Al llegar la noche se metió en su camarote y se acostó. Imposible
dormir, pensaba en Teresa, en el dolor que habría sentido al ver a su padre
muerto, en como estaría sufriendo ahora. .. ¡Cómo pudiera estar junto a ella!..
Pero no era correcto que fuera para hacerla salir al jardín tampoco lo era
volver a la casa al día siguiente, el duelo era muy reciente para perturbarlas
con insistencias y menos con insinuaciones matrimoniales; solo quedaba esperar
con resignación.
Al día siguiente tuvo la gran sorpresa. Llegó un hombre buscándolo de
parte de doña Patricia, quien le pedía fuera a verla en su casa. Roberto la
conocía solo de oídas, hasta cuando lo recibió en casa de María y
estaba enterado que fue quien tuvo parte principalísima en la
intención de salvar a Manuel y del cuidado y atención a María y Teresa durante
todo el desgraciado suceso; se dio cuenta de la influencia que tenía en la
familia y presintió que sería portadora de algún mensaje de Teresa. Acudió
inmediatamente. La amable seriedad de Patricia, que abordó el asunto sin
preámbulos le inspiró confianza.
-He sido muy amiga de Manuel- le dijo- le tuve una gran estimación, lo
mismo que a su familia y me siento obligada a brindarles toda mi ayuda en este
difícil momento. Con más motivo, después de haberle visto ayer hablando con
Teresa. Estoy enterada de todo.
-¿De todo? - preguntó alarmado, recordando la última entrevista en el
jardín.
-Sí - afirmó Patricia - Sé que Ud., ha pedido su mano, que Manuel accedió,
pero María se opuso y que en este regreso iban a formalizar el compromiso y
fijar la fecha para el matrimonio, pero… ya ve Ud. lo que ha ocurrido.
Un hondo suspiro de alivio, que Patricia creyó de dolor, calmó la
inquietud de Roberto. No lo sabía todo.
-Teresa me ha pedido que le diga - continuó- que nada hará variar su
decisión de casarse con Ud., pero que hay que esperar a que se alivie el dolor
que su madre y ella sienten. Pero, yo quiero decirle a Ud., que ese compromiso
debe realizarse pronto, porque esas dos mujeres han quedado abandonadas, bueno,
no abandonadas precisamente, quiero decir que necesitan un hombre que llene el
vacío que Manuel ha dejado en la casa. Sus negocios e intereses lo necesitan.
-Yo no pienso en los negocios ni en los intereses, pienso en Teresa y
su situación me aflige. Créame que considero su aprecio y ayuda a la familia
Pinedo de gran valor en estos momentos, espero merecerlo también yo y le
agradezco por la simpatía que nos brinda.
-No es nada. Ya conoce Ud., la situación, vaya tranquilo, yo estaré
con ellas mientras mi marido esté ausente y muy cerca mientras sea necesario. ¿Cuándo
cree Ud., que estará de regreso?
-Posiblemente dentro de un mes.
Pero los cálculos no salieron como los había hecho Roberto. Su llegada
a Iquitos coincidió con la de la expedición que comandaba el Comandante
Benavides, salida de Chiclayo con destinó al Caquetá, para desalojar las
fuerzas colombianas que habían ocupado los puestos de frontera, La Pedrera y
Puerto Córdova. La población recibió al Batallón Nº 9 con desbordante
entusiasmo, vivió la alegría de sentirse amparada en la defensa de su suelo y
contribuyó generosamente al avituallamiento de las tropas.
El «Liberal» tuvo necesidad de reparación en sus máquinas y su
tripulación fue desembarcada mientras se efectuaran los trabajos. Roberto al
sentirse libre temporalmente, arrastrado por sus convicciones, decidió ofrecer
sus servicios al Comando Naval con tal oportunidad, que justamente faltaba un
maquinista en la «América». El convoy en que debía marchar la expedición estaba
conformado por las lanchas «Loreto», «Tarapoto» y «Estefita», ofrecidas por sus
armadores y la nave capitana, la cañonera
«América», al mando del Teniente Primero Manuel Clavero.
