martes, 11 de diciembre de 2018

EL COLMILLO DEL LAGARTO. CAPITULO IX



El final de un sueño.

Casi dos semanas después de la partida de Roberto llegó a Caballo Cocha la embarcación que conducía a Manuel. A penas tocó el puerto uno de los tripulantes saltó a tierra y subió la loma corriendo; alguien que la vio llegar a tan desacostumbrada velocidad, bogando los peones como en una competencia, lo atajó para preguntarle lo que sucedía. Sin detenerse contestó:
-¡"Aista" don Manuel Pinedo!... ¡Le han "baleado"! -y siguió corriendo hacia el pueblo.
Asustado el vecino comenzó a dar voces y pronto la loma se llenó de gente. Todos preguntaban, quisieron entrar a la embarcación, pero los peones se opusieron.
-¡Vayan a llamar a doña Patricia! -se oyó una voz.
El peón que corrió hacia el pueblo llegó a la casa de Manuel y desde la puerta dio grandes voces llamando:
-¡Doña María!... ¡Doña María!... ¡"Lemos" traído a don Manuel!
Asustadas aparecieron la aludida y Teresa. El hombre, todo jadeante repitió:
-"Hemos traído a don Manuel… el colombiano le ha "baleado"... ¡Aurita" "le van a traer!...
Una doble exclamación de horror le interrumpió:
-¡Dios mío!... ¡Qué ha sucedido!... -llorando a gritos, madre e hija arrancaron a correr hacía el puerto.
La gente que se había apiñado en la loma, al verlas llegar, se abrió para dejarlas pasar; bajaron como una exhalación, entraron al batelón y se metieron al "pamacari". Manuel seguía acostado sobre los costales vacíos que hacían de colchón, se arrodillaron junto a él llorando a gritos. Con suave y cansada voz trató de consolarlas:
-No es nada mujer… una pequeña herida, pero he tenido que venir acostado…No lloren, no llores Teresa.. ¿No ven que estoy vivo?... Tengan calma.
En aquel momento apareció Patricia.
-¡Manuel!... ¿Qué te ha pasado?
-No es nada... una pequeña herida de bala. Tú te vas a encargar de curarla.
Estaba demacrado y pese a la crecida barba se le notaba intensa
palidez. Le tocó la frente, le tomó el pulso.
-¿Cuantos días hace que estás herido?
-Creo que seis… no sé, he perdido la cuenta.
Los peones estaban preparando unas angarillas, la cubrieron con sacos vacíos, con mucho cuidado, dirigidos por Patricia, lo acostaron en ella y se dispusieron a subirlo. María y Teresa estaban pegadas y seguían llorando. Trató de calmarlas diciéndolas que hacía mucho daño a Manuel verlas tan afligidas.
-Adelántense a preparar una cama, hagan hervir bastante agua, busquen unos trapos viejos, pero suaves y limpios. Yo le acompañaré para llevarlo con cuidado.
Ya en la casa Patricia lo examinó con detenimiento. La herida era apenas el orificio de entrada de la bala, casi cerrado por una costra, pero el rededor estaba intensamente inflamado, enrojecido, casi morado; no podía mover la pierna, aunque al intentarlo no sentía gran dolor, ni aun cuando Patricia manipulaba al hacerle la curación. Sería, imperturbable y en silencio concluyó y lo acomodó para que descansara.
-Voy a traerte un remedio para que te calme el dolor y puedas dormir - le dijo y salió.
Teresa se puso de rodillas al lado de la cama, le cogió una mano, la puso en su mejilla y apoyándose en el borde empezó a llorar silenciosamente. María siguió a Patricia, pasando entre varias personas que estaban a la espera de noticias, sin mirarlas siquiera, la detuvo en la puerta y preguntó:
-¿Cómo está?.. ¿Es grave la herida?.. ¡Dime, Patricia!.. ¿Se  curará?
Patricia se volvió, la miró a los ojos, la cogió de ambos hombros y con acento de dolorosa resignación contestó:
-Debemos tener confianza en Dios... Haré cuanto pueda para curarlo, tan calma y ayúdale a estar calmado... No te retires de su lado.
María comprendió. Manuel estaba en peligro, se sintió desfallecer,
pero Patricia continúo:
-Son estos momentos en que se necesita de todo el valor y la serenidad, ¡Animo María! ... «Aurita» regreso.
Patricia, inmediatamente se había dado cuenta del peligroso estado de Manuel. La infección se había generalizado por falta de atención oportuna, parecía inminente una gangrena, pero alentaba una remota esperanza de poder dominarla con los medicamentos que tenía. Desde aquel momento no se apartó de la cabecera, día y noche permaneció al lado del enfermo administrándole sus medicinas, pero, tres días después la fiebre fue aumentando lentamente; nada pudo hacer para evitarlo. Desesperada por   su impotencia no hablaba ni contestaba a María o Teresa que la acosaban a preguntas. Al cuarto día, el enfermo, con débil voz las llamó, trató de hablar pero no coordinaba las palabras, ni daba forma a sus ideas; nombres de personas, lugares, hechos…estaba delirando… acertó a juntar las manos de Teresa y María con las suyas y entró en coma… Ambas habían agotado sus lágrimas en tantos días de ininterrumpido llorar, hundieron sus cabezas en el borde de la cama y sus débiles y convulsos sollozos era lo único que se oía en la habitación. Patricia, de pie tras de ellas, con lágrimas rodando por sus mejillas y una expresión de profundo dolor en su semblante, tenía toda la apariencia de un mártir esperando su sacrificio.
La casa se llenó de gente. Todos eran amigos, compadres, ahijados; no solo había sido querido y respetado. Fue un símbolo del bien y la generosidad. Las cabezas inclinadas, las manos juntas, el leve murmullo de piadoso acento, que lamentaba la desgracia, daba la impresión de que estuviera elevando sus oraciones.
Las exequias fueron labor de todo el pueblo. María y Teresa no habrían atinado absolutamente nada, estaban aletargadas, sin conciencia de lo que estaba sucediendo. Patricia las acompañaba y se dedicó al cuidado de ambas; al volver del cementerio, les administró una elevada dosis de agua de azahar, como calmante, las acostó y se quedó a pasar la noche con ellas.
Pasaron los días, la terrible pesadilla parecía estar concluyendo, María y Teresa fueron calmándose, pero parecían sonámbulas. El tiempo, maravilloso lenitivo de todos los dolores, lentamente les cicatrizaría la cruenta herida.
Tres semanas después llegó el «Liberal». Tan pronto acoderó y los tripulantes estuvieron en comunicación con los del pueblo, la infausta noticia cundió a bordo con todos sus detalles. Roberto al escucharla quedó paralizado, pensó en Teresa e inmediatamente fue a la casa, Patricia le recibió. No estaba enterada de la relación que había entre él y los Pinedo y entendió la visita como de cortesía. Roberto le dijo que quería ver a María y Teresa para expresarles su condolencia. Ambas aparecieron juntas, se acercó a María con la mano extendida, pero ella le abrió los brazos diciendo con voz quebrada:
-¡Que desgracia, señor!
-Lo lamento profundamente - contestó y la estrechó con delicadeza.
Se desprendió María, Roberto se volvió a Teresa, quien, también abrió los brazos para recibirlo, sin decir una palabra. La abrazó y con voz suave, casi inaudible, le dijo:
-Teresita, no sabes cuánto me duele esta desgracia - la estrechó  en un amoroso y prolongado abrazo, al que ella se abandonó, llorando inconsolablemente.
Patricia  los miraba  con ojos  de sorpresa  y curiosidad,  mientras
María se enjugaba las lágrimas que se le desbordaban y parecía no darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. Se desprendieron y Roberto se dirigió a ella:
-Señora, vine a expresarle mi sentimiento de pesar, pero quiero también ponerme a sus órdenes si algo hay que yo pueda hacer. Mándeme Ud., con toda confianza, estoy a su disposición.
Lo miró expresivamente con sus ojos empañados de lágrimas.
-Gracias, señor, muchas gracias.
En aquel momento ingresaron Prieto y Swayne. Nuevas expresiones de pesar, más lágrimas, más dolor. Comprendieron que prolongar  la visita era mantenerlo vivo con el recuerdo, se hicieron una señal y se despidieron. Roberto hizo lo mismo, considerando indiscreto quedarse con ellos. Regresaron caminando lentamente, Prieto y Swayne estaban sinceramente consternados; Manuel había sido un amigo excepcional, comprensivo, generoso, desinteresado, ameno y respetuoso, les parecía imposible que llegar a tal fin un hombre semejante. ¡Tristes recuerdos de momentos vividos!.. Roberto escuchaba en silencio.
-Te tenía un gran aprecio - le dijo Prieto - Jugando una noche, me dijo que había notado que estabas enamorado de su hija y que le parecía bien, porque demostrabas ser un hombre correcto. ¿Qué hay de eso?
-Es cierto. Le pedí la mano y justamente esperábamos el regreso de su viaje para formalizar el matrimonio... ¡Y mira lo que sucede!...
-¡Qué barbaridad!.. Entonces ahora...
-No sé que voy a hacer… No es prudente tocar el asunto en estas circunstancias… habrá que esperar.

...///

sábado, 3 de noviembre de 2018

LA GOTA QUE DESBORDA LA COPA. CAPITULO VIII. final.

La puerta, como de costumbre estaba abierta, seguro de las circunstancias tocó sin ninguna vacilación; se disponía a tocar de nuevo, cuando apareció María en la puerta de una de las habitaciones laterales. A la luz de una lámpara cerca de ella, vio, como al reconocerlo, se detuvo.

-Buenas noches, señora -saludó algo desconcertado.
-¡Qué se le ofrece! - preguntó María en tono brusco y sin acercarse. Roberto se quedó frío, sin atinar una respuesta. ¿Qué le estaba sucediendo?.. De momento pensó estar sufriendo un trastorno. ¿Cómo era posible que le recibiera con semejante actitud si horas antes la había visto distinta, mirándolo en el puerto, saludándolo a su llegada, contestando su saludo?..
-¿Se ha vuelto Ud., mudo?  ¡Le he preguntado qué quiere! Con un esfuerzo se repuso y vacilante contestó:
-He venido... a saludarlas… Yo creí… quería saber... qué noticias tiene de don Manuel.
-No sabemos nada.
-Y…la señorita Teresa… ¿Cómo está?
-¡Eso no le importa a Ud.
Tal respuesta tuvo la virtud de volver a Roberto todo su coraje; sintió como una bofetada que le hacía subir la sangre a sus mejillas, como ardiente lava; cerró los puños con indignación, apretó los dientes casi hasta hacerlos rechinar y en sus ojos brilló un relámpago de ira… Una breve pausa le hizo recobrar la serenidad, su semblante se suavizó y sonriendo fríamente dijo:
-Señora, yo tenía entendido que su esposo admitió mi petición, que la señorita Teresa había aceptado el compromiso y que Ud., como madre y esposa había de respetar esa determinación. Creo ser el novio de su señorita hija y por eso me importo por ella.
-¡Eso nunca mientras yo viva! - le interrumpió - ¡Lárguese de aquí!.. ¡No
quiero verle más! - se dio la vuelta y entró en la habitación.
Roberto quedó inmóvil un instante, luego se volvió lentamente, salió y se marchó al buque con la cabeza inclinada por el peso del contraste y llena de absurdas ideas. No podía comprender cambio tan radical. Si fue al puerto con Teresa - pensaba- solo pudo ser a darme la bienvenida… ¿Qué puede haber ocurrido en tan breve tiempo? Manuel le había dicho que podía ir a la casa en cualquier momento, María seguía oponiéndose… ¿Qué tenía el para ser objeto de semejante rechazo? ¿Algún antagonismo familiar al estilo de los Montesco y los Capuletos? Pero su madre le aseguró que no la había conocido en Moyobamba. Se hizo un examen de conciencia en busca de algún error que hubiera cometido y tenido trascendencia y solo encontró amoríos pasajeros y sin importancia, una conducta ejemplar; se encontró tan inocente como un parvulito. Sin darse cuenta llegó al buque, el criado al verlo regresar se le acercó:
–La mesa está servida, segundo, recién se han sentado los oficiales.
-Gracias, no quiero  comer.- le respondió.
Se dirigió a su camarote, entró y cerró la puerta. Desconcertado se quedó un instante de pie, luego, vestido como estaba se tiró a la litera, juntó sus manos bajo la nuca y se quedó mirando fijamente en el vacío, como buscando en su inmensidad un asidero para sostener y no caer en el abismo de la desesperación. Ya no pensaba. Dos imágenes en mil deformaciones se atropellaban en su mente, tratando de dominarla, las de María y Manuel envueltas en sombras y luz, angustia y placidez, amenazar y promesas, rencor y bondad, ofensas y consuelo, sumiéndolo en dolorosos contrastes. De pronto surgió la imagen de Tersa y la fantasmagórica tortura se desvaneció; bruscamente se recobró de su abandono, se sentó al borde  y sonriendo musitó: ¡Pero que me importa si Teresa me quiere!.. ¡Voy  a verla esta noche! y se volvió a acostar calmado y sonriente pensando en los instantes que pasarían juntos. Impaciente esperó el tañido de la campana que indicara la hora oportuna.
El camino como siempre solitario, la casa silenciosa y a oscuras. Silbo una... dos… tres veces y la sombra blanca que esperaba apareció en la puerta; fue a su encuentro, la rodeó por la cintura y la condujo al sitio que ya conocían. Se abrazaron fuertemente y juntaron sus labios con la ansiedad del sediento que ha encontrado la fuente que va a apagar su sed.
Calmado su primer impulso se desprendieron con un prolongado suspiro, la tomó la cara con ambas manos y mirándola con tristeza preguntó:
-¿Qué ha pasado con tu mamá que no ha querido ni verme?
-¡Ay, Roberto!.. ¡Si supieras!.. Estoy pasando una vida de martirio.
Se apoyó en su hombro y sollozando le contó las largas horas de su calvario, que ni con silencio, sumisión y paciencia podía suavizar; las amenazas y premoniciones de infortunio y desgracia que diariamente escuchaba de boca de su madre, por haberla contrariado aceptando el compromiso. Parecía que fuera a prorrumpir en llanto al decirlo cuanto había rezado por su regreso, en la idea que su presencia variara la situación. Roberto trataba de calmarla con caricias, besos, palabras de consuelo y esperanza, pero en su interior le ardía una indignación que le nublaba el pensamiento. A su vez le contó como tuvo la ilusión que habían ido   a saludarlo en el puerto, para después sentir el dolor de ser recibido en forma grosera y luego ser echado de la casa.
-¿Qué podemos hacer, Roberto?... Mi padre está demorando y ya no tengo fuerzas para resistir este tormento. A veces quiero huir de mi casa.
Roberto quedó en silencio y bajó la cabeza como hundiéndola en sus pensamientos. ¿Cuánto tardaría Manuel en volver?... Solo su presencia podía suavizar la dureza de María y aliviar el sufrimiento de Teresa.
Pensó llevársela, pero, ¿Cómo explicar tal determinación al comandante del buque, y como podría él aceptarla siendo amigo de los Pinedo? Embarcarla en la madrugada y esconderla en el camarote… ¡No!... Alguien la vería… los alimentos. ¡Sería descubierta!... y él habría cometido un grave delito de secuestro, con la agravante de deslealtad y abuso de confianza, indigno de su condición de oficial. Teresa abrazada fuertemente él, como si temiera que se le fuera. Después de una larga pausa insistió:
-¿Qué hacemos Roberto?
-¿Serías capaz de huir de tu casa?
-Tengo miedo… pero si voy contigo... Roberto le expuso las dificultades en que pensó, el peligro de ser descubiertos y las graves consecuencias que acarrearía el fracaso de su fuga.
-Me imagino, Teresita, cuánto debes padecer cuando estás decidida a huir de tu casa - concluyó Roberto- quisiera evitártelo, pero no puede ser en esa forma. No nos queda otro recurso que esperar y rogar a Dios, que
pronto regrese tu padre, entonces, sea como sea, nos casamos, y puedo llevarte a la vista de todos.
Teresa, abrazada a la cintura de Roberto, apoyada la cabeza en su pecho, lloraba convulsivamente; la cogió por las mejillas, y después de mirarla dulcemente apoyó sus labios en los suyos y empezó a besarla ardorosamente. Se estremeció y se los devolvió con el mismo fuego y pasión; los labios de Roberto se paseaban por las mejillas, el cuello, la nuca, como en ansiosa búsqueda del nifo del placer, mientras por sobre la sutil camisa de dormir sus manos la acariciaban en los hombros, en la espalda, casi estrujándola. En su enardecimiento la cogió por la cintura la alzó como una muñeca, la acunó sobre un brazo y rodeándola con el otro la estrechó contra su pecho… su cara sintió el agitado palpitar de su seno. Teresa temblaba buscando el cuello de Roberto para atraerlo más, buscó su boca para unirla a la suya en un beso interminable.
Arrastrados por la irresistible vorágine de su ternura se abandonaron mutuamente a la satisfacción de su contenido deseo. Roberto hizo saltar los broches de presión de la camisa, le descubrió los senos y apoyó en ellos sus mejillas, sus labios, mientras Teresa, sin oponer resistencia, gemía gozosa, apretándose más y más. En el paroxismo del deseo la depositó en el césped y se acostó a su lado; ella inmóvil, con los ojos cerrados, parecía esperar algo… las manos de Roberto levantaron la camisa, buscaron los lazos del calzón, dos leves tirones los deshizo y suavemente se lo quitó. Teresa se estremeció al sentirse casi desnuda y se apretó a Roberto como tratando de cubrirse, él la abrazo, junto su boca y frenéticamente la besó, como un preludio a la inminente unión carnal, bajó a sus senos, recreándose golosamente en ellos, con sus manos y sus labios… suspiros, abandono a sus mutuas caricias... de pronto un gemido... casi un grito mezcla de dolor y de placer, un sollozo que parecía arrancado a las cuerdas musicales de un corazón gozoso … y quedaron inmóviles, en una extinción de placer que se alejaba envuelto en un manto de silencio que dejaba escuchar el latido de sus corazones.
Se incorporaron sin mirarse, avergonzados, casi asustados. Roberto la ayudó para atraerla y abrazarla y así la tuvo largo rato, reclinada en su pecho.
-Teresita… ya eres mi mujer… ¡Nadie podrá oponerse ahora a que nos casemos!
-Sí, Roberto, ya soy tu mujer para siempre, ahora tendré paciencia para soportar todo hasta que llegue mi padre. Le contaré que soy tu mujer y cuando vuelvas, casándonos o sin casarnos, me iré contigo.
-Estaré de regreso en veinte días, más o menos, para entonces ya estará acá tu papá, ahí nos casaremos.
La abrazó amorosamente, volvió a besarla con frenesí… En aquel momento se oyó un toque de media en el reloj, Roberto la miró, no vio que se alarmara, ¿Que le importaba ahora el tiempo?… Siguieron acariciándose, Teresa metió las manos entre la camisa de Roberto, buscando su piel para estrujarla y pellizcarla… sus manos tocaron un pequeño objeto colgado de su cuello, lo tomó y mirándolo con curiosidad preguntó:
-¿Qué es esto?
-Es… un amuleto que me ha regalado un amigo. Me dijo que daba suerte y me aconsejó que lo llevara colgado en el cuello.
Le contó el incidente y al concluir afirmó:
-Por eso todo nos tiene que salir bien.
Luego quedó pensativo. ¿Cómo no se le había ocurrido? ¡Era lo que Teresa necesitaba para evitar tanto sufrimiento! Con esa protección todo se le arreglaría.
-Mira Teresita. Yo tengo mucha fe en la protección de este diente, porque hasta ahora todo me ha salido bien. Quiero dejártelo porque ahora tú lo necesitas, vas ver cómo van a caminar las cosas, como va a cambiar tu madre.
-Pero... si ella lo ve va a preguntarme de donde lo he sacado y seguro que me quitará si le digo que tú me has dado.
-Si crees que te lo puede quitar y no quieres que lo vea, amárralo aunque sea en tu cintura, pero tenlo siempre contigo.
Se lo desató con cuidado y se lo puso a Teresa. El alto cuello de la camisa de dormir lo ocultaba completamente; incluso el fino hilo de «chambira». Lo cogió y lo miró amorosamente; para ella tenía más valor, más significación y hasta más poder que el que le atribuía Roberto por haber sido suyo, haber estado en contacto con su cuerpo, haber tomado el calor de su pecho. Más besos, más caricias. El reloj volvió a hacerse oír, escucharon con atención, ¡las once!. Algo alarmada Teresa se apretó contra Roberto para recibir sus besos, diciendo:
-Ya me voy. Regresa pronto, te estaré esperando.
-Sí, mujercita mía, todos los días y todas las noches recordaré estos instantes. Ya nos falta poco para unirnos por siempre. ¡Hasta la vuelta amor!
-¡Adiós!
Un beso largo selló la promesa. Con esfuerzo se desprendió Teresa, se encaminó a la puerta y desapareció. Roberto se quedó largo rato y luego, lentamente, rebosando satisfacción se dirigió al buque. Le esperaba la guardia.
Teresa se acostó con la arrobadora sensación del placer que había experimentado; el recuerdo la estremecía de voluptuosidad, tardó en dormirse y la despertó la voz de su madre en la puerta de su dormitorio.
-¿No quieres ir a despedir la lancha?
Sobresaltada se levantó. ¿Se estaría burlando su madre? Recordó la noche anterior y se estremeció. Salió con cierto temor, se aseó, se vistió y de nuevo la voz de su madre:
-¡Apúrate!... Vamos a tomar desayuno para ir al almacén, el «maestre» va a recoger los conocimientos de la carga.
Levantó la vista y sorprendida notó que su madre la miraba casi sonriente, pero temerosa que fuera una celada, como contestación, la saludó y se sentó en silencio. No se atrevía ni a mirarla, sentía vergüenza recordando su aventura.. ¡Si mi madre lo supiera!.. Tembló de pensarlo
-¿Qué te pasa?... Tal vez estás enferma. ¿No tienes apetito?
Se mostraba obsequiosa, interesada. Concluyeron y fueron al almacén, María se dedicó a los trámites del embarque mientras Teresa, nerviosa la observaba con disimulo. Terminado todo, casi al mediodía se dispusieron a regresar, de pronto se oyó el pito de la lancha y Teresa se enderezó como si hubiera recibido un latigazo; María la miró con los ojos muy abiertos y casi riendo volvió a decirle:

-¿Qué te pasa? Hoy has amanecido muy rara. ¿Te asusta el pito del
«Liberal?» ¿O tienes pena porque se va?
Teresa hubiera querido gritar: ¡No! ¡No es pena! ¡Es alegría porque ya soy la mujer de Roberto y cuando regrese vamos a casarnos!... pero las palabras quedaron en su pensamiento con una inefable sensación de felicidad. Al ver que su madre sonreía, también ella sonreía.
Volvieron y en el camino María hablaba tratando de hacer hablar a Teresa
sin obtener más que los sí o los no acostumbrados, pero sin incomodarse como antes. En los días siguientes todo transcurrió en forma desacostumbrada para Teresa. Su madre cambió de trato en forma sorprendente, la armonía fue restableciéndose y ella fue tomando confianza, al punto de sentir impulso de contar lo sucedido con Roberto.

lunes, 8 de octubre de 2018

EL COLMILLO DEL LAGARTO. Capitulo VIII


LA GOTA QUE DESBORDA LA COPA.

