso de mi parte: doblamos en la esquina de Brasil y tomamos la calle del Próspero. ¡Nos dirigíamos al Muelle Fiscal!... sentí vivir de nuevo. Recién los gritos y vivas de la multitud avivaron en mi pecho el fuego del ardor patriótico; imposible decir las veces que oí mi nombre ni quienes fueron los que me llamaban de entre ese rugiente oleaje humano... nadie marchaba, el griterío apagaba la música, caminábamos casi, por encima de la ola humana que nos envolvía y arrastraba. Llegamos al Muelle... mis ojos la encontraron, nos cogimos de las manos... ¡hubiera dado la salvación de mi alma por detenerme un instante!... no sé que extraño presentimiento me hacía pensar que después me sería difícil volver Nos enviaron al “Alberto», me quité el equipo y armamento, lo guardé en el camarote del maquinista, quien resultó ser amigo mío y busqué al capitán de mi compañía; no fue difícil encontrarlo, pues estaba vigilando el embarque de unas cajas de munición; me acerqué y cuadrándome militarmente lo saludé con el aire más marcial que pude poner. - Mi capitán —le dije— le ruego que me dé permiso para subir un momento a despedir a mi novia. -¿Está usted cojudo?... ¡De aquí no sale nadie! - Pero, capitán- insistí- sólo unos cuantos minutos... le ruego... No me dejó continuar. - ¡Déjese de huevadas, carajo, he dicho que no sale nadie y no siga jodiendo porque lo hago encerrar en la bodega! Sentí subírseme la sangre a la cabeza y quedé inmóvil breves segundos; me asaltaron tentaciones de desertar... ¿es posible que esta gente no tenga sentimientos?... en ese precisó instante apareció mi hermano Augusto que me había estado buscando; su uniforme de suboficial de la Armada me hizo pensar que podía salir con él… ¡No!... podría comprometerlo… Nos apartamos, y conversando, entre otras cosas me dijo que los barcos no zarparían hasta que la cañonera “Napo” viniera de la Base Naval, lo que ocurriría sólo después de la media noche; él lo sabía porque trabajaba en la Capitanía del Puerto y había traído los documentos de zarpe de los barcos; esto me animó y después de un rato se despidió deseándome suerte. Poniendo en prensa la imaginación se me ocurrió una idea: hablé con el maquinista amigo proponiéndole que me prestara un pantalón y una camisa, a lo que accedió de muy buen grado, cuando le expliqué para qué los quería; me cambié en el camarote y así vestido salí sin temor de ser reconocido por algún clase, por el ir y venir de tanta gente y lo poco conocidos que aún éramos para ellos. La ansiedad disipó momentáneamente la indignación que me causó la negativa del capitán, yo creía que éramos merecedores de toda consideración por haber venido voluntariamente abandonándolo todo: familia, intereses, ilusiones… y lejos de eso, nos ponían en un plano vulgar, desairado y ridículo, desconfiaban de nuestro civismo y lealtad, insultaban y se burlaban de nuestros sentimientos... ¿Me había equivocado?... ¿Nos habíamos equivocado todos?... Y llegué hasta ella, casi en el mismo sitio donde la vi por primera vez, allí donde diariamente dirigía mis miradas cuando sólo era posible verla de tan lejos, allí donde ella se dio cuenta que un fuego había nacido en mi corazón y su calor estaba llegando al suyo... ¿Qué le dije?... ¿De qué hablamos? Yo fingía tranquilidad y en todo mi ser se desencadenaba una tempestad, sentía ráfagas que amenazaban derrumbar los pilares de mi determinación para asumir una responsabilidad subjetiva, de cimientos vacilantes, desfigurados por la retórica de los salones y las efemérides, y que el tiempo nos la había hecho indiferente. Sus palabras, lentas, suaves, contenidas para no delatar su emoción y angustia, llenas de ciega confianza, trataban de alentar mi decisión y abrían mi corazón a la esperanza. Esperar es vivir- me decía-toda partida es triste, todo regreso es feliz. La espera hace más grande la dicha. Y sus manos tibias, temblando aprisionaban las mías, como para fundirlas en un sólo calor; sus besos me envolvían ahogando mi vacilación. Sentí sus lágrimas rodar por mis mejillas, como gotas de fuego directas a mi corazón y los trémulos de su voz como puñales en mis oídos. La miraba y veía en sus ojos una sonrisa que trataba de esconder la angustia y la amargura que destilaba su corazón… Esa sonrisa, que reflejaba todo el valor de su resignación me ayudó a sobreponerme; yo no podía ser menos valiente que ella... y unimos nuestra fe en nuestra unión, seguros de que el destino no podía ser tan injusto con el amor, con nuestro amor...
Cuando volví a bordo me sentí tranquilo y casi contento; me parecía extraño y yo lo comprendía, pensando en lo que podría ocurrirme; en lo desconocido que me esperaba… en que acaso no volvería. Las voces de mis amigos que me llamaban me sacaron de mi abstracción; habían tomado posesión de la popa y estaban instalando sus hamacas; hice lo mismo y después de comentar animadamente por largo rato las últimas impresiones fuimos quedándonos dormidos.

viernes, 23 de mayo de 2008

EL RESCATE DE LETICIA-Novela de una frustración loretana

Diseño de carátula por Pacarmón

Pacarmón, inicia su novela dedicándola a su esposa, mi madre, así:

-1938-
A mi esposa,
quien, al guardar mis cartas como un tesoro,
hizo posible este relato.
Pacarmón.

En este espacio vamos a publicar on line, la novela que cuenta la experiencia de voluntario del autor, en el conflicto bélico que enfrentó al Perú, con su vecino limítrofe Colombia.
Pablo Fernando Montalván.
Editor.


EL RESCATE DE LETICIA
NOVELA DE UNA FRUSTRACION LORETANA


¡Larga proa...! ¡Larga popa!..! Sonó el telégrafo de órdenes en la sala de máquinas, las hélices empezaron a batir ruidosamente las turbias aguas del río y la enorme mole del barco que estaba cediendo a la fuerza de la corriente, se retiró suavemente de la plataforma y volteó lentamente para navegar aguas abajo. Los gritos y frases de despedida empezaron a brotar creciendo en intensidad; se agitaron manos en el barco, en la plataforma; ondearon los pañuelos; las luces del muelle iluminaban débilmente una masa humana que se movía desordenadamente en todas direcciones, extendiendo las manos como en actitud de detenerlo, que parecía querer seguir tras del barco; sollozos, lamentaciones, expresiones de conformismo y esperanza en labios de madres, esposas, novias; parejas abrazadas llorando desconsoladamente; palabras de aliento de amigos, hermanos; recomendaciones, promesas. En el barco todos trataban de acercarse a la borda... ¡Imposible!... empujones, pisotones… pero nadie perdía la paciencia, parecían animados de una fraternidad desconocida, repentina; todos, ansiosamente, pugnaban por mirar más de cerca hacia el muelle, como queriendo grabar en sus retinas el rostro, el gesto, la mirada de quienes se despedían y quedaban en el oleaje humano que iba diluyéndose en la distancia. Poco a poco el barco iba ganando en velocidad y alejándose; los gritos se oían ya lejanos, las frases ya no se entendían; las luces del muelle y la ciudad iban perdiéndose lentamente como hundiéndose en la oscuridad, que también iba tragándose el barco, cuyas luces, incapaces de romperla, estrellaban sus rayos en la turbulenta estela que los devolvía como luciérnagas parpadeantes. Creo que sólo yo guardaba silencio, estrujando nerviosamente entre mis dedos la joya que me había dado mi novia como recuerdo; miraba con insistente desesperación el vacío que se agrandaba, como buscando el despertar de una pesadillo; el ruido de la gente que se movía, hablaba, reía, junto a mí, parecía lejano, ausente; se revolvían en mi mente los últimos instantes de mi partida... lo ocurrido en los últimos días. Todo se había producido de manera imprevista, sorpresiva y repentina, me sentí impulsado por tal convicción que no quise reflexionar, ni siquiera dudar de la actitud que estaba asumiendo; mi ánimo estaba predispuesto por circunstancias, que de pronto reavivaron un anhelo hondamente sentido, que había permanecido latente en todas las conciencias, que había sido ahogado por la fuerza y el temor, que, aparentemente se había hundido en el conformismo. La nación vivía una tragedia: cayó, un gobierno