Cuando Roberto dio a su madre la noticia de su enganche y su próximo
viaje, lo abrazó fuertemente, lo besó como solo en notables oportunidades solía
hacerlo y mirándolo con tristeza le dijo:
-Tú ya lo has decidido, hijo mío, pero yo tengo miedo, además ¿Has
pensando en Teresa?
-Sí, mamá la tengo siempre presente, este viaje no durará más de dos
meses y no hay ningún peligro para mí, es un viaje como cualquier otro de los
que hago.
-Sí, pero tengo un negro presentimiento. He soñado a tu padre que me
decía que pronto estará con nosotros. Te repito, tengo mucho miedo. Rezaré
rogando a Dios que te acompañe y te proteja.
Los expedicionarios dieron el adiós a Iquitos en una delirante manifestación,
que se agolpó en el Malecón. Partieron llevando dentro sus pechos una mezcla
indefinible de alegría y angustia, ansiedad y entusiasmo, entre vítores y
aplausos. El lamento de la sirena de nuestra legendaria «América» y las pitadas
de las otras naves, roncas unas, estridentes otras, fueron perdiéndose en la
distancia.
Al llegar a Caballo Cocha, Roberto creyó posible ver a Teresa y
hacerle saber de su cambio de buque e itinerario, pero, por la premura solo
encostó la «América» el tiempo indispensable para embarcar un médico: el Dr.
Erasmo Vivar. Se consoló sintiéndose cerca y terminada su guardia
se acostó pensando en su madre y Teresa. Pronto se desvió, aún en
vigilia, apareciendo un personaje alejado de su vida diaria: el brujo
Marcelino, que con gesto de reconvención le hacía señas con el dedo índice que
tenía forma de un larguísimo colmillo; trató de sobreponerse, el brujo insistía
mirándolo con tristeza, llamándolo, atrayéndolo, oyó su voz apenada:
¿Por qué haces esto?... ¡Ven!... ¿Has olvidado que quiero ayudarte?...
¿Cómo voy a protegerte si te vas? Roberto se sentía despierto, pero lejos,
caminando sobre un verde campo, que le aprisionaba, le arrastraba, le atraía;
trató de resistirse, el campo fue inclinándose suavemente y él empezó a
deslizarse hacía una inmensidad que no veía... La apenada voz seguía:
¡Quiero cuidarte de todos los peligros!... ¡Obedece!... ¡No te
vayas!.. El verde campo se inclinaba más arrastrándolo inconteniblemente,
Marcelino se iba quedando, aparecía, desaparecía, volvía a verlo; oyó un
retumbar de truenos lejanos, que ese aceraban, crecían en intensidad hasta
herirle los oídos... Trató de encaramarse en la pendiente tras de Marcelino que
se alejaba tendiéndole el largo dedo como colmillo. ¡No te vayas! ¡No te vayas!, gritaba. Un tropel humano, informe, se
arremolinó en torno suyo, envolviéndole haciendo muecas y gestos de burla;
blandían largos látigos que restallaban con fuertes y llameantes chasquidos que
tocaban su cuerpo con ardientes punzadas…- ¡No vayas, no vayas! - repetía la
voz de Marcelino... El inclinado verdor le arrastraba en pos del tropel que
empezó a crecer mudando en todos los colores del espectro, hasta el rojo que lo
cubrió todo, él mismo…- ¡No vayas, no vayas! - seguía la voz de Marcelino en la
lejanía que iba dejando… De pronto se rompió el rojo nimbo que lo sustentaba
con un estruendo que lo ensordeció y sintió que caía... caía… caía… En un
desesperado esfuerzo para no seguir cayendo, busco algo en el vacío que le
rodeaba… su mano tropezó y despertó vio- lentamente.
