En cuanto a Cedeño,
dos días antes, mientras bajaba arrastrado por la corriente; oyó el lejano
golpe de los remos de sus perseguidores; el río más ancho, menos correntoso y
sin el peligro de las palizadas, le permitió gobernar la embarcación con más
facilidad, bogó presuroso a una de las orillas buscando un «caño» para
esconderse y no tardó en encontrar una pequeña ensenada, a empujó tanto como
pudo al fondo y mirando a través de los altos arbustos vio la embarcación que
bajaba y reconoció a Teodoro y sus acompañantes. No dudó que iban en su
persecución, comprendió que las cosas se le podrían complicar y sintió
desaliento.
-¡Maldita sea!-murmuró- Y ahora... ¿Qué voy a hacer? -se quedó caviloso largo
rato, hasta que desapareció la canoa y luego, irguiéndose, en alta voz exclamó-
¡Qué carajo!... como sea tengo que seguir! y de nuevo se empujó a la corriente.
Tres días después, al atardecer, vio de lejos el primer tambo de Soledad, los
otros estaban de cien a doscientos metros distantes unos de otros; era
imposible que pudiera pasar sin ser visto desde ellos y pensó esperar la noche
para hacerlo, favorecido por la oscuridad. Buscó en la orilla un lugar
apropiado para ocultar el batelón, lo aseguró, comió lo de costumbre y se
dispuso a esperar. Súbitamente le acudió un recuerdo:
¡El «tapaje» donde flotaban las bolas de jebe! y se le avivó la ambición. Ya es
más fácil la navegación-pensó- seguramente hay algunas bolas que puedo
embarcar... hay suficiente capacidad en el batelón... nada pierdo con ir a ver
mañana. Creyó recordar el sitio y se durmió con la idea metida en la cabeza.
Despertó muy temprano, se puso el machete en la cintura, empuñó la carabina y
escondiéndose entre los arbustos se dirigió a la orilla para observar y
orientarse. Después de largo rato se dio cuenta que el «tapaje» estaba en la
margen opuesta y mucho más arriba.
-¡La cagué, carajo!... Tendría que surcar bastante y... ¡yo solo!... ¡Con
tamaño batelón!... Lo peor es que ahora, de todos modos tengo que esperar la
noche para bajar... ¡He perdido un día por bruto!
Miró con detenimiento hacia el primer tambo y vio a sus ocupantes preparándose
para ir al trabajo en las «estradas» que quedaban al centro; esperé y
calculando que ya se habrían alejado, se acercó caminando a trechos y
ocultándose por si alguno se hubiese quedado. No había nadie. Subió al emponado
y al ver todavía humeantes los tizones y percibir el olor de comida, se le
despertó el hambre atrasado; vio una olla de barro cerca del fuego, fue hacia
ella, quitó el viejo plato de fierro enlozado que le servía de tapa y encontró
yucas, plátanos y trozos de carne sancochados aún calientes. Sacó cuanto había y
lo devoró hasta terminarlo; satisfecho se limpió las manos en los pantalones y
volvió a su escondite.
Cuando anocheció, notó con impaciencia que era una de esas noches tropicales,
con cielo cuajado de estrellas, que permitía ver a distancia; distinguió fácilmente
la silueta del tambo que había visitado, podría verse también una embarcación
en medio del río. Esperó que oscureciera más, pero, alarmado observó que unas
luces subían y bajaban el río, posiblemente en canoas que estaban vigilando. Y así era. Los peones habían
tripulado varias canoas para hacer ronda toda la noche y los de los tambos
fueron avisados para que vigilaran si bajaba alguna embarcación y en caso de
verla, dieran la alarma con descargas de escopeta.
No le fue difícil a Cedeño darse cuenta de lo que estaba sucediendo y temió
complicaciones si se atrevía a bajar. Pensó que la vigilancia cesaría más tarde
o al amanecer y esperó vanamente, las lucecitas, flotando en el agua como
fuegos fatuos, aparecían y desaparecían; la ira no le dejaba dormir, pero al
amanecer sucumbió al sueño.
Juan y Rosa vivían en el tambo siguiente al que visitó Cedeño, distante como
doscientos metros. Cuando regresó del trabajo encontró a su mujer sobresaltada.
-Hey estado con miedo -le dijo-todo el día ha estado cantando el «huancahui»...
y la «chicua», dos veces ha venido a sentarse en la «guaba»... «hey» creído que
algo te ha pasado.
Juan la miró con los ojos muy abiertos y un gesto de disgusto. Los selváticos
son muy supersticiosos y fatalistas.
-Que «ya vuelta» va a pasar!... ¡«Eses mal agüero»!... ¿Dónde está el Juancito?
-Aista» jugando en la canoa.