de tiranía, abuso y opresión y se encaramó otro de sangre y muerte; la persecución política, la brutal represión de este dictatorial gobierno creó un clima de terror, cuyos ecos llegaban desfigurados hasta nosotros, geográficamente alejados, tradicionalmente olvidados, secularmente despojados; nos sentíamos casi ausentes de esos horrores, porque a flor de todas las conciencias aún estaba punzante el dolor de la tremenda mutilación que había sufrido nuestra selva y el cruel amordazamiento impuesto por las armas en los últimos años del anterior gobierno; pero, alentábamos la íntima convicción de que se produciría algún acontecimiento que habría de colmar nuestra ansiedad de reivindicación. Tres años antes, culminando un largo y secreto tratado, el puerto fronterizo de Leticia fue entregado oficialmente a Colombia; era también la entrega simbólica de una gran extensión que limitaba el río Putumayo. Leticia era una zona militar y comercialmente estratégica, en suma, una superficie territorial que representaba más de la doceava parte del territorio nacional. Políticos ignorantes de la realidad de nuestra selva, al margen de la historia y del derecho, negociaron un tratado lesivo a la integridad territorial y como siempre, no faltaron arribistas e incondicionales que no sólo callaron, sino que fueron colaboradores en el tremendo genocidio, genocidio, sí, porque era el exterminio civil de miles de hombres a quienes se les quitaba su patria. La justa explosión de protesta fue ahogada con las puntas de las bayonetas, y el hombre de la selva, impotente porque nunca tuvo armas con qué defender su suelo, su atávico legado, guardó su indignación en el silencio de su hogar y ocultó su dolor en el trabajo. Pero en el alma del pueblo loretano, en todo el Perú, latía hondamente el sentimiento de una falta que era necesario reparar, el dolor de una herida cuya sangre era necesario restañar; hervía sordamente una ansiedad de recuperación del territorio desmembrado. La juventud de la zona afectada y con ella toda la región del oriente, parecía estar preparada para una cruzada de reivindicación, porque aún sentía en su carne la mutilación y presentía lo que necesariamente tenía que suceder. El país seguía debatiéndose en el caos, se produjo el pavoroso Trujillo, “no había una voz en la patria que se elevara por encima de las controversias políticas, de las mezquinas ambiciones, de la ciega incomprensión, que llamara a la unión y a la enmienda de los rumbos, que en toda nuestra vida independiente solo nos había conducido al fracaso”. Fue en esos momentos que un grupo de hombres, “impulsados por un puro sentimiento de reivindicación, convencidos de que ese sentimiento era general y explotaría grande, sincero y aplastante, porque el alma nacional estaba intacta, movió los resortes de una fuerza contenida, con clara conciencia de que fueran cuales fueran las consecuencias, el gesto de Loreto significaba la voz de la patria, recordando a todos los peruanos el deber de salvarla”. Así se formó la Junta Patriótica de Loreto, sin comprometer a nadie con antelación, pero con absoluta confianza en los que tenían que intervenir inmediatamente; amparó las aspiraciones de los pobladores de la zona irredenta y organizó la ocupación de Leticia, encabezados por el ingeniero Ordóñez y con la dirección de un militar que había renunciado a la institución a la que pertenecía. En la madrugada del 1º de setiembre de 1932, 57 moradores de las cercanías, al mando de Ordóñez y Francisco La Rosa, atacaron sorpresivamente Leticia, depusieron a las autoridades e izaron de nuevo la bandera peruana. No