Asustado se sentó en el borde de la litera, se llevó las manos a la
sudorosa frente… ¡Qué horrible pesadilla! - murmuró - Trató de ahondar el
recuerdo de ella y sintió angustia. ¡No! - dijo- ¡Olvidémosla!... Y
concentrando su pensamiento en Teresa se durmió.
Trece días duró la travesía. El convoy se detuvo en la boca del río
Apaporis, a seis horas de surcada de la meta del viaje, donde las tropas
colombianas, al mando del general
Gamboa, estaban dispuestas
a la
resistencia.
Al día siguiente Benavides dispuso el avance del convoy y a la vista
de La Pedrera ordenó detener la marcha. Envió de parlamento al Subteniente
Bergiere, llevando al Jefe de la plaza una intimación para desocuparla; volvió
acompañado de un médico de la guarnición colombiana, que portaba una petición
de plazo para consultar a su gobierno, la que fue respondida con un ultimátum
que se vencía a las cuatro de la tarde.
A esa hora, Benavides dio la orden de ataque, con gran desconcierto
del jefe colombiano, quién, con la petición de plazo se proponía ganar tiempo
para la llegada de refuerzos, al mando del general Neyra en Teffé, a las que Benavides
se había adelantado en una audaz maniobra.
Las fuerzas colombianas abrieron fuego tan pronto como las naves
peruanas estuvieron a tiro y se entabló el combate. La «América» única de las
embarcaciones que tenía cañones, devolvió el fuego, para apoyar el desembarco
planeado; el tiroteo fue intenso pero no se logró establecer la cabeza de
playa, porque una fortísima cascada impedía a las naves llegar a la altura del
puerto; tampoco se podía efectuar el desembarco más abajo, pues la orilla
estaba anegada por la «creciente». Clavero, en el puente de la «América», pedía
insistentemente por el telégrafo de órdenes, más fuerza a las máquinas para
vencer la corriente de la cascada, pero las máquinas no daban más; los
calderos, alimentados sin descanso por los fogoneros, estaban «disparando»70,
en el máximo de su presión.
Dos horas de combate y permanente esfuerzo sin lograr vencer la
corriente de la cascada; cayeron muertos el subteniente Alberto Bergiere, el
teniente César Pinglo, el sargento Leandro de la Cruz, el cabo Pedro Vega y
fueron heridos muchos soldados y tripulantes. Benavides comprendió que si no se
lograba el desembarco lo único que hacían era ofrecer blanco al enemigo, ordenó
disminuir la marcha para salir fuera del alcance de los disparos colombianos y
acoderar para preparar un nuevo plan de ataque.
Muy temprano, al día siguiente, buscaron un sitio alto y seco en la orilla, para dar sepultara a los
muertos, ceremonia en la que Benavides exaltó el patriótico sacrificio de los
caídos en el primer día de combate y
poniéndolos como ejemplo, demandó la firme determinación de cumplir a cualquier
precio la misión que se les había encomendado.
A las diez de la mañana se reanudó el ataque. La violenta correntada
de la cascada, aumentada por la creciente, oponía mayor resistencia que el
enemigo y tras ocho horas de combate, con incesante fuego de artillería y
fusilería, las naves se replegaron a una isla frente a la guarnición.
El plan fue modificado. Era imperativo cruzar el «mal paso» y
flanquear al enemigo aguas arriba. Benavides se trasladó a cada una de las
lanchas a comprobar el estado de ánimo de las tropas; fue recibido con
entusiasmo, nadie daba importancia a la condición en que estaban, apilados como
carga, comiendo lo indispensable, sofocados por el calor y menos a los peligros
de la acción. Los arengó y concluyó diciéndoles:
¡Muchachos!... La patria nos ha confiado la misión de rescatar nuestra
frontera… Hoy tomamos La Pedrera o pereceremos todos!...