Ausente, Manuel la vida de Teresa volvió a ser un martirio. María la asediaba abrumándola de reproches por el más insignificante detalle,

acusándole del abandono en que la dejaría al casarse.
-¡Yo te crié con la esperanza que fueras ayuda y consuelo de mi vejez!
-¡Hija ingrata!.. ¡No comprendes que solo quiero tu bien!
-¡Con el tiempo vas a pagar todo el mal que me estás haciendo!  Teresa trataba de eludir a su madre para evitar su maltrato, buscando refugio en el silencio y el aislamiento, pero ella la perseguía, la brevedad de sus respuestas, era motivo de insultos y castigos; para evitar tal persecución fingía malestar, se acostaba casi al ponerse el sol y pasaba largas horas sin conciliar el sueño; escuchaba su toque en el reloj y su imaginación la hacía esperar ansiosa e inútilmente el silbido que anunciaba la presencia de Roberto a la hora acostumbrada. Su pensamiento volaba por desconocidos parajes en su busca, tras de huidiza fantasía que no alcanzaba ni veía. Lenta e insensiblemente la pertinacia de su obsesión se convertía en sueño, envolvía sus brazos a su larga almohada, la estrechaba en su arrobamiento, con la ilusión de al fin tener al que su imaginación perseguía. ¡Días turbios de tormento interminable, que olvidaba en sus noches de ensueño de los que le dolía despertar!
Una tarde se volvió a oír el pito del «Liberal» en el puerto. Por coincidencia, Teresa y su madre estaban en una casa cercana, donde fueron de visita a una comadre. Esta tenía dos hijas, una mayor y otra menor que Teresa, que al oírlo alegremente exclamaron:
-¡El «Liberal»! … ¡Está llegando el «Liberal»!
La comadre, que conversaba con María, se contagió de  la alegría, en cambio esta frunció el ceño y miró a Teresa, quien al oírlo... un hálito de vida pareció exhalar y de su mente huyeron los sombríos pensamientos que la nublaban; sus ojos brillaron con luminoso alegría y sus labios se dilataron para ofrecer una sonrisa, pero todo se heló al encontrar la hosca mirada de su madre amenazante como un látigo.
La llegada de cualquier nave era una atracción para los pobladores, que corrían al puerto en afán de novelear. Las alegres hijas de la comadre no quisieron perder el espectáculo.
¡Mamita!.. ¡Nos vamos al puerto a ver la lancha!.. ¡Vamos  Teresa!   Y sin esperar asentimiento cogieron a Teresa por las manos y arrancaron a correr casi arrastrándola.
-¡Vayan pues! - dijo la comadre.
-¡Teresa! ... ¡No te vayas!- exclamó María alterada.
-Déjale, comadre… ¡Son muchachas!
María guardó breve silencio, pero en su semblante se notaba la ira contenida, que la comadre no vio o aparento no ver.
-A mí no me gusta que mi hija ande sin mí- dijo con aspereza. Se acercaron a la puerta  a mirar cómo corrían.
-No se van a demorar, comadre, «aurita» van a venir - las justificó- solo quieren ver la lancha…Vea, comadre cuantos están yendo.. . ¡Adiós, doña Lucha!... ¿Vas a ver la lancha? - se dirigió a una mujer que con un niñito de la mano, se dirigía al puerto.
-Sí, doña Ishti, ¿no vas a venir tú?
-Aquí estoy con mi comadre María. ¿No quieres ir comadre? - le preguntó.
Un instante de vacilación. Teresa se ha ido - pensó- ¿Que estará haciendo?.. ¡Seguramente viéndose con ese tipo!... pero yo… no soy de las que se van a meter en cualquier parte... ¡Pero Teresa!... me ha desobedecido…
¡Ya me las va a pagar!, pero no... ¡Ella no puede estar allí!
-¡Vamos, comadre Ishti! - se decidió.
-¿Te animas comadre?
Y fueron, a colmar su curiosidad la comadre Ishti, a vigilar a Teresa  y hacer que volviera, María. En la loma había mucha gente: hombres, mujeres, muchachos, que miraban la maniobra de acoderamiento del buque, haciendo los más alegres comentarios y mencionando los nombres de las personas que veían. María no se interesó ni por unas ni por otros; sus ojos buscaron a Teresa; estaba en un grupo de alegres jovencitas que hablaban ruidosamente. Se acercó llevando de la mano a doña Ishiti, como un escudo; al verla Teresa cambió bruscamente de actitud, como si su presencia la asustara y presintió que iba a llevarla. Sus ojos se encontraron, los de María chispeaban ira y amenazaban castigo, los de Teresa trataban de ocultar miedo, despecho, indignación.
-¡Vamos a la casa! - le dijo tomándole de la mano.
-¡No, doña María! - intervino una de las chicas con acento de ruego
-¡Que esté con nosotros un ratito más!
El buque terminó la maniobra, la «plancha» de acceso a él fue colocada, la tripulación dejó su puesto y Roberto que había estado en la sala de máquinas, salió a cubierta, se asomó a la borda y miró a los que estaban en la loma; de pronto… ¡Sí!... ¡Ahí estaba Teresa con su madre. Sintió hinchársele el pecho de felicidad. ¿Era posible?... Habían venido a verlo, a recibirlo, a saludarlo. Enceguecido por la dicha creyó ver que hacían señales al buque…
¡A él!... levantó los brazos  hizo señales de saludo.
-¡No, no! Ya se hace tarde y tenemos que ir a cerrar el almacén. ¡Vámonos Teresa! - y casi la arrastró tras de sí.
Teresa vio a Roberto y el saludo que hizo, hubiera querido contestarle, tuvo que seguir a su madre. Roberto las perdió de vista, pero estaba lejos de pensar que todo había sido distinto de lo que a su imaginación se le antojó; creyó rotas todas las barreras que María había alzado entre ellos, pensó que ¡al fin!, lo había admitido como novio de su hija y como demostración vino con ella a recibirlo a su llegada. Tenía que corresponder de inmediato tan amable atención. Impaciente esperó el fin de su guardia y se dispuso para ir a la casa.
-Segundo, la mesa ya está servida.
-Gracias, no voy a comer, voy a salir.
Y con apresurado paso se encaminó al pueblo.

...///

jueves, 27 de septiembre de 2018

EL COLMILLO DEL LAGARTO. Capítulo VII. final


Juan se calmó un poco, pero lloraba desconsoladamente y no quería desprenderse de la criatura; todos hablaban, preguntaban y ninguno tenía una respuesta, el terror inclinó a algunos a pensar en la aparición del «Chullachaqui»... Teodoro y Emilio llegaron poco después; éste, hombre de ciudad, más listo y más leído, no podría admitir tal infundio, se puso a observar con detenimiento lo que había en el tambo, los cadáveres y lo que había cerca de ellos y encontró en el borde del emponado un trozo de tela desgarrada de alguna prenda; lo examinó y comprobó que se trataba del puño de una camisa de hombre arrancado violentamente; no era de la tela tosca usada por los peones, sino de un género más suave. Una horrible sospecha le asaltó... ¡El colombiano!... Entonces aún no había pasado, debía estar cerca. Llamó aparte a Teodoro, le enseñó el trozo de tela y le dijo:
-Mira… esto es del puño de una camisa, ha sido roto a la fuerza.
-¿Dónde has hallado?
-Ahí en el emponado. Creo que la Rosa le arrancó al defenderse.
-¡Sí!... Pero... ¡Oye!... ¿No será del colombiano?
-Eso creo yo... ¿Pero por qué les ha matado a los dos? ¡Tal vez le han visto cerca y ha tenido miedo de que le denuncien!
-¿Pero puede haber sido él?
-¡Y quién otro puede hacer semejante barbaridad!
-Entonces vamos a prevenir a todos. No hay tiempo que perder-y alzando la voz llamó que se acercaran.
-Ustedes saben que el colombiano ha robado jebe en El Varadero y se ha huido en una canoa. Teodoro le ha seguido pero no le ha podido alcanzar y hemos creído que ya ha pasado. Íbamos a seguirle más abajo, pero, ¡miren esto!-les enseñó el puño arrancado de la camisa- debe ser del colombiano, que la Rosa le ha roto luchando con él. Pero siempre le ha muerto. Debe estar escondido aquí cerca, vamos a buscarle por todas partes, la mitad del personal por tierra, bien arriba y bien abajo, los otros en las canoas, lo mismo en las dos bandas.
Inmediatamente los mismos peones se organizaron. Las mujeres en tanto, quitaron el mosquitero y la «llanchama», limpiaron el sitio y volvieron a tenderla, colocaron los dos cadáveres juntos sobre ella, encendieron unas velas que otras fueron a buscar en sus tambos, y las colocaron a los bordes de la «llanchama»; cuando el arreglo estuvo terminado se sentaron alrededor de la rústica capilla ardiente, con las piernas cruzadas, en actitud de contemplativa meditación. De cuándo en cuándo se oían profundos suspiros, lamentos en alta voz o empezaban a llorar cantando en triste y cadencioso tono:
-¡Ya te has iiiiido!...Ya no vas a volveeeer!
-¡Quién ya le va a veeeeer... a tu mariiiiiiido!
-Te has ido con tu angeliiiiito!... ¡él te va a acompañaaaaaar!
-Diosito te ha llevaaaaado. Porque has sido bueeeeena!
Expresiones de dolor, de resignación, de esperanza en otra vida mejor, de lástima por los que dejaba, de elogio por las buenas acciones de su vida en beneficio de amigos y familiares...
Juan permanecía inmóvil, como atontado, con la mirada fija en los cadáveres, se había acercado a ellos y de cuándo en cuándo, violentamente se ponía de rodillas y hundía la cabeza entre las piernas llorando a gritos.., se calmaba, se sentaba igual que los otros, y otra vez, arrancaba a llorar desesperadamente agachando la cabeza hasta el emponado, llamándolos por sus nombres y repitiendo:
-Porqué me has dejaaaado. ¡Yo quiero ir contiiiiiigo! Mientras tanto casi todos los hombres, llenos de indignación, sin poner en duda que fuera el colombiano el asesino de la pobre Rosa y su inocente hijo partieron a buscarlo, pese a la lluvia que empezó a caer. Conscientes de lo desalmado y peligroso que había demostrado ser, se armaron con cuanto fuera hiriente o contundente para atacarlo y dominarlo si oponía resistencia: escopetas, machetes, lanzas, garrotes... unos por tierra, otros en canoas. Entre estas, una llegó cerca del escondite; al ver el «caño» detuvieron la canoa y se dispusieron a explorarlo, vieron ramas rotas en los arbustos, yerba pisada en la orilla... ¡Sin duda había pasado gente por allí!
El colombiano los vio acercarse, se dio cuenta del peligro, pero no podía hacer otra cosa que estar prevenido para defenderse. No podía huir. Tuvo la remota esperanza que pasaran de largo, más al verlos detenerse, observar y hablar entre ellos, ya no tuvo duda de haber sido descubierto y preparó su Winchester. Con su natural desprecio a la vida de sus semejantes, estaba resuelto a matar a los tres, pero se dio cuenta que matarlos no resolvía su situación, las detonaciones llamarían la atención y vendrían los demás...se estremecía... Esa gente debía estar sedienta de venganza por las dos victimas que había dejado... ¿Tratarían de matarlo o sólo querían apresarlo?... ¡Maldición!... ¡Le irían a quitar todo su caucho!... Trataría de salvar su vida. Siguió mirándolos, vio sus armas: dos tenían escopeta, el otro sólo machete y lanza, avanzaban cautelosamente.., debía adelantarse para que no vieran el batelón. Seguramente lo llevarían al campamento y con un poco de suerte y toda su audacia, podía escapar y volver por su caucho. ¡No se resignaba a perderlo! Se alzó y avanzó audazmente gritando:
-¡Alto!... ¡No se muevan porque les puedo matar!
Los tres se detuvieron y quedaron mirándolo; Cedeño siguió avanzando con la Winchester empuñada.
-¡Qué quieren!-preguntó en voz alta-Te estamos buscando-contestó uno con sencillez, luego de cierta vacilación.
-¿Para qué?
-Para llevarte a Soledad, «disqué» te has huido del Algod6n.
-¡Eso es mentira! Me ha vuelto a dar la terciana, he tenido miedo y he venido sin avisar porque no había nadie ni tenía con qué curarme-se acercó más y notándoles timidez preguntó:
-Quién les ha mandado?
-Don Emilio. ¿Y dónde está la canoa que has traído?
-Se ha «virado» bien arriba, nadando he podido llegar a la orilla y por tierra he venido -y para evitar más preguntas audazmente ordenó:
-¡Vamos! Estoy muerto de hambre porque ya dos días no como -y se dirigió a la canoa de los peones.
Le siguieron con cierto temor viéndole la carabina y sólo el horripilante recuerdo de los cadáveres, que con indignación habían visto les sobreponía; actuaban instintivamente, sin plan preconcebido, pero unidos inconscientemente en la decisión de llevarlo. Sabían que Cedeño podía dispararles, matarlos o herirlos, pero, igual que él se daban cuenta que los disparos harían venir a los demás y de todos modos sería apresado.
Con la audaz esperanza de todavía salir del apuro, Cedeño aparentó tranquilidad; no mencionaba el robo del jebe ni la muerte de Rosa y su hijo, pensó que no daban importancia a lo primero y no se imaginaban lo segundo; que fue él quien los mató. Pese a tan consoladoras reflexiones, a medida que se acercaban al campamento crecía su inquietud.
Había pasado la mitad de la tarde y cuando llegaron fue apareciendo, casi a la carrera, la gente del campamento y de los tambos cercanos. Saltó a la orilla, subió resueltamente y se dirigió al almacén abriéndose paso por entre los peones casi sin mirarlos; estos le siguieron y con alarma notó que todos estaban armados. Entró al almacén y encontró un grupo en el que estaban Emilio y Teodoro, que al verlo se abrió. Se encaró con Emilio y en alta voz preguntó:
-¿Qué pasa?
El interpelado palideció y quedó mirándolo en silencio, fijamente a los ojos, en la mano derecha estrujaba algo, nerviosamente. Desvío la mirada a los brazos de Cedeño, la bajó lentamente hasta las manos, como buscando algo y la clavó en la que sostenía la carabina. Todos los que le siguieron desde el puerto habían ingresado, pero el silencio era impresionante. Emilio se acercó lentamente al colombiano sin apartar la vista de la mano que sujetaba la carabina, éste pareció que fuera a retroceder pero a sus espaldas estaba el compacto grupo; Emilio abrió la mano y enseñándole el trozo de tela preguntó:
-¿Sabes qué es esto?
Cedeño miró y al ver el puño de su camisa que no se dio cuenta donde lo había desgarrado, palideció intensamente y sintió como que su corazón quisiera salírsele del pecho huyendo de terror... recordó la lucha con Rosa... ¡Maldición!.. ¡Ella se lo había arrancado!... El colombiano no era valiente, era sólo un desalmado sin escrúpulos, sin conciencia del derecho ni del sentimiento ajeno; no había conocido el miedo porque en los peligros que afrontó hasta entonces siempre pudo ponerse en ventaja, pero en aquel momento no podía tomarse ninguna. Hizo un esfuerzo para serenarse y paseó la mirada por los que le rodeaban: un cerco de ojos amenazantes, cargados de rencor, mirándolo sombríamente estaban fijos en él... sintió helársele la médula y temblarle las piernas.
-¿Sabes qué es esto y dónde ha estado? -volvió a preguntar Emilio fríamente.
-¡Y a mí qué me importa! -gritó en tono descompuesto por el terror que trataba de dominar.
-Es el puño de tu camisa-—se contestó el mismo Emilio, señalando la manga desgarrada- y ha estado en la mano de la Rosa -mintió para impresionarlo. Y con acento acusador continuó- la hemos encontrado muerta, con la cabeza golpeada y rota y a su hijo, al pie del emponado, muerto también.
Un murmullo amenazante se alzó del grupo de peones, que se agitó nerviosamente a sus espaldas; se volvió a mirarlos temiendo que fueran a írsele encima, golpearlo, matarlo, vengarse.
-Y yo que tengo que ver con eso-se aventuró a decir con inseguro y nervioso tono.
-Sólo tú puedes saber... ¡y sólo tú puedes haberlo hecho!.., pero vamos a mandarte a Iquitos, para que allá vean las autoridades que van hacer contigo. Nosotros no podemos hacer nada.
Un rayo de esperanza le llenó el pecho. Inmediatamente pensó que mientras llegara el día o el momento en que lo llevaran estaría libre y podía huir. Pero el murmullo fue creciendo, transformándose en voces acaloradas que pedían su castigo inmediato:
-¡Que muera como la Rosa y su hijo!
-¡Aqui mismo vamos a matarle!
-¡Tenemos que matarle!
Gente primitiva, sin nociones de lo que significaba la ley y menos el derecho legal, pensaba que hacer justicia era castigarle por propia mano, en el mismo sitio, en la misma forma; su mentalidad se inclinaba instintivamente a la ley del talión: si mató debían matarlo. Cedeño se vio perdido... ¿Qué podía hacer?... ¿Morir matando?... ¿Implorar clemencia?... Emilio se dio cuenta de la situación y alzando la voz dijo:
-Nosotros no podemos castigarlo aquí. Para eso está la policía y los juzgados criminales. Le vamos a mandar mañana mismo.
Un grito fuera del almacén le interrumpió:
-¡Ha llegado don Manuel!... «Aista»! en el puerto
Al oír la voz muchos salieron corriendo, Teodoro entre ellos. Emilio se quedó con los demás vigilando a Cedeño, quien no sabía si alegrarse o alarmarse por la noticia. El desagradable presentimiento que atormentara a Manuel, desde su salida de Caballo Cocha, se alivió a su llegada al Algodón, al enterase del robo y la fuga del colombiano, considerándolo un daño de poca importancia. Sin mucho interés en que fuera detenido el ladrón y recuperado el jebe, dispuso su persecución, en la idea que fuera medida suficiente como demostración de autoridad y más que todo para calmar su ánimo que había presentido algo peor. Pero no ocurrió así, su ansiedad crecía, el temor de algo funesto lo perseguía, y pensó en su familia, algún contratiempo grave, quizá enfermedad... no pudo soportarlo y decidió volver, aún sin cumplir con lo que debía hacer. Dos días después de la partida de Teodoro, con la mayor prisa embarcó algo de producto, escogió dos peones que lo acompañaran y navegando día y noche, trató de acortar su regreso.
Cuando Teodoro llegó al puerto lo encontró rodeado de algunos peones que ya lo habían puesto al tanto de lo ocurrido, afirmando que el colombiano fue el asesino de Rosa y su hijo, hecho que nadie había visto, pero ninguno lo dudaba; Teodoro confirmó la versión, Manuel, hondamente emocionado, sólo atinó a decir:
-¡Qué barbaridad!... ¿Pero por qué? -y después de una larga pausa- ¿Y dónde está Juan?
-En su tambo, ahí le están velando a la finada.
-Vamos al almacén, después iremos a ver a Juan... ¡Pobrecitos!... y con todo el grupo tomó el camino.
Los que quedaron en el almacén parecían no haberse movido hasta cuando entraron Manuel y sus acompañantes; Cedeño al verlos volvió a palidecer casi hasta ponerse lívido. Manuel se le acercó lentamente y mirándolo con repugnancia se detuvo a unos pasos.
¿Qué es lo que usted ha hecho? -le preguntó con acento de profunda consternación.
-¡Nada!-le contestó secamente y con desfachatez, pero sin mirarlo- me puse mal y como no había con que curarme, tuve miedo y me bajé buscando ayuda.
-No me refiero a su huida, sino a lo que ha hecho con esa mujer y con su hijo.
-¡Yo no les he hecho nada!... ¡Esas son mentiras de este imbécil! ¡Quién me ha visto!
Emilio le enseñó a Manuel el trozo de puño arrancado y señaló la manga desgarrada de la camisa de Cedeño. Manuel movió la cabeza con un gesto de horror.
-Es increíble que haya sido capaz de matar a una indefensa mujer y a una inocente criatura... Tendrá que dar cuenta de su crimen a la justicia.
Era propio y humano pensarlo y muy fácil decirlo, pero las autoridades, los jueces, estaban muy lejos y llegar hasta ellos sería difícil; Manuel lo comprendía, pero había que intentarlo. Era poco probable que Cedeño se sometiera voluntariamente y aún cuando lo fingiera por la fuerza de las circunstancias, en un viaje tan largo, hasta Iquitos, ¿como evitar que intentara huir? No tenía autoridad para llevarlo como prisionero, pero tampoco había otra forma de hacerlo, era necesario proceder con firmeza y cautela, cualquier vacilación podía ser aprovechada por el criminal. En ese instante entró corriendo Juan, con el machete en la mano; todos sorprendidos se volvieron a mirarlo con tensa expectación.
Había estado en su tambo, abstraído en su recogimiento, sin moverse de donde se sentó y parecía no ver siquiera a los que le acompañaban. Algunos de estos, desde lo alto del emponado, vieron bajar la canoa en la que llevaban a Cedeño sus captores y poco después la que conducía a Manuel; lo comentaron en voz baja, pero con tanto nerviosismo que Juan lo observó y prestando atención logró entenderlo; se puso de pie como impulsado por un resorte, preguntó y le dijeron lo que habían vista; se quedó inmóvil breves segundos, luego miró en torno suyo, vio el machete junto al fogón, fue y lo cogió, rápidamente bajó la escalera y se dirigió al puerto en busca de su canoa, no la encontró, dijo algo entre dientes y luego de ligera vacilación partió corriendo en dirección al campamento, distante unos dos kilómetros, con trechos boscosos entre los alejados tambos. Corría sin pensar que iría a hacer; lo único que sabía era que el asesino de su mujer y su hijo había sido encontrado.
Entró al almacén y se dio con el grupo de gente, se detuvo jadeante, vio a Cedeño casi pegado al cerco de ponas y frente a él a Manuel que le estaba hablando; se le nublaron los ojos de indignación, se irguió y como si hubiera recibido una descarga eléctrica se lanzó contra él con el machete en alto, Cedeño lo vio entrar, y apenas tuvo tiempo de levantar la carabina para parar el machetazo que le iba dirigido y dio contra el cañón con estridente sonido metálico despidiendo chispas.. La violencia del golpe hizo que se le escapara el machete de la mano, proyectándose lejos, pero, sin dejar tiempo al colombiano para reponerse se le abalanzó y cogió del cuello con las dos manos; el paso de su cuerpo lo derribé de espaldas soltando la carabina, Juan cayó encima y siguió estrangulándolo. Cedeño, mucho más fuerte, logró deshacerse de la presión, dominarlo y tirarlo al suelo junto al cerco, se puso en pie de un salto y cogiendo la carabina, antes que Juan pudiera levantarse empezó a darle de culatazos que lo dejaron sin sentido.
Todos, sorprendidos por la imprevista acometida de Juan, se quedaron inmóviles, pero al ver que el colombiano lo golpeaba en el suelo se le fueron encima, éste se volvió para hacerles frente dejando detrás suyo a Juan y enfilándoles la carabina, con desesperación gritó:
-No se acerquen porque los mato!
Todos retrocedieron, Cedeño creyó haber dominado la situación.
-¡Suelten las armas! -volvió a gritar.
Casi todos estaban armados, algunos con carabinas, otros con escopetas, pero ninguno obedeció. Manuel, que nada tenía en las manos, repuesto de la sorpresa, se dio cuenta de la terrible situación y del peligro que corrían; tratando de conservar la serenidad le dijo en tono firme: -Baje esa arma, Cedeño, nadie le va a hacer nada. Si Juan lo atacó es porque cree que usted ha matado a su mujer y a su hijo, todos creemos lo mismo, pero no tema, los jueces de Iquitos lo juzgarán.
-¡Yo no quiero saber nada de jueces!... ¡Yo no he hecho nada!... ¡Déjenme ir! Ahora mismo voy al puerto para tomar una canoa y largarme... ¡Yo solo!... ¡Y que nadie me siga porque lo mato! -barbotó con el rostro desencajado y se adelantó tres pasos.
Instintivamente todos se aprestaron a la defensa; sólo Manuel no se movió y quedó más cerca del colombiano.
-No intente hacer eso, Cedeño, no va a lograrlo, somos muchos y usted está solo.
-¡Usted va a ser el primero en morir si quieren detenerme!
Ante esta amenaza, Teodoro se adelanté y se puso al lado de Manuel, los demás se quedaron quietos pero amenazantes. Juan empezó a moverse, estaba recobrando el conocimiento. Manuel, decidido a poner término a la situación se adelanté un paso repitiendo:
-Deje esa arma, Cedeño, no le va a pasar nada.
La distancia era corta, Cedeño movió ligeramente la carabina para rastrillarla, Teodoro se dio cuenta que no estaba lista para disparar y se adelantó con rapidez para impedirlo, pero no pudo evitar la operación, sólo atinó a dar un golpe con su carabina al cañón de la de Cedeño y desviar la puntería.., salió el tiro hacia abajo, que le cayó a Manuel en la región inguinal, se dobló apretándose el vientre y cayó al suelo. Teodoro, que tampoco tenía lista su carabina para disparar, lo atacó a golpes con ella para impedir que volviera a rastrillarla, pero Cedeño le acertó un culatazo que lo derribó y para ultimarlo rastrilló la suya. 
Juan estaba viéndolo todo, pero no podía moverse porque tenía una pierna rota. Al ver al colombiano amenazando a Manuel se arrastró hacia su machete y llegó a cogerlo, con un desesperado esfuerzo se puso de pie y en el instante que Cedeño disparaba contra el caído Teodoro, se le lanzó por la espalda tirándole un machetazo que le cayó en la clavícula... un grito de dolor.., se volvió Cedeño y se encontró con otro machetazo en la cabeza... cayó.., y Juan siguió tirando machetazos, como enloquecido, sobre un cuerpo que se agitaba desangrándose por todas partes... Todo ocurrió en contados segundos.
Manuel estaba tratando de levantarse, Juan volvió a desplomarse, pero con el machete fuertemente sujeto en la mano, Teodoro en el suelo, con una herida en el pecho, parecía sin vida, el colombiano era un cuerpo informe que se desangraba entre convulsiones. Los demás, que por la sorpresa no reaccionaron para intervenir en la lucha, acudieron en auxilio de los heridos o a mirar horrorizados el cuerpo sangrante del colombiano.
Emilio acudió en ayuda de Manuel, tratando de ponerlo en pie, pero no podía sostenerse, pidió ayuda y entre varios lo levantaron en vilo, lo condujeron al entarimado de pona que servía de mostrador y lo acostaron; examinó la herida que sangraba, el orificio de entrada del proyectil estaba cerca de la cadera y parecía haber tocado el cuello o la cabeza del fémur; el menor movimiento le producía intenso dolor. Teodoro parecía estar grave; la bala le entro entre la segunda y tercera costilla del lado izquierdo, pero sangraba muy poco; lo levantaron y lo acostaron a continuación de Manuel. Juan, que al parecer había caído agotado por el esfuerzo, trataba de levantarse pero no podía, acudieron sus compañeros a ayudarle, pero tampoco podía sostenerse; como no había lugar para ponerlo en el mostrador, lo atendieron en el suelo.
Nadie sabía que hacer para atender a los heridos. Emilio, a su modo, aplicó a Manuel una compresa con tela del almacén, para contener la hemorragia, después de lavarle la herida con aguardiente; igual hizo con Teodoro, que ya daba señales de vida y para Juan, que al parecer tenia fracturado el fémur, mandó preparar dos pedazos de pona y le hizo un entablillado que ató con el mismo género que sacó del almacén. Todos estaban asustados y actuaban mecánicamente. Manuel, algo recobrado y más sereno, sin alzarse, pues no podía hacerlo, llamó: -¡Emilio!-y cuando se acercó le preguntó:-¿Es grave la herida de Teodoro?
-No sé don Manuel, es «en su pecho» y no puede levantarse ni hablar, pero se queja mucho.
-¿Y Juan?
-Tiene golpes y heridas en la cara, en la cabeza y en el pecho, pero, lo peor es que su pierna está quebrada.
-¿Y el colombiano?
-¡Ese está muerto!  No sé como Juan ha podido atacarle, cuando no puede ni pararse... ¡Habrá sido por la desesperación de querer vengar a su mujer!
-Bueno... si está muerto el colombiano tienen que enterrarlo, pero será mejor esperar hasta mañana.
-¿Porqué, don Manuel?... Mejor esta noche, porque mañana al mediodía le van a enterrar a la Rosa y a su hijito. Quieren velarle toda la noche, ya le van a llevar a su marido a la «velación»
-¡Ojalá yo pudiera ir!... ¿Vas a ir tú?
-No, don Manuel, quiero estar aquí para cuidarles.
-Está bien, gracias. Entonces primero manda preparar una canoa grande con «pamacari», para que mañana de madrugada nos lleven a Teodoro a Juan y a mí. Escoge ocho hombres de los mejores, a ver si en cuatro días podemos llegar a Caballo Cocha para que nos curen.
-Pero Juan no va a querer ir, va a querer estar con su finada y con su hijo hasta el último.
-Trata de convencerlo, si no puedes... ¡Qué se va a hacer!
Los amigos cargaron y llevaron a Juan a la canoa, y en ella a su tambo, lo subieron y acomodaron acostado junto a la «llanchama» y como no se movía parecían tres los cadáveres. Fueron llegando los vecinos y silenciosamente se sentaron en el emponado, en torno al sencillo aparato funerario. Anocheció. Uno de los presentes comenzó a modular en un pífano una melodía primitiva de tristísima tonalidad, que llenaba el ambiente de lacerantes efluvios, anudaba las gargantas, desgarraba las fuentes del dolor, acompañándose del batido acompasado y monótono de un tamborcito que semejaba las pulsaciones de un corazón que se está muriendo, entre los melancólicos o agudos lamentos de las lloronas.
Mientras tanto los designados por Emilio, febrilmente preparaban la embarcación para el viaje; hicieron un entarimado de ponas en el fondo para acostar a los heridos y armaron el «pamacari» que los protegería de la intemperie. El viento, por sobre las ondas del río, llevaba hasta ellos, vagamente, las tristes notas del pífano, el lúgubre batido del tamborcito y los lamentos de las plañideras, llenándolos de tristeza e indignación. Hacían ruido, hablaban en voz alta, daban golpes sin motivo, con el inútil afán de opacarlos, de no oírlos, para no sentir sangrar dentro de sí una cruenta herida. Muy pasada la medianoche terminaron el trabajo y uno de ellos fue a dar aviso a Emilio.
-Entonces vayan a enterrar al colombiano y después a dormir. A las cuatro de la mañana vamos a bajar, ¡Ojalá! lleguemos pronto porque Teodoro parece que está «bien mal».
Con instrucciones de hacer el viaje lo más rápido posible partieron a la hora indicada; bogaban que parecían volar la embarcación, no se preocuparon por comer siquiera. Manuel trataba de estar quieto para no sentir dolor y amodorrarse, Teodoro inmóvil junto a él, parecía dormir, pero su respiración era jadeante. Como al medio día se acercó uno de los peones y le dijo:
Patrón, ¿no quieres comer?
Abrió los ojos y sonriendo forzadamente contestó:
-No tengo apetito, gracias, coman ustedes nomás. Tal vez Teodoro- volteó la cara y lo miró- ¡Teodoro!... llamó tres veces sin obtener respuesta. Levantó la mano y le tocó la suya; la encontró fría, le tocó la frente y con preocupación murmuró.
-Parece que tiene fiebre... ¡Dios santo!... ¿Qué va a pasar?
Desde aquel momento, a cada instante le tocaba la frente, cada vez más angustiado. La canoa seguía deslizándose velozmente, los peones parecían no sentir fatiga. Anocheció y seguían lo mismo. Manuel llamó:
-¡Lucas!... ¿No van a descansar?
-Más tarde patrón, conocemos bien el Ampiyacu y podemos aprovechar que «no es oscuro»
Manuel estaba angustiado por Teodoro y esa angustia le hacía olvidar su propio dolor. La oscuridad debajo del «pamacari» apenas permitía ver los contornos de su silueta; seguía tocándole la cara de tanto en tanto y a cada vez le parecía sentirla más ardiente. Perdió la idea del tiempo y sin saber porqué se sobresaltó de repente. Ya no oía el jadeo... con doloroso esfuerzo se puso de costado y acercó más, tratando de oír su respiración, con más alarma se incorporó cuanto pudo y acercó su cara a la suya... y con terror comprobó que no respiraba... llamó gritando, se acercaron y con desesperación exclamó:
-¡Creo que Teodoro ha muerto!... ¡Enciendan una luz!
Prendieron un farol y lo acercaron a Teodoro... ¡Estaba muerto!... sus ojos estaban abiertos y vidriados, su boca, ligeramente entreabierta parecía esbozar una sonrisa, la lívida palidez de su rostro, a la amarillenta luz del farol le daba la apariencia de una figura de bronce.
-¡Santo Dios!... -exclamó Manuel- ¿Por qué tiene que suceder esto?... ¿Qué mal ha hecho este hombre para morir así?... ¡Sólo por protegerme!... ¡Por salvarme!... ¡Qué injusto eres Dios mío!... -y se puso a llorar como un niño.
Todos se habían acercado dejando la canoa al garete y miraban en silencio el cadáver de Teodoro y al acongojado Manuel; nada decían porque ninguno era capaz de expresar su sentimiento en palabras, pero sus toscos semblantes reflejaban una profunda tristeza y una gran aflicción. El selvático no sabe hablar de sus penas ni consolar las ajenas, soporta las suyas con estoicismo, llorando muchas veces, sin complejos de machismo y trata de aliviar a la vuelta contra la naturaleza, aprenden a tomar la muerte como un designio inevitable, no la temen, porque saben que en una u otra forma debe llegar. Curan sus enfermedades con plantas, resinas, barro, no para evitar la muerte sino para aliviar el dolor y el sufrimiento. Algo calmados todos, preguntó Lucas:
-¿Qué hacemos patrón?
-No sé dónde estamos, pero tenemos que atracar en algún tambo.
-Su tambo del Anahuari está lejos todavía, faltan unas seis vueltas creo.
-Entonces ahí vamos a atracar... ¿Qué hora debe ser?
-De aquí a dos horas va a amanecer.
De nuevo empezaron a remar, pero parecía que el suceso les hubiese quitado energía, aliento; ya no bogaban con el mismo empuje que hasta entonces; el golpe de los remos ya no era acompasado y parejo. Había oscurecido más y las orillas semejaban murallas borrosas custodiadas por sombríos gigantes que se alzaban juntos o alejados, inmóviles como fantasmas en la oscuridad. Cuando Lucas creyó estar cerca dio un grito prolongado y característico, que se elevó por entre las sombras... lo repitió dos... tres voces, hasta que de repente una luz brilló en el horizonte. Era el puesto al que esperaba llegar.
-¡«Aistá» el Anahuari!
Bogaron más deprisa hasta encostar. El llamado Anahuari, su mujer y tres hijos, despertaron al oír la señal que pedía auxilio; prendieron dos faroles y acudieron al puerto. Hondamente impresionados por los sucesos, que a grandes rasgos les relataron, solícitos ayudaron a desembarcar, primero a Manuel que estaba desfallecido; lo condujeron en brazos hasta el tambo, lo acomodaron en el emponado, poniendo los mosquiteros sobre la «llanchama», para aliviar su dureza; luego subieron el cadáver, que también pusieron en el emponado, pero lejos de Manuel. La mujer de Anahuari introdujo el extremo de cuatro velas en unas botellas vacías, para utilizarlas como candelabros, las encendió y colocó a los lados de la cabeza y los pies. Todos se sentaron alrededor, a cierta distancia del humilde altar de dolor, en el más profundo silencio.
El cielo empezó a clarear por encima de las copas de los árboles anunciando el amanecer y casi en forma brusca, como si se alzara un telón, apareció el sol con su séquito de luz. Manuel llamó a Anahuari y con débil voz le preguntó:
-¿Tienes para preparar un poco de comida para todos?
-Si, don Manuel, ya «lei» dicho a mi mujer que prepare y mi Pedro ha ido a sacar un poco de yuca para hacer un buen «shirumbi»
Manuel no comió. Los demás lo hicieron en silencio. Cerca el mediodía Lucas se acercó a Manuel.
-Patrón-le preguntó-¿Le enterramos ya a Teodoro?
-Sí-contestó con afligido acento, cerrando los ojos.
Un desfile de recuerdos se atropelló en su mente. El muchacho animoso, que siempre estaba dispuesto, que nunca regateé su ayuda y solía adelantarse a las órdenes, que nunca mostró un gesto de disgusto en el trabajo, el que se había dado íntegro a su servicio… le dejaba para siempre… y no pudo evitar amargas lágrimas recordando que por impedir que el colombiano le disparara fue atacado... si no lo hubiera intentado no le habría matado... ¡Quiso salvarle la vida y perdió la suya... ¿Y yo?-se dijo- ¿A mi qué me espera?... Son cinco días que tenemos que viajar... ¿Los soportaré?... y se sumió en el negro vacío de la incertidumbre.
A unos cincuenta metros del tambo, los peones cavaron un profundo hueco rectangular; en el fondo y en los lados colocaron unas ponas haciendo una caja, envolvieron el cadáver en una hamaca vieja y lo condujeron para colocarlo sobre las ponas, lo cubrieron con otras y luego rellenaron de tierra. Todo en el más profundo silencio, parecían autómatas; lo único que relevaba la solemnidad del acto era la tristeza, el dolor que
reflejaban todos los semblantes y las lágrimas que inundaban los ojos. Alguien había labrado una rústica cruz de una gruesa «espintana» y al final la clavó sobre la tumba.
Manuel, incorporado trabajosamente, miró desde lejos la sencilla ceremonia. Cuando concluyó, con amarga desesperación, exclamó:
-¡Pobre Teodoro!
El viaje continuó inmediatamente. Tenían impaciencia por llegar a su destino, instintivamente comprendían el peligro que significaba la demora.
 LÉXICO DE REGIONALISMOS
MITAYO: Mitayero. Caza, el que va de caza.
CUMBA: Tejido de hojas de palmera “yarina” que se usa para rematar la parte alta de los techados de los tambos.
CAMU-CAMU: Fruta cítrica de sabor agradable de un árbol que crece a la orilla de los ríos de poco cauce.
TANGANA: Pértiga de madera especial que usan los indios para impulsar sus canoas apoyándola en el fondo del río.
HUANCAHUI, CHICUA: Pájaros de la selva considerados agoreros.
 GUABA: Árbol que produce un fruto del mismo nombre en la selva.
URCUTUTU: Ave rapaz nocturna parecida al mochuelo. El nombre le viene de la modulación de su canto.
CHULLACHAQUI: Pie torcido. Superstición selvática constituida por un ser de apariencia humana, con un pie torcido, según unos, o sin él, según otros. Atrae con promesas y engaños para destruir a sus víctimas.
PAMACARI: Toldo de hojas de palmera “yarina”.
SHIRUMBI: Nombre típico del cocido tradicional. Carne, yuca, zapallo, frejoles y otras menestras.
ESPITANA: Árbol de una madera flexible, liviana e incorruptible.