se derramó una sola gota de sangre. El grito que anunció el rescate avivó la rebeldía; como trueno ensordecedor que turba su sueño de gigante, el clamor sacudió la verde inmensidad de la selva hasta sus raíces; a su conjuro cientos de balsas y canoas bogadas furiosamente, por ribereños y selváticos con piel de bronce fundido al sol, repitiendo el grito acudieron para reunirse con los “pindayos” de la ciudad; los ecos, rebotando en las copas de las lupunas centenarias, subieron hasta las nevadas crestas del ande estremecido, y llegaron a los alejados rincones de la patria, transpusieron las fronteras, el mundo lo escuchó… Pudo ser un conflicto de serias proporciones, se afirmaba que Colombia se proponía recobrar Leticia por la fuerza, que organizaba una expedición con ese propósito y que ya se habían producido algunos encuentros, que cruceros brasileños estaban custodiando su frontera; pero nada se sabía con certeza porque no había información oficial; lo único de lo que estábamos seguros era que nuestros aviones partían y regresaban con desusada frecuencia y que, toda la ciudad estaba a la expectativa. Hacía como diez días que la Comandancia General de la región estaba poniendo avisos en periódicos y murales llamando a filas a 50 voluntarios, que no era posible que fueran para resguardar las fronteras o reforzar Leticia, porque para tal fin habrían sido muy pocos y sabíamos positivamente que ya se habían presentado muchos más. Aquella mañana, al salir de mi casa, encontré a Juan José y a Benjamín que parecían estar esperándome; pocas veces lo habían hecho y nunca tan temprano; los miré sin disimular mi asombro, tratando de hacer un rápido análisis de su actitud: caras serias, mirar inquisitivo, ademanes impacientes, algo estaba ocurriendo. Tras de brevísimo saludo me preguntaron de golpe qué opinaba de la toma de Leticia y de los acontecimientos que en las últimas semanas mantenía a la ciudad en tensa expectación. ¡Ah!.. ¡Conque era eso! -contesté - Bueno, la cosa está que arde, pienso que se va a agravar la situación, por que no creo que los colombianos se resignen a perder Leticia así como así, después de tantos años de negociaciones y haberla conseguido tan fácilmente . - ¡No! ... ¡No es eso!.. ¿No estuviste en la manifestación de ayer? —preguntó Juan José. - Parece que no oíste a Arana- agregó Benjamín. - No. - ¡Agárrate!- Tenemos que ir a Leticia. Una expedición colombiana viene a tomarla y los únicos que podemos impedirlo por ahora somos los loretanos... El Gobierno hasta hoy no ha dicho su palabra oficial, pero el comando regional, mientras espera, está tomando las precauciones del caso. Eso dijo Arana. - Pues bien, si es así iremos; no creo que haya quien se niegue a ir; en cuanto al gobierno, seguramente está analizando la situación, pero es imposible que desapruebe la acción tomada, porque representa el sentimiento no sólo regional sino nacional... ustedes lo saben. Seguimos comentando casi acaloradamente mientras caminábamos y de pronto nos encontramos cerca de la Comandancia General, no sé si intencional o inconscientemente habíamos tomado esa dirección; había mucha gente frente al edificio, en grupos haciendo corrillos: gente del pueblo, empleados obreros, muchos conocidos; entre ellos vimos a Humberto Zubiaurr y a Carlos Acosta, nos acercamos a ellos. - ¡Hola!.. ¿Qué pasa por acá? —preguntó Benjamín. - ¿No saben que hubo llamamiento? —contestó Zubiaurr. Vamos a presentarnos como voluntarios... ¿y ustedes? - Nosotros hemos venido también a eso. - Muy bien! - exclamó Acosta- Así iremos juntos a Leticia en el primer contingente. Ya están adentro