-¿Y como le has dejado ir?... ¡Anda vete y «traile»!... Cuando le ha picado la
víbora del Inuma a su hijo ha estado cantando el «huancahui» y se ha muerto.
Rosa fue y el chico subió al tambo corriendo y llorando a refugiarse en los
brazos de su padre, porque su madre le dio un pescozón por negarse a regresar.
Cinco años, vestía una larga camisa que le llegaba a las rodillas y se le
alzaba en el abultado vientre que denunciaba abundancia de parásitos
intestinales. Juan lo recibió en cuclillas y lo acarició toscamente.
-Por qué no le obedeces pues.
En ese momento llegó un peón del almacén.
-Juan, dice don Emilio que te vayas en tu canoa para hacer ronda en el puerto
hoy de noche. El colombiano «disqué» se ha huido del Algodón robando jebe y
está viniendo en un batelón. Tenemos que agarrarle en el puerto para quitarle.
El Teodoro ha venido siguiéndole, pero le ha pasado sin verle.
-¡Apota on!»... ¿yo solo voy ir?
-No. También va ir el Lucas, el José y el Pashmiño.
-Después de merendar «nomasiá»... Quédate a merendar, después nos vamos en mi
canoa... ¡Qué vas ir por tierra!
El temor de Rosa creció. No podía olvidar el canto del «huancahui», que anuncia
desgracia, ni la presencia de la «chicua», mensajera de la muerte. ¿Por qué
tenía que ir Juan?... Pero ella no podía oponerse. Luego que se fueron y tan
pronto oscureció puso su mosquitero y se metió dentro con su hijo,
disponiéndose a dormir, pero tardó en lograrlo, porque a intervalos casi
regulares oía el lúgubre canto del «urcututu»’, que se le antojaba también de
funesto presagio.
Despertó cuando la sonrosada luz del naciente sol empezaba a regarse lentamente
en el firmamento, en el bosque, en el río, diluyendo las sombras que huían a
esconderse hasta que el sol se fuera. Se levantó y fue a la orilla a mirar si
Juan volvía, como si su impaciencia pudiera hacer más rápido su regreso;
recogió en el hoyo de sus manos agua del río, se lavó la cara y humedeció sus
cabellos, luego regresó lentamente. Juancito seguía durmiendo. Juntó los
tizones del fogón, hizo virutas de un trozo de madera, las puso junto a ellos y
cogió su yesquero: un trozo de cuerno recortado como cubilete; tomó el pedernal
en la misma mano y con el eslabón en la otra lo golpeó haciendo chispas que
prendieron la yesca, la juntó a las virutas y se hizo fuego. Volvió al río con
una olla, la llenó de agua y después de mirar largo rato hacia abajo, regresó y
la puso al fuego. De espaldas a la escalera del tambo, cogió unos plátanos, se
puso en cuclillas y empezó a quitarles la cáscara con un machete, para ponerlos
a sancochar. De pronto, algo instintivo la hizo volverse y con terror vio al
colombiano subiendo la escalera; con el susto se le cayó el machete, se puso de
pie y corrió hacia la parte posterior con la intención de tirarse del emponado,
pero se detuvo en seco y volviéndose miró el mosquitero dentro del que estaba
su hijo.
-No tengas miedo-le dijo Cedeño- no te voy hacer nada-y se le acercó.
Rosa se hizo a un lado tratando de alcanzar el mosquitero.
-¿Dónde está tu marido?
Temblando de miedo contestó. Se acercó más y la cogió de un brazo. Al contacto
lanzó un chillido de terror y quiso huir, Cedeño la sujeto con rudeza, Rosa se
revolvía tratando de desprenderse.
-¡No grites, carajo!.. ¡Te he dicho que no te voy a hacer nada!
Soltó la carabina al emponado, la cogió con ambas manos y sacudiéndola con
violencia le gritó:
—Si no te callas te voy a pegar. ¡Estate quieta!
Y la abrazó fuertemente para evitar que se moviera. El contacto del cuerpo le
produjo una súbita sensación de placer, se le despertó la lujuria y sin dejar
de sujetarla comenzó a manosearla brutalmente; Rosa se resistía y forcejeaba
para librarse de los brazos del colombiano; el semblante de éste cambió, de
amenazante y furioso se trocó en sonriente y burlón, suavizó la presión de sus
brazos, creyendo que se calmaría, pero ella hizo más fuerza para rechazarlo y
escapar; la volvió a sujetar fuertemente con un brazo y con una mano le levantó
la falda buscando sus muslos y sus nalgas, los estrujó libidinosamente, casi
levantándola en vilo... La resistencia le exasperaba y hacía más intenso su
deseo hasta enfurecerlo; la cogió por la
cintura, la doblé, la tendió en el emponado, le puso una rodilla en el vientre,
la sujetó por los hombros y se le puso encima; ella jadeaba sordamente,
pataleando contra el emponado desesperadamente.
El ruido de la lucha desperté a Juancito, que asustado vio lo que estaba
sucediendo, empezó a llorar a gritos viendo que el hombre maltrataba a su madre
y en un instintivo arranque de amor filial corrió hacia ellos y se prendió de
los cabellos del colombiano, creyendo poder ayudarla. Cedeño se levantó furioso
y cogiendo con las dos manos la criatura la lanzó con fuerza hasta fuera del
emponado... Un grito de terror del niño cruzó el aire, terminando en un golpe
sordo en el suelo, producido por el cuerpo que cayó desde aquella altura... En
ese brevísimo tiempo Rosa se levanté como un relámpago, corrió hacia el fogón,
cogió el machete que había dejado caer y se abalanzó como una fiera sobre el
colombiano, tirándole una cuchillada, que por lo sorpresiva apenas pudo
esquivar protegiéndose con el brazo, en el que recibió una leve herida. Rosa
volvió a atacar, pero Cedeño, de un salto se acercó a la carabina, la cogió y
blandiéndola con una maza, dio de golpes a Rosa, que cayó exánime manando
sangre de la cabeza, los oídos y las fosas nasales... Se le acercó, la miró y
con tono de disgusto murmuró:
-¡Carajo!... ¡Creo que la maté!... ¡Por estúpida!... Y ahora... ¿Qué voy a
hacer?... ¿Porque mierda he tenido que venir a meterme aquí?
Se acercó al borde del emponado y vio a Juancito inmóvil tendido de espaldas.
-También parece muerto-siguió monologando- ¡Se jodieron, carajo. Pero yo...
¿Cómo me largo de aquí?... ¡Esta noche tengo que pasar aunque sea a tiros.
Sin sentir el más leve remordimiento bajó del tambo y cautelosamente regresó a
su escondrijo, decidido a esperar la noche para seguir huyendo Al mediodía
empezó a llover y pensó que la lluvia en la noche favorecería su huida, porque haría
menos efectiva la vigilancia. Juan regresó a su tambo a media mañana; se sentía
desvelado, pensaba llegar, comer y ponerse a dormir. Además estaba disgustado
por lo inútil de la vigilancia cuando ya el colombiano había pasado, como
supusieron porque nada ocurrió; pero Teodoro anunció que más tarde saldría una
comisión de seis hombres para darle alcance antes que saliera al Amazonas y le
propuso que fuera uno de ellos; rio aceptó alegando que estaba desvelado y que
había otros peones que podían ir.
Amarró su canoa, se puso el remo al hombro y subió con paso lento; el tambo
estaba como a treinta metros de la orilla y cuando se acercó, varios gallinazos
levantaron el vuelo. Sorprendido se detuvo en seco y un sombrío recuerdo le
acudió: ¡el canto del «huancahui» y de la «chicua» que su mujer oyó!... Y no
venían su mujer y su hijo, que al oírlo llegar solían salir a su encuentro. Se
acerco mirando a todos lados, empezó a subir a su encuentro. Se acercó mirando
a todos lados, empezó a subir la escalera y al llegar su cabeza al nivel del
emponado vio a su mujer tendida en él.... terminó de subir rápidamente y
corriendo se acercó. Quedó clavado de espanto al verla con la cabeza y la cara destrozada,
cubiertas de sangre coagulada, sobre un reguero casi seco, se llevó las manos a
la cabeza y quedó mirándola con ojos desorbitados... de repente recordó a su
hijo, miró por todos lados, vio el mosquitero cubriendo la «llanchama»,fue
hacia él lo levantó... ¡Nada!... corrió a uno y otro borde del emponado y...
¡Ahí estaba!.., al pie, con los brazos abiertos hacia el cielo... De un salto
se tiró junto a él, lo tomó en sus brazos y lo estrechó contra su pecho...
¡Todavía estaba tibio!. Empezó a gritar como enloquecido, corriendo de uno a
otro lado, cada vez más desaforadamente... ninguna palabra, sólo grito que
parecían alaridos de un ente salvaje.
Los de los tambos cercanos oyeron los gritos y alarmados corrieron a ver que
sucedía. Juan no podía hablar, pero no era necesario... ¡Tenía en sus brazos a
su hijo muerto y en el emponado estaba Rosa con la cabeza destrozada!... Uno de
los vecinos, más sereno, buscó la escopeta de Juan, la cargó sólo con pólvora y
disparó al aire; tres veces repitió la operación, que era la señal más indicada
para llamar la atención de los pobladores de Soledad y no pasaron quince
minutos que empezaron a llegar, caminando unos, en canoas otros, casi todos los
habitantes del poblado. Quedaron horrorizados del espectáculo.
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