¡Viva el Perú!
Y de nuevo se lanzaron al ataque. El «Loreto» hacía frente a la
posición enemiga, mientras la «América», despidiendo humo y vapor a gran altura, trepidando en toda su
estructura, abría con su espolón la avalancha de agua de la cascada que con
toda la fuerza de su corriente se le oponía, sin avanzar lo más mínimo.
Benavides, Clavero, Mercado y el práctico Zambrano, en el puente de mando
desafiaban el fuego enemigo. Para el éxito de la jornada era indispensable el
desembarco y para lograrlo había que vencer la corriente de la cascada...
Después de más de dos horas de combate, Clavero llamó por el tubo acústico a la
sala de máquinas. Roberto estaba en la
maniobra.
-¡Maquinista!.. ¿No se puede dar más fuerza a las máquinas?.. ¡Haga
Ud., algo!
-¡Muy bien comandante! - respondió
Se dio cuenta de su responsabilidad. Pero… ¿qué podía hacer?... se
quedó pensando. Breves instantes después de nuevo la voz de Clavero:
-¿Qué va Ud., a hacer? … ¿Se
puede hacer algo?
-¡Sí, comandante!.. Ajustaré las válvulas de seguridad de los calderos
para que soporten más presión.
-¿No hay ningún riesgo?
-Tenemos que correrlo, comandante, es nuestro único recurso -
contestó, consciente del peligro que significaba la operación.
-¿Cuánto tiempo necesita?
-¡Diez minutos comandante!
-¡Acción!... Soportaremos el fuego mientras tanto.
El segundo maquinista que estaba cerca y oyó el diálogo le dijo:
-¡Pero eso es muy peligroso! ¡Pueden romperse los «prisioneros» al
ajustarlos.
-Tenemos que hacerlo. ¡Hay que vencer el «mal paso»!
En ese instante se oyó la voz de Benavides en el tubo acústico:
-¡Apúrense!.. ¡Ha sido muerto el práctico y herido el comandante!
-¡Dame la llave de cinco octavos! - gritó Roberto.
-¡Dame a mí otra llave! - gritó el segundo maquinista - ¡Sube tu al
caldero número uno, yo voy al número dos!
Cogieron las llaves, se empinaron sobre los calderos y comenzaron la operación
con mucho cuidado. Los fogoneros y carboneros, tensos sus semblantes, con ojos
desorbitados, los miraban en silencio... ¡Conocían el riesgo que estaban
corriendo!.. . ¡La rotura de un «prisionero» significaba la salida de un chorro
de vapor que los inundaría quemándolo todo!
El estampido de los cañones de desembarco, las descargas de los
fusiles, hacía estruendoso fondo a la dramática acción. Temblaba el buque como
sintiendo angustia por la temeraria operación.
-¿Cuántas vueltas? - preguntó el segundo maquinista.
-¡Cinco creo que son suficientes!
Al cabo de un momento, casi simultáneamente se oyó:
-¡Listo!
Un suspiro alivió todos los pechos en la sala de máquinas. Bajaron los
maquinistas. Las máquinas fueron aumentando notablemente su rotación a medida
que se ejecutaba el ajuste; momentos después se oyeron gritos de alegría, vivas
y hurras en los callejones de la cubierta, repletos de soldados listos para el
desembarco… ¡Estaban viendo por las aspilleras el puerto de La Pedrera!
Los colombianos no se imaginaron semejante sorpresa y el fuego que
habían concentrado en el «Loreto», por estar más cerca, lo refirieron a la
«América», que dominando la cascada, se acercaba a la desembocadura de
la quebrada Sepaya. Se arrimó a la orilla y el capitán Mejía, gritando ¡Adelante!..
¡Viva el Perú!... fue el primero que saltó a tierra, seguido de sus tropas que
atacaron a los colombianos a la bayoneta en sus propias trincheras.
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