miércoles, 26 de septiembre de 2018

EL COLMILLO DEL LAGARTO, continúa.

En cuanto a Cedeño, dos días antes, mientras bajaba arrastrado por la corriente; oyó el lejano golpe de los remos de sus perseguidores; el río más ancho, menos correntoso y sin el peligro de las palizadas, le permitió gobernar la embarcación con más facilidad, bogó presuroso a una de las orillas buscando un «caño» para esconderse y no tardó en encontrar una pequeña ensenada, a empujó tanto como pudo al fondo y mirando a través de los altos arbustos vio la embarcación que bajaba y reconoció a Teodoro y sus acompañantes. No dudó que iban en su persecución, comprendió que las cosas se le podrían complicar y sintió desaliento.
-¡Maldita sea!-murmuró- Y ahora... ¿Qué voy a hacer? -se quedó caviloso largo rato, hasta que desapareció la canoa y luego, irguiéndose, en alta voz exclamó- ¡Qué carajo!... como sea tengo que seguir! y de nuevo se empujó a la corriente.
Tres días después, al atardecer, vio de lejos el primer tambo de Soledad, los otros estaban de cien a doscientos metros distantes unos de otros; era imposible que pudiera pasar sin ser visto desde ellos y pensó esperar la noche para hacerlo, favorecido por la oscuridad. Buscó en la orilla un lugar apropiado para ocultar el batelón, lo aseguró, comió lo de costumbre y se dispuso a esperar. Súbitamente le acudió un recuerdo:
¡El «tapaje» donde flotaban las bolas de jebe! y se le avivó la ambición. Ya es más fácil la navegación-pensó- seguramente hay algunas bolas que puedo embarcar... hay suficiente capacidad en el batelón... nada pierdo con ir a ver mañana. Creyó recordar el sitio y se durmió con la idea metida en la cabeza.
Despertó muy temprano, se puso el machete en la cintura, empuñó la carabina y escondiéndose entre los arbustos se dirigió a la orilla para observar y orientarse. Después de largo rato se dio cuenta que el «tapaje» estaba en la margen opuesta y mucho más arriba.
-¡La cagué, carajo!... Tendría que surcar bastante y... ¡yo solo!... ¡Con tamaño batelón!... Lo peor es que ahora, de todos modos tengo que esperar la noche para bajar... ¡He perdido un día por bruto!
Miró con detenimiento hacia el primer tambo y vio a sus ocupantes preparándose para ir al trabajo en las «estradas» que quedaban al centro; esperé y calculando que ya se habrían alejado, se acercó caminando a trechos y ocultándose por si alguno se hubiese quedado. No había nadie. Subió al emponado y al ver todavía humeantes los tizones y percibir el olor de comida, se le despertó el hambre atrasado; vio una olla de barro cerca del fuego, fue hacia ella, quitó el viejo plato de fierro enlozado que le servía de tapa y encontró yucas, plátanos y trozos de carne sancochados aún calientes. Sacó cuanto había y lo devoró hasta terminarlo; satisfecho se limpió las manos en los pantalones y volvió a su escondite.
Cuando anocheció, notó con impaciencia que era una de esas noches tropicales, con cielo cuajado de estrellas, que permitía ver a distancia; distinguió fácilmente la silueta del tambo que había visitado, podría verse también una embarcación en medio del río. Esperó que oscureciera más, pero, alarmado observó que unas luces subían y bajaban el río, posiblemente en canoas que estaban vigilando. Y así era. Los peones habían tripulado varias canoas para hacer ronda toda la noche y los de los tambos fueron avisados para que vigilaran si bajaba alguna embarcación y en caso de verla, dieran la alarma con descargas de escopeta.
No le fue difícil a Cedeño darse cuenta de lo que estaba sucediendo y temió complicaciones si se atrevía a bajar. Pensó que la vigilancia cesaría más tarde o al amanecer y esperó vanamente, las lucecitas, flotando en el agua como fuegos fatuos, aparecían y desaparecían; la ira no le dejaba dormir, pero al amanecer sucumbió al sueño.
Juan y Rosa vivían en el tambo siguiente al que visitó Cedeño, distante como doscientos metros. Cuando regresó del trabajo encontró a su mujer sobresaltada.
-Hey estado con miedo -le dijo-todo el día ha estado cantando el «huancahui»... y la «chicua», dos veces ha venido a sentarse en la «guaba»... «hey» creído que algo te ha pasado.
Juan la miró con los ojos muy abiertos y un gesto de disgusto. Los selváticos son muy supersticiosos y fatalistas.
-Que «ya vuelta» va a pasar!... ¡«Eses mal agüero»!... ¿Dónde está el Juancito?
-Aista» jugando en la canoa.
-¿Y como le has dejado ir?... ¡Anda vete y «traile»!... Cuando le ha picado la víbora del Inuma a su hijo ha estado cantando el «huancahui» y se ha muerto.
Rosa fue y el chico subió al tambo corriendo y llorando a refugiarse en los brazos de su padre, porque su madre le dio un pescozón por negarse a regresar. Cinco años, vestía una larga camisa que le llegaba a las rodillas y se le alzaba en el abultado vientre que denunciaba abundancia de parásitos intestinales. Juan lo recibió en cuclillas y lo acarició toscamente.
-Por qué no le obedeces pues.
En ese momento llegó un peón del almacén.
-Juan, dice don Emilio que te vayas en tu canoa para hacer ronda en el puerto hoy de noche. El colombiano «disqué» se ha huido del Algodón robando jebe y está viniendo en un batelón. Tenemos que agarrarle en el puerto para quitarle. El Teodoro ha venido siguiéndole, pero le ha pasado sin verle.
-¡Apota on!»... ¿yo solo voy ir?
-No. También va ir el Lucas, el José y el Pashmiño.
-Después de merendar «nomasiá»... Quédate a merendar, después nos vamos en mi canoa... ¡Qué vas ir por tierra!
El temor de Rosa creció. No podía olvidar el canto del «huancahui», que anuncia desgracia, ni la presencia de la «chicua», mensajera de la muerte. ¿Por qué tenía que ir Juan?... Pero ella no podía oponerse. Luego que se fueron y tan pronto oscureció puso su mosquitero y se metió dentro con su hijo, disponiéndose a dormir, pero tardó en lograrlo, porque a intervalos casi regulares oía el lúgubre canto del «urcututu»’, que se le antojaba también de funesto presagio.
Despertó cuando la sonrosada luz del naciente sol empezaba a regarse lentamente en el firmamento, en el bosque, en el río, diluyendo las sombras que huían a esconderse hasta que el sol se fuera. Se levantó y fue a la orilla a mirar si Juan volvía, como si su impaciencia pudiera hacer más rápido su regreso; recogió en el hoyo de sus manos agua del río, se lavó la cara y humedeció sus cabellos, luego regresó lentamente. Juancito seguía durmiendo. Juntó los tizones del fogón, hizo virutas de un trozo de madera, las puso junto a ellos y cogió su yesquero: un trozo de cuerno recortado como cubilete; tomó el pedernal en la misma mano y con el eslabón en la otra lo golpeó haciendo chispas que prendieron la yesca, la juntó a las virutas y se hizo fuego. Volvió al río con una olla, la llenó de agua y después de mirar largo rato hacia abajo, regresó y la puso al fuego. De espaldas a la escalera del tambo, cogió unos plátanos, se puso en cuclillas y empezó a quitarles la cáscara con un machete, para ponerlos a sancochar. De pronto, algo instintivo la hizo volverse y con terror vio al colombiano subiendo la escalera; con el susto se le cayó el machete, se puso de pie y corrió hacia la parte posterior con la intención de tirarse del emponado, pero se detuvo en seco y volviéndose miró el mosquitero dentro del que estaba su hijo.
-No tengas miedo-le dijo Cedeño- no te voy hacer nada-y se le acercó.
Rosa se hizo a un lado tratando de alcanzar el mosquitero.
-¿Dónde está tu marido?
Temblando de miedo contestó. Se acercó más y la cogió de un brazo. Al contacto lanzó un chillido de terror y quiso huir, Cedeño la sujeto con rudeza, Rosa se revolvía tratando de desprenderse.
-¡No grites, carajo!.. ¡Te he dicho que no te voy a hacer nada!
Soltó la carabina al emponado, la cogió con ambas manos y sacudiéndola con violencia le gritó:
—Si no te callas te voy a pegar. ¡Estate quieta!
Y la abrazó fuertemente para evitar que se moviera. El contacto del cuerpo le produjo una súbita sensación de placer, se le despertó la lujuria y sin dejar de sujetarla comenzó a manosearla brutalmente; Rosa se resistía y forcejeaba para librarse de los brazos del colombiano; el semblante de éste cambió, de amenazante y furioso se trocó en sonriente y burlón, suavizó la presión de sus brazos, creyendo que se calmaría, pero ella hizo más fuerza para rechazarlo y escapar; la volvió a sujetar fuertemente con un brazo y con una mano le levantó la falda buscando sus muslos y sus nalgas, los estrujó libidinosamente, casi levantándola en vilo... La resistencia le exasperaba y hacía más intenso su deseo hasta  enfurecerlo; la cogió por la cintura, la doblé, la tendió en el emponado, le puso una rodilla en el vientre, la sujetó por los hombros y se le puso encima; ella jadeaba sordamente, pataleando contra el emponado desesperadamente.
El ruido de la lucha desperté a Juancito, que asustado vio lo que estaba sucediendo, empezó a llorar a gritos viendo que el hombre maltrataba a su madre y en un instintivo arranque de amor filial corrió hacia ellos y se prendió de los cabellos del colombiano, creyendo poder ayudarla. Cedeño se levantó furioso y cogiendo con las dos manos la criatura la lanzó con fuerza hasta fuera del emponado... Un grito de terror del niño cruzó el aire, terminando en un golpe sordo en el suelo, producido por el cuerpo que cayó desde aquella altura... En ese brevísimo tiempo Rosa se levanté como un relámpago, corrió hacia el fogón, cogió el machete que había dejado caer y se abalanzó como una fiera sobre el colombiano, tirándole una cuchillada, que por lo sorpresiva apenas pudo esquivar protegiéndose con el brazo, en el que recibió una leve herida. Rosa volvió a atacar, pero Cedeño, de un salto se acercó a la carabina, la cogió y blandiéndola con una maza, dio de golpes a Rosa, que cayó exánime manando sangre de la cabeza, los oídos y las fosas nasales... Se le acercó, la miró y con tono de disgusto murmuró:
-¡Carajo!... ¡Creo que la maté!... ¡Por estúpida!... Y ahora... ¿Qué voy a hacer?... ¿Porque mierda he tenido que venir a meterme aquí?
Se acercó al borde del emponado y vio a Juancito inmóvil tendido de espaldas.
-También parece muerto-siguió monologando- ¡Se jodieron, carajo. Pero yo... ¿Cómo me largo de aquí?... ¡Esta noche tengo que pasar aunque sea a tiros.
Sin sentir el más leve remordimiento bajó del tambo y cautelosamente regresó a su escondrijo, decidido a esperar la noche para seguir huyendo Al mediodía empezó a llover y pensó que la lluvia en la noche favorecería su huida, porque haría menos efectiva la vigilancia. Juan regresó a su tambo a media mañana; se sentía desvelado, pensaba llegar, comer y ponerse a dormir. Además estaba disgustado por lo inútil de la vigilancia cuando ya el colombiano había pasado, como supusieron porque nada ocurrió; pero Teodoro anunció que más tarde saldría una comisión de seis hombres para darle alcance antes que saliera al Amazonas y le propuso que fuera uno de ellos; rio aceptó alegando que estaba desvelado y que había otros peones que podían ir.
Amarró su canoa, se puso el remo al hombro y subió con paso lento; el tambo estaba como a treinta metros de la orilla y cuando se acercó, varios gallinazos levantaron el vuelo. Sorprendido se detuvo en seco y un sombrío recuerdo le acudió: ¡el canto del «huancahui» y de la «chicua» que su mujer oyó!... Y no venían su mujer y su hijo, que al oírlo llegar solían salir a su encuentro. Se acerco mirando a todos lados, empezó a subir a su encuentro. Se acercó mirando a todos lados, empezó a subir la escalera y al llegar su cabeza al nivel del emponado vio a su mujer tendida en él.... terminó de subir rápidamente y corriendo se acercó. Quedó clavado de espanto al verla con la cabeza y la cara destrozada, cubiertas de sangre coagulada, sobre un reguero casi seco, se llevó las manos a la cabeza y quedó mirándola con ojos desorbitados... de repente recordó a su hijo, miró por todos lados, vio el mosquitero cubriendo la «llanchama»,fue hacia él lo levantó... ¡Nada!... corrió a uno y otro borde del emponado y... ¡Ahí estaba!.., al pie, con los brazos abiertos hacia el cielo... De un salto se tiró junto a él, lo tomó en sus brazos y lo estrechó contra su pecho... ¡Todavía estaba tibio!. Empezó a gritar como enloquecido, corriendo de uno a otro lado, cada vez más desaforadamente... ninguna palabra, sólo grito que parecían alaridos de un ente salvaje.
Los de los tambos cercanos oyeron los gritos y alarmados corrieron a ver que sucedía. Juan no podía hablar, pero no era necesario... ¡Tenía en sus brazos a su hijo muerto y en el emponado estaba Rosa con la cabeza destrozada!... Uno de los vecinos, más sereno, buscó la escopeta de Juan, la cargó sólo con pólvora y disparó al aire; tres veces repitió la operación, que era la señal más indicada para llamar la atención de los pobladores de Soledad y no pasaron quince minutos que empezaron a llegar, caminando unos, en canoas otros, casi todos los habitantes del poblado. Quedaron horrorizados del espectáculo.


...///

lunes, 24 de septiembre de 2018

EL COLMILLO DEL LAGARTO, continúa.

CAPITULO VII 

LA TRAGEDIA DE SOLEDAD.