algunos amigos... ¡Vamos! Entramos al edificio. Había una gran multitud en un amplio patio interior, calculé más de 200 hombres; todos hablaban, era como una manifestación en espera del orador; el rumor crecía por momentos transformándose en algarabía: llamadas mutuas, expresiones de entusiasmo y contento, risas… parecían colegiales sin maestro. De pronto oímos una voz reclamando atención; en una ventana del segundo piso un capitán y dos tenientes paseaban sus miradas sobre la multitud; las voces fueron apagándose hasta hacerse un completo silencio y todas las miradas se concentraron en los tres oficiales; el capitán, fornido, moreno, de semblante adusto, empezó a hablar. En breves palabras trató de explicar, sin ninguna claridad, la situación creada en la frontera-eso lo sabíamos-igualmente sin claridad, las razones porqué no podía hacerse un llamamiento como lo exigían las circunstancias-no logré entender las razones- continuó censurando acremente la actitud de la ciudadanía iquiteña que, según él, no se presentaba a los cuarteles, pese a los llamamientos-que yo diría disimulados-y concluyó asegurando que si así era el patriotismo que sentíamos, los loretanos terminaríamos muy mal. Si hubiera sido posible contradecirle yo le habría dicho que era temerario no plantear las cosas con toda claridad y no llamar a las filas para preparar debidamente a los reclutas, porque si las cosas habían empezado a las malas, que supiera el mundo entero que nos aprestábamos a defender lo que rescatamos por derecho y por deber; que se nos dijera si el gobierno respaldaba la actitud de los que tomaron Leticia, actitud que fue muy del agrado general, pues no otras significaba el desbordante entusiasmo que se vivía en la ciudad y trascendía en las manifestaciones públicas y en las vibrantes alocuciones de oradores improvisados. Yo pensaba que en realidad no había alternativa, que ya no se podía abandonar la acción; que cualquier indecisión disminuiría las posibilidades de éxito que la sorpresa había puesto en tan buen camino, había que continuar... ¡de repente pensé en mis padres!... cómo tomarían mi actitud?... mi madre intuiría los peligros, privaciones y sufrimientos. … verían balas, sangre, dolor por todas partes... comprenderían... ¡Claro!... ¡Tenían que comprender!.... ¡Y mi novia!.., plena de esperanzas y promesas… ... una separación tan violenta cuando tan poco faltaba para unirnos... su angustia convertida en lágrimas... Los pensamientos cruzaron por mi mente como relámpagos en breves segundos, pero que bastaron para que Juan José y Benjamín se dieran cuenta de mi ensimismamiento. ¡Que pasa!... ¿Vacilas? - me dijo Benjamín como quien exige una determinación. - Por qué habría de vacilar? - Intervino Juan José- ¿No lo habíamos decidido ya? ¡Además, ya estamos adentro! - y dirigiéndose a mi- ¿No es cierto? - Solo estaba pensando... -¡Ah!... Ya sé... en tu negocio!... o en tu novia! - me interrumpió. -¡Demonios... también hay esto! - pensé sin decirlo- ¿Como lo resuelvo?... Dejo alguien administrándolo... ¡no puedo abandonarlo!... ¡No puedo abandonarlo!... ¡Término con él, y después de breve pausa: - Como el negocio está tan malo, dejaré un apoderado para que venda los carros. En cuanto a mi novia, todos tenemos una y ellas sabrán esperar. Lo del negocio malo era cierto, pero así hubiera estado óptimo igual me habría decidido... la fiebre del patriotismo se había transformado en locura, ya no pensé más que en el presente y en ser uno de los que se enorgullecería de haber sido de los primeros en presentarse y haber contribuido a la reconquista de Leticia... ¡Ni se me