lunes, 24 de septiembre de 2018

EL COLMILLO DEL LAGARTO, continúa.

CAPITULO VII 

LA TRAGEDIA DE SOLEDAD.


El viaje de Manuel fue casi directo al Algodón. Se detuvo en Soledad el tiempo indispensable, pues un desagradable presentimiento le impulsaba a llegar lo antes posible para volver pronto. Encontró alarmado el personal en el puerto del varadero y su sorpresa fue grande al ver el tambo que serviría de almacén. Lo rodearon con gesto que reflejaba profunda consternación y Teodoro, todo contrito, le contó lo que había sucedido y cómo fue él mismo el causante por haber autorizado la construcción del tambo, sin pensar que fuera un ardid de Cedeño para consumar su plan.
Apenas tres días antes se habían producido los acontecimientos. Cedeño había puesto gran empeño en la construcción del tambo-almacén, con gran alegría de Teodoro, que pensaba en la satisfacción de su patrón al ver adelantado su proyecto. De inmediato le propuso que se efectuara el transporte de lo que se iba acumulando en el campamento al nuevo almacén, aduciendo que así estaría listo para el embarque y las comisiones abreviarían su regreso; agregó que se encargaría de todo y le bastaba un hombre que lo acompañara en el cuidado del almacén, Teodoro volvió a caer en la trampa y el producto empezó a ser transportado. Cuando Cedeño consideró suficiente la cantidad decidió dar el golpe; necesitaba quedarse solo y para lograrlo envío al peón que lo acompañaba al «mitayo» el mismo día que los transportistas debían volver al campamento. Partieron estos, el «mitayero» regresaría por la tarde, tenía tiempo para ultimar su plan.
Una hora después de quedarse solo se quitó la camisa y comenzó a llevar rodando las bolas de jebe hasta la orilla y con gran esfuerzo, pues las bolas eran grandes y pesadas, embarcó veinte en un batelón, las cubrió con dos «cumbas» que había preparado, se bañó rápidamente, se vistió, metió en su bolsa enjebada fariña y carne seca del monte, tomó su carabina, machete, un remo, se metió en la embarcación y se empujó a la corriente. Ya era casi mediodía.
Tan pronto comenzó a bajar surgieron dificultades que no había previsto. La embarcación era grande y sí vacía era pesada, con carga le resultaba difícil gobernarla; el río no era ancho, pero si muy correntoso, de constantes y cerradas curvas, con muchos palos que emergían del fondo, moviéndose amenazadores al impulso de la corriente; varias veces se atravesó el batelón en ellos y tuvo que tirarse al agua para sacarlo de las atascadas.
Sin tener idea de la distancia que había recorrido, al oscurecer buscó un sitio debajo de las ramas de un «camu-camu», que tocaban las aguas y ocultó la embarcación, comió un poco de fariña, para calmar su hambre y se acomodó sobre las «cumbas» para dormir, lo que logró muy pronto por la fatiga que sentía, sin poder evitar pensar en las serias dificultades con que tropezaba por falta de alguien que lo ayudara. Pero no tenía alternativa, seguiría, acaso en lo más ancho del río no fuera tan difícil la navegación.
Muy temprano desató la amarra y de nuevo se empujó a la corriente; los palos atascados meciéndose imperturbables, parecían largos brazos haciéndole señales de despedida; evitar que el batelón chocara o se atravesara en ellos no le permitía un momento de reposo. De pronto en un recodo apareció una canoa tripulada por cuatro indios que con largas «tanganas»  la hacían surcar velozmente cerca de la orilla; al verlos se sobresaltó, pero se calmó al comprobar que eran indios y pensó en contratarlos para que lo ayudaran. Gritó llamándolos en su auxilio, ofreciéndoles recompensa, pero no obtuvo respuesta; los indios continuaron «tangueando» al mismo ritmo, surcando en su canoa a la misma velocidad, hasta que en otro recodo se perdieron de vista. Seguramente no entendieron lo que quería decirles y no le hicieron ningún caso. Maldiciéndolos a su antojo, se conformó pensando que acaso en algún tambo habitado podría encontrar algún indio que quisiera ayudarlo.
Después del mediodía, de súbito el cielo se nubló y empezó a llover, al principio suavemente, pero, poco a poco fue aumentando la precipitación, hasta que parecía un diluvio y el agua fue llenándose en la embarcación; remando desesperadamente buscando la orilla tras grandes esfuerzos logró llegar, pero estaba inundada; pasó la amarra por la rama de un árbol caído y la sujetó. Seguía lloviendo con fuerza, el agua casi cubría las «cumbas» que ocultaban las bolas de jebe, estaba aterido, hambriento y otra vez no tenía idea del tiempo transcurrido ni de la hora que fuera. Veía que era necesario achicar el agua por el riesgo de que hundiera la embarcación, pero no tenía con que hacerlo; de nuevo, desesperado, maldijo su suerte como un energúmeno, se sentó en el banco como si nada le importara, pero a medida que veía subir el agua sobre las hojas de palma crecía su terror, pensando en el naufragio, la pérdida de la carga y la situación en que quedaría.
Casi al anochecer cesó lentamente la lluvia, al notarlo sintió un gran alivio, pero le atormentaba el no saber cómo haría para achicar el agua. La noche cayó rápidamente, se quitó las ropas, las exprimió y la puso en el extremo de la tabla que servía de banco, se envolvió en una manta que extrajo de su bolsa enjebada, se encogió a lo largo de él y se dispuso a descansar. La oscuridad era completa y no tardó en dormirse pese al hambre que le devoraba.