El viaje de Manuel fue casi directo al Algodón. Se detuvo en Soledad el tiempo indispensable, pues un desagradable presentimiento le impulsaba a llegar lo antes posible para volver pronto. Encontró alarmado el personal en el puerto del varadero y su sorpresa fue grande al ver el tambo que serviría de almacén. Lo rodearon con gesto que reflejaba profunda consternación y Teodoro, todo contrito, le contó lo que había sucedido y cómo fue él mismo el causante por haber autorizado la construcción del tambo, sin pensar que fuera un ardid de Cedeño para consumar su plan.
Apenas tres días antes se habían producido los acontecimientos. Cedeño había puesto gran empeño en la construcción del tambo-almacén, con gran alegría de Teodoro, que pensaba en la satisfacción de su patrón al ver adelantado su proyecto. De inmediato le propuso que se efectuara el transporte de lo que se iba acumulando en el campamento al nuevo almacén, aduciendo que así estaría listo para el embarque y las comisiones abreviarían su regreso; agregó que se encargaría de todo y le bastaba un hombre que lo acompañara en el cuidado del almacén, Teodoro volvió a caer en la trampa y el producto empezó a ser transportado. Cuando Cedeño consideró suficiente la cantidad decidió dar el golpe; necesitaba quedarse solo y para lograrlo envío al peón que lo acompañaba al «mitayo» el mismo día que los transportistas debían volver al campamento. Partieron estos, el «mitayero» regresaría por la tarde, tenía tiempo para ultimar su plan.
Una hora después de quedarse solo se quitó la camisa y comenzó a llevar rodando las bolas de jebe hasta la orilla y con gran esfuerzo, pues las bolas eran grandes y pesadas, embarcó veinte en un batelón, las cubrió con dos «cumbas» que había preparado, se bañó rápidamente, se vistió, metió en su bolsa enjebada fariña y carne seca del monte, tomó su carabina, machete, un remo, se metió en la embarcación y se empujó a la corriente. Ya era casi mediodía.
Tan pronto comenzó a bajar surgieron dificultades que no había previsto. La embarcación era grande y sí vacía era pesada, con carga le resultaba difícil gobernarla; el río no era ancho, pero si muy correntoso, de constantes y cerradas curvas, con muchos palos que emergían del fondo, moviéndose amenazadores al impulso de la corriente; varias veces se atravesó el batelón en ellos y tuvo que tirarse al agua para sacarlo de las atascadas.
Sin tener idea de la distancia que había recorrido, al oscurecer buscó un sitio debajo de las ramas de un «camu-camu», que tocaban las aguas y ocultó la embarcación, comió un poco de fariña, para calmar su hambre y se acomodó sobre las «cumbas» para dormir, lo que logró muy pronto por la fatiga que sentía, sin poder evitar pensar en las serias dificultades con que tropezaba por falta de alguien que lo ayudara. Pero no tenía alternativa, seguiría, acaso en lo más ancho del río no fuera tan difícil la navegación.
Muy temprano desató la amarra y de nuevo se empujó a la corriente; los palos atascados meciéndose imperturbables, parecían largos brazos haciéndole señales de despedida; evitar que el batelón chocara o se atravesara en ellos no le permitía un momento de reposo. De pronto en un recodo apareció una canoa tripulada por cuatro indios que con largas «tanganas»  la hacían surcar velozmente cerca de la orilla; al verlos se sobresaltó, pero se calmó al comprobar que eran indios y pensó en contratarlos para que lo ayudaran. Gritó llamándolos en su auxilio, ofreciéndoles recompensa, pero no obtuvo respuesta; los indios continuaron «tangueando» al mismo ritmo, surcando en su canoa a la misma velocidad, hasta que en otro recodo se perdieron de vista. Seguramente no entendieron lo que quería decirles y no le hicieron ningún caso. Maldiciéndolos a su antojo, se conformó pensando que acaso en algún tambo habitado podría encontrar algún indio que quisiera ayudarlo.
Después del mediodía, de súbito el cielo se nubló y empezó a llover, al principio suavemente, pero, poco a poco fue aumentando la precipitación, hasta que parecía un diluvio y el agua fue llenándose en la embarcación; remando desesperadamente buscando la orilla tras grandes esfuerzos logró llegar, pero estaba inundada; pasó la amarra por la rama de un árbol caído y la sujetó. Seguía lloviendo con fuerza, el agua casi cubría las «cumbas» que ocultaban las bolas de jebe, estaba aterido, hambriento y otra vez no tenía idea del tiempo transcurrido ni de la hora que fuera. Veía que era necesario achicar el agua por el riesgo de que hundiera la embarcación, pero no tenía con que hacerlo; de nuevo, desesperado, maldijo su suerte como un energúmeno, se sentó en el banco como si nada le importara, pero a medida que veía subir el agua sobre las hojas de palma crecía su terror, pensando en el naufragio, la pérdida de la carga y la situación en que quedaría.
Casi al anochecer cesó lentamente la lluvia, al notarlo sintió un gran alivio, pero le atormentaba el no saber cómo haría para achicar el agua. La noche cayó rápidamente, se quitó las ropas, las exprimió y la puso en el extremo de la tabla que servía de banco, se envolvió en una manta que extrajo de su bolsa enjebada, se encogió a lo largo de él y se dispuso a descansar. La oscuridad era completa y no tardó en dormirse pese al hambre que le devoraba.
El día siguiente amaneció hermoso; todo el monte parecía más verde, más lozano, más vivo; el sol iluminaba las copas de los árboles, introduciéndose alegremente por entre su follaje para llegar hasta el húmedo suelo, como ofreciéndole su calor; gorjeos de «pipitos», «paucares», «suisuis», se oían por todas partes; era como un desagravio al viviente palpitar de la selva, por el contraste sufrido.
Cedeño despertó molido y hambriento. Su primera mirada fue al agua que sobresalía de las «cumbas», no había peligro de hundimiento; luego se vistió sus ropas, que al calor de su cuerpo se habían secado y sacando un poco de «fariña» y unos trozos de carne se puso a comer. Calmado su hambre reflexionó brevemente y tomó una resolución; soltó la amarra y tratando de no apartarse de la orilla hizo bajar la embarcación buscando un sitio apropiado para acoderar en tierra firme; no tardó en encontrarla en una especie de «caño» que se introducía entre suave follaje, remó hacía dentro y como a veinte metros amarró la embarcación.
Se sintió más seguro, olvidó sus pesares y fatigas y se puso a sacar la carga a la orilla, luego, utilizando el remo como pala, echó fuera el agua que se había recogido y con las manos la última que pudo. Al ver pasado el peligro se sentó a descansar; de repente, en el rumoroso silencio del monte, escuchó a los lejos, golpes de remos; con suma cautela se acercó a la orilla del río para aguaitar y al cabo de un momento, por la opuesta, vio surcando dos embarcaciones, con remos y tanganas. Era la comisión de Manuel que se dirigía al campamento del Algodón y pudo verlo, sentado en el centro de una de ellas, con un grande sombrero de paja, para protegerse del sol. ¡Estoy con suerte!-pensó- ¿Qué habría pasado si nos encontramos en el río?... ¡Hubiera tenido que meterles bala!... Arrastrado por su ambición estaba decidido a las mayores atrocidades, eran catorce hombres los que iban en las dos embarcaciones... ¿Hubiera sido capaz de intentar matarlos?... Las perdió de vista, regresó a la suya y casi con entusiasmo volvió a embarcar las bolas de jebe, tan difíciles de manejar; varias veces resbaló, cayó vencido por su peso... empezó a sentir fatiga, pero pensando en el provecho de su venta, con alegre conformismo, en voz alta dijo: ¡nunca me ha cansado tanto!... ¡hasta va a ser la plata mejor ganada!... Al terminar comió otro poco de lo mismo, desató la amarra, se empujó fuera del caño, luego hacia la corriente y comenzó a bajar a merced de ella; no sabía dónde estaba ni cuanto había de tardar hasta pasar cerca de Soledad, pero confiaba en el vuelco que parecía haber dado su suerte.
Al informarse Manuel de lo sucedido se quedó en silencio meneando lentamente la cabeza en sentido negativo, mientras Teodoro se deshacía en explicaciones y disculpas; los demás lo miraban ansiosamente esperando la decisión que habría de tomar.
-Bueno-dijo al fin- tú no tienes la culpa, Teodoro, te ha engañado ese miserable.... ¡nos ha engañado a todos!..  pero,  solo como está no podrá ir rápido ni muy lejos. Vamos a hacer lo siguiente: mañana vas a embarcarte con tres hombres en una canoa pequeña, bajas hasta Soledad y allí le esperas si es que no lo ves en el trayecto. Trata de que lo devuelva todo a las buenas, como no tiene quien le ayude, creo que no ha de negarse.
-¿Y si no quiere entregar, patrón? -dijo uno.
-Mira don Manuel, que tiene su carabina -apuntó otro.
-No creo que haga resistencia-insistió Manuel.
-Yo me voy con Teodoro, patrón -dijo González, el que tuvo el pleito con el colombiano en Soledad- ¡Yo le tengo ganas a ese ladrón!
-¡No, no!... No se trata de ejecutar ninguna venganza -se opuso Manuel, que estaba enterado del incidente- sólo se trata de recuperar nuestro producto. Pero ten cuidado Teodoro, por si acaso tengan que defenderse, lleven sus carabinas. Yo iré al centro lo más rápido a ver qué le falta al personal, luego regresaré para bajar con el producto. Al día siguiente partió Teodoro. Se sentía culpable por no haber tomado las precauciones del caso, pese a tener conocimiento de las intenciones de Cedeño, por creerlas irrealizables. Se dio cuenta entonces que era un tipo peligroso, capaz de cualquier barbaridad para lograr sus propósitos y consideró de enorme riesgo el encuentro, pero estaba decidido a remediar su error recuperando el producto como fuera necesario. Pensando así durante el viaje, cogió su carabina, que rara vez usaba, la examinó detenidamente, la cargó, la descargó, la rastrilló varias veces, tratando de familiarizarse con ella. No tenía vacilación ni temor, pero estaba preocupado. Sus compañeros parecían estar igual.
Viajaron sólo en el día para observar las orillas, los recodos, los «caños», en busca de algún rastro que hubiera dejado, a medida que avanzaban se hacían más cautelosos y a los seis días avistaron los primeros tambos de Soledad, sin haber dado con él, ni encontrado rastro alguno. En todos los tambos del curso del río averiguaron sí habían visto pasar alguna embarcación y la respuesta fue negativa... ¿Dónde se habría metido? Era imposible que solo pudiera bajar tan rápido como para pasar Soledad antes que ellos llegaran. Habia que vigilar. En el almacén solamente estaba Emilio con dos peones y una mujer que servía de cocinera, los demás vivían en sus tambos, de los que diariamente salían al trabajo por la mañana y regresaban por la tarde. Juan entre ellos. Para organizar la vigilancia Emilio hizo llamar a los peones que más cerca tenían sus tambos, con sus canoas. 


...///


EL COLMILLO DEL LAGARTO. Capitulo IX

El final de un sueño-continúa. Al llegar la noche se metió en su camarote y se acostó. Imposible dormir, pensaba en Teresa, en el dolor ...