ocurrió pensar que acaso no volvería para poder enorgullecerme!... Y contagiados del entusiasmo reinante o más bien porque ya llevábamos el propósito de alistarnos, cumplimos con la fórmula de entregar nuestros documentos a un sargento que en un ángulo del salón atendía ese menester, quien los recibió sin mirarlos siquiera, preguntó nuestros nombres y los agregó a una larguísima lista que estaba haciendo en un mugriento cuaderno, inmediatamente nos mandó a una formación que dos cabos estaban ordenando y luego de una larga espera, entre un grupo de más de 100, fuimos conducidos al cuartel del Regimiento Nº 19. Estaba rebosando de gente. Ingresamos entre una multitud que apenas dejaba un callejón, entre gritos, bromas y palmadas; muchos eran amigos y conocidos, todos evidentemente reclutas voluntarios, algunos ya con uniforme-chaquetas y pantalones tan holgados que parecían estar colgando de perchas-otros todavía en traje de calle, pero con el uniforme en la mano. Sin esperar ninguna orden se disolvió la formación y nos confundimos en la multitud haciendo grupos para preguntar y contestar preguntas; todos mostraban tal entusiasmo, se sentían tan valientes, que se habría necesitado tener miel en vez de sangre para no contagiarse: - 50 hombres bastaron para rescatar Leticia!... - Nuestro armamento es modernísimo!... - La “América” ya llevó 300 hombres!... - Yo soy tirador de segunda clase!... - Nos vamos directamente a Leticia!... - Van a mandarnos diez aviones de bombardeo!... De pronto una voz: - ¡A formar los que no tienen uniforme! Todos corrimos hacia la voz: se armó un tumulto, un nudo de hombres que se empujaban... La voz del cabo mandó: ¡Columna de a tres!... ¡Cúbrase!... Al fin todos quietos; de nuevo la voz del cabo: - ¡De frente... marchen!... ¡Dirección al detall!... Nos guió por unos pasadizos y de pronto frente a una puerta: - Alto! Entró el cabo y casi inmediatamente volvió a salir. - Entren uno por uno! - y dirigiéndose al que estaba a la cabeza: - tu primero! Empezaron a entrar y tras de un breve instante volvían a salir con un montón de cosas en las manos cada uno; yo estaba como a la mitad de la formación y cuando entré, un sargento primero, sentado ante un escritorio, y dos soldados ante una montaña de objetos apilados en desorden me esperaban; reconocí al primero: ¡Ghersi!... - ¡Qué suerte, carajo! - miró hacia dentro del cuarto y agregó- ¡Los voy a tener a todos juntos! Seguí la dirección de su mirada y vi a Zubiaurr, Acosta y Juan José, en el fondo de la habitación, cada uno tratando de acomodar las cosas que habían recibido. Uno de los soldados tiró sobre mi unas prendas de vestir, otro un morral con útiles de comedor, el primero volvió a tirarme un sombrero de paja, una frazada, y una carpa de lona, de nuevo el segundo un paquete que por una rotura enseñaba cubiertos y algo más que no pude identificar... se me caían los paquetes... Ghersi, dirigiéndose al grupo de amigos les dijo: - ¡Ahí va otro para la sección! Me acerqué a ellos y Acosta me dijo: - Quiere tenernos en su compañía... vamos a estar bien. Terminada la distribución nos hizo salir y ordenó a un sargento que acertó a pasar en ese instante, que nos llevara a la cuadra de la Tercera Compañía y a nosotros que inmediatamente nos pusiéramos el uniforme. Habíamos llegado al cuartel después de que pasaron rancho, pero casi lo había olvidado por la excitación y la rapidez de los acontecimientos; igual los demás compañeros. Empezamos a ponernos el nuevo atuendo y pese a los arreglos que tratamos de hacerle, vestidos con él lucíamos como espantapájaros. La tarde se deslizó insensible. Ya había estado antes en aquel cuartel cuando hacía la instrucción militar de movilizable y lo conocía ligeramente: la Prevención, el canchón, algunas cuadras, pero aunque entonces no había ingresado a todas éstas, me parecía estar familiarizado. De repente el primer toque de corneta en el cuartel… ¡Qué chistoso!... ¡Era el toque de rancho!.. muy conocido!... A formar de nuevo en tumulto; como chiquillos de colegio nos buscábamos los del grupo; no tenía apetito pero en una de mis cacerolas recibí arroz, frejoles, un gran trozo de carne, además pan y un jarro de té. Comimos cada quien por su lado y cuando terminamos nos hicieron formar nuevamente para salir a lavar nuestros útiles de comedor y tomar un baño en el río. Esa fue la orden, Una multitud llenaba el malecón frente al cuartel. Cuando nos vieron rompieron en aplausos y vivas que demostraban simpatía por nuestra actitud; busqué con la mirada algún conocido con quien hablar, pero no hubiera sido posible que nos permitieran salir de la formación y apenas nos dieron tiempo para lavar nuestros útiles y asearnos ligeramente; hacíamos un espectáculo para toda la gente aglomerada en el malecón; reían, gritaban, llamaban; voces de hombres, mujeres y muchachos: - Tengo un encargo de Amelia! - ¡Cómo estás, Pedro! - Mañana viene la Julia. -¡Cuándo se van! Cuando subimos de regreso, una masa humana se arremolinó en torno nuestro como para que nos detuviéramos, pero un sargento mandó: - ¡Paso ligero! Y entramos corriendo hasta el canchón. Habíamos hecho un montón con nuestras pertenencias y sorteado quién se encargaría de su vigilancia para evitar que fueran a robarnos, como sabíamos que se hacia en los cuarteles; resultó Benjamín, quien con tal motivo no salió; Sifuentes lavó sus útiles, pero Benjamín cumplía su primera consigna con la misma seriedad que podría poner con una de carácter militar. Nos juntamos de nuevo, se vino la noche, la banda de músicos en medio del canchón comenzó a ejecutar algunas piezas musicales que se me antojaron aburridas, nadie escuchaba, todos hablaban, discutían, jugaban, corrían... ¡Lástima de música! !Si hubiera sido posible salir!.., algunos planeaban hacerlo escalando los muros, siguiendo indicaciones de los que ya lo habían hecho y aseguraban que era fácil; no me atreví y pensé hacerlo al día siguiente, pero por la puerta... Un toque de corneta llenó los ámbitos del cuartel con el toque de silencio, la cuadra se llenó inmediatamente, pero no había tarimas para los 130 hombres de la Compañía, las que hubo libres, fueron tomadas por los que habían llegado antes que nosotros; cada quien buscó donde acomodarse: rincones, ángulos de las paredes, espacios del piso entre las tarimas... todo fue disputado para acostarse y a muchos no nos quedó lugar; salí… las mesas del comedor también estaban siendo disputadas para usarlas como tarimas; corrí a quién llega el primero y me posesioné del extremo de una ¡había que verla!.. llena de grasa... huesos... desperdicios de comida... y con un olor repugnante... ¡ni con qué limpiarla! en fin, era mejor que el piso que estaba peor de sucio...! ¡Arriba!... me quité las bandas, los zapatos y los acomodé junto con mi morral y demás equipo como almohada y me acosté vestido, cogiendo mi sombrero sobre el pecho para que no me lo fueran a robar... ¡A dormir!... estaba tan excitado, los pensamientos, pasaban por mi cabeza como caballos desbocados, que tardé en lograrlo.

EL COLMILLO DEL LAGARTO. Capitulo IX

El final de un sueño-continúa. Al llegar la noche se metió en su camarote y se acostó. Imposible dormir, pensaba en Teresa, en el dolor ...