El día siguiente amaneció hermoso; todo el monte parecía más verde, más lozano, más vivo; el sol iluminaba las copas de los árboles, introduciéndose alegremente por entre su follaje para llegar hasta el húmedo suelo, como ofreciéndole su calor; gorjeos de «pipitos», «paucares», «suisuis», se oían por todas partes; era como un desagravio al viviente palpitar de la selva, por el contraste sufrido.
Cedeño despertó molido y hambriento. Su primera mirada fue al agua que sobresalía de las «cumbas», no había peligro de hundimiento; luego se vistió sus ropas, que al calor de su cuerpo se habían secado y sacando un poco de «fariña» y unos trozos de carne se puso a comer. Calmado su hambre reflexionó brevemente y tomó una resolución; soltó la amarra y tratando de no apartarse de la orilla hizo bajar la embarcación buscando un sitio apropiado para acoderar en tierra firme; no tardó en encontrarla en una especie de «caño» que se introducía entre suave follaje, remó hacía dentro y como a veinte metros amarró la embarcación.
Se sintió más seguro, olvidó sus pesares y fatigas y se puso a sacar la carga a la orilla, luego, utilizando el remo como pala, echó fuera el agua que se había recogido y con las manos la última que pudo. Al ver pasado el peligro se sentó a descansar; de repente, en el rumoroso silencio del monte, escuchó a los lejos, golpes de remos; con suma cautela se acercó a la orilla del río para aguaitar y al cabo de un momento, por la opuesta, vio surcando dos embarcaciones, con remos y tanganas. Era la comisión de Manuel que se dirigía al campamento del Algodón y pudo verlo, sentado en el centro de una de ellas, con un grande sombrero de paja, para protegerse del sol. ¡Estoy con suerte!-pensó- ¿Qué habría pasado si nos encontramos en el río?... ¡Hubiera tenido que meterles bala!... Arrastrado por su ambición estaba decidido a las mayores atrocidades, eran catorce hombres los que iban en las dos embarcaciones... ¿Hubiera sido capaz de intentar matarlos?... Las perdió de vista, regresó a la suya y casi con entusiasmo volvió a embarcar las bolas de jebe, tan difíciles de manejar; varias veces resbaló, cayó vencido por su peso... empezó a sentir fatiga, pero pensando en el provecho de su venta, con alegre conformismo, en voz alta dijo: ¡nunca me ha cansado tanto!... ¡hasta va a ser la plata mejor ganada!... Al terminar comió otro poco de lo mismo, desató la amarra, se empujó fuera del caño, luego hacia la corriente y comenzó a bajar a merced de ella; no sabía dónde estaba ni cuanto había de tardar hasta pasar cerca de Soledad, pero confiaba en el vuelco que parecía haber dado su suerte.
Al informarse Manuel de lo sucedido se quedó en silencio meneando lentamente la cabeza en sentido negativo, mientras Teodoro se deshacía en explicaciones y disculpas; los demás lo miraban ansiosamente esperando la decisión que habría de tomar.
-Bueno-dijo al fin- tú no tienes la culpa, Teodoro, te ha engañado ese miserable.... ¡nos ha engañado a todos!..  pero,  solo como está no podrá ir rápido ni muy lejos. Vamos a hacer lo siguiente: mañana vas a embarcarte con tres hombres en una canoa pequeña, bajas hasta Soledad y allí le esperas si es que no lo ves en el trayecto. Trata de que lo devuelva todo a las buenas, como no tiene quien le ayude, creo que no ha de negarse.
-¿Y si no quiere entregar, patrón? -dijo uno.
-Mira don Manuel, que tiene su carabina -apuntó otro.
-No creo que haga resistencia-insistió Manuel.
-Yo me voy con Teodoro, patrón -dijo González, el que tuvo el pleito con el colombiano en Soledad- ¡Yo le tengo ganas a ese ladrón!
-¡No, no!... No se trata de ejecutar ninguna venganza -se opuso Manuel, que estaba enterado del incidente- sólo se trata de recuperar nuestro producto. Pero ten cuidado Teodoro, por si acaso tengan que defenderse, lleven sus carabinas. Yo iré al centro lo más rápido a ver qué le falta al personal, luego regresaré para bajar con el producto. Al día siguiente partió Teodoro. Se sentía culpable por no haber tomado las precauciones del caso, pese a tener conocimiento de las intenciones de Cedeño, por creerlas irrealizables. Se dio cuenta entonces que era un tipo peligroso, capaz de cualquier barbaridad para lograr sus propósitos y consideró de enorme riesgo el encuentro, pero estaba decidido a remediar su error recuperando el producto como fuera necesario. Pensando así durante el viaje, cogió su carabina, que rara vez usaba, la examinó detenidamente, la cargó, la descargó, la rastrilló varias veces, tratando de familiarizarse con ella. No tenía vacilación ni temor, pero estaba preocupado. Sus compañeros parecían estar igual.
Viajaron sólo en el día para observar las orillas, los recodos, los «caños», en busca de algún rastro que hubiera dejado, a medida que avanzaban se hacían más cautelosos y a los seis días avistaron los primeros tambos de Soledad, sin haber dado con él, ni encontrado rastro alguno. En todos los tambos del curso del río averiguaron sí habían visto pasar alguna embarcación y la respuesta fue negativa... ¿Dónde se habría metido? Era imposible que solo pudiera bajar tan rápido como para pasar Soledad antes que ellos llegaran. Habia que vigilar. En el almacén solamente estaba Emilio con dos peones y una mujer que servía de cocinera, los demás vivían en sus tambos, de los que diariamente salían al trabajo por la mañana y regresaban por la tarde. Juan entre ellos. Para organizar la vigilancia Emilio hizo llamar a los peones que más cerca tenían sus tambos, con sus canoas. 


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