lunes, 2 de junio de 2008

EL RESCATE DE LETICIA-Novela de una frustración loretana

V
El chasco no pudo ser mayor, especialmente de nuestra parte, pues esperábamos la sorpresa que nos habían anunciado... !Nada de eso!... Desde las tres de la mañana todos estuvimos equipados, listos y resueltos a entrar en acción; el barco navegaba lentamente, amaneció, desayunamos, el sol subía... la espera se hizo interminable; a cada instante esperábamos oír la orden que nos correspondía y dado el tiempo que lo hacíamos, hay que suponer la tensión que estábamos soportando; nuestras miradas taladraban el verdor de ambas márgenes y trataban de entrar en los recodos del río; nadie mandó guardar silencio, pero, lo poco que hablábamos lo hacíamos en voz baja; nos mirábamos unos a otros, tensos los semblantes, forzando una sonrisa que resultaba una mueca; tratábamos de aparentar tranquilidad y se notaba el esfuerzo; yo sentía una picazón en todo el cuerpo y a ratos un hilillo, no sé si ardiente o helado, que me recorría la columna... ¿sería miedo?... no creía tenerlo.., además, ¿de qué?... nada se veía... Mas o menos a las diez pasamos la boca del río Caraparaná; la tensión estaba en su clímax; noté que las máquinas aumentaban su rotación y el barco, como si hubiera superado un obstáculo o llegado a una pendiente se deslizaba con mayor velocidad; las caras comenzaron a suavizarse como si el aire que entraba con más fuerza las refrescara, las animara; todo volvió rápidamente a la normalidad y más aún cuando nuestros jefes ordenaron que nos despojáramos del equipo y del armamento que no tuvimos oportunidad de usar. Arriba de la boca del dichoso río encontramos una embarcación que bajaba; el buque aminoró su velocidad y la canoa lo abordó; en ella viajaban dos hombres que habían sido tripulantes de una de las lanchas apresadas por los colombianos, de quienes habían logrado evadirse; subieron para ser entrevistados por el Comando y cuando bajaron al terminar, los rodeamos y pedimos que nos contaran de su apresamiento, evasión y cuanto supieran de los colombianos, lo que lo hicieron sin mucha exigencia, dando a su relato un dramatismo con ribetes de fantasía, que se me antojó exagerado, pero que la mayoría lo creyó, escuchándolos con el mayor interés. Serían las tres cuando llegamos a Puerto Arturo, que según nos enteramos era el final de nuestro viaje. El lugar tenía toda la apariencia de una hacienda abandonada, que la purma*, crecida por todas partes ocultaba; algunas casas grandes, muy alejadas unas de otras, parecían deshabitadas, tampoco se veía ser viviente en la orilla, ni siquiera canoas; no había signos de vida. El barco encostó e inmediatamente nos dieron la orden de desembarcar, lo que lo hicimos en tropel; el capitán y los oficiales lo hicieron al final y cada uno hizo formar a su sección; Ghersi se encargó de la tercera y de nuestro grupo, que seguía siendo del Comando; nos condujeron a una casa grande, construida íntegramente con materiales de la región, con muchas habitaciones, amplios corredores con fuertes barandales; piso de pona cuidadosamente pulida, a una altura aproximada de metro y medio y escaleras para subir al emponado por sus cuatro lados.
En cada habitación se instalaron uno o dos grupos de cada sección y el nuestro solo; quien sabe porque circunstancia, le tocó la cocina; nos sentimos disgustados por el desagradable aspecto que presentaba: hollín por todas partes, tizones dispersos, latas y recipientes vacíos, viejos y destruidos, otros llenos de desperdicios, suciedad por todo el piso… pero, nos pusimos en acción a una sola mano: limpieza y orden, tiramos todo lo sucio e inútil y la transformamos aceptablemente para instalarnos; colocamos las hamacas cruzadas unas debajo de otras, para eludir la dureza del piso de pona e improvisamos una especie de armero para nuestros fusiles... más comodidad era difícil conseguir. Encontramos en Puerto Arturo cuatro soldados, entre ellos a César Panduro, quienes habían llegado un día antes de Iquitos, de donde habían viajado por el Napo, el Tambor Yaco y el varadero de Santa Elena; eran lo que podía decirse la avanzada de una compañía enviada por esa ruta al mando del capitán Vergara. Según Panduro, amigo nuestro, había salido cuatro días después que nosotros y venían en ella muchos amigos. Puerto Arturo. . . ¿por qué le pondrían ese nombre?.. En la primera década del siglo, en la fabulosa época del caucho, era el puerto de enlace para el embarque de las remesas de La Chorrera, El Encanto, La Florida, que se enviaban a Iquitos en el vapor “Liberal”, para la opulenta Peruvian Amazon Company de Julio C. Arana, mientras que en la lejana Asia, una península se bañaba en sangre de rusos y japoneses, que morían a millares, defendiendo o por conquistar la plaza fuerte rusa: Puerto Arturo. Quizá alguien quiso plasmar un recuerdo a esa resistencia o un homenaje a los inmolados en esa carnicería, o tuvo un presentimiento sibilino de lo que pudo hacerse realidad, de lo que acaso nosotros debimos hacer realidad, regando también con sangre este Puerto Arturo.
Se ha escrito historias truculentas de esa época en esos lugares, que recordándolos podría comprenderse el ambiente silencioso, desierto, tétrico, casi fantasmal que se notaba, como si se mantuviera flotando algo del horror de ese dantesco pasado: las sombras de los cuadrilleros haciendo restallar su látigo ensangrentado; el olor nauseabundo de la carne de los witotos quemados por castigo, rociándolos con kerosene, porque no completaban sus remesas; los gritos de espanto de los que con un blanco pintado en el pecho servían para que los capataces en sus borracheras resolvieran sus disputas de superioridad en el tiro. Al día siguiente empezamos a trabajar como hormigas, como bestias, en todo al mismo tiempo, porque nada había que tuviera apariencia de defensa o protección militar; debíamos convertir Puerto Arturo en un bastión, un fortín, un verdadero recinto fortificado. Empezamos por desmontar y cortar la maleza que amenazaba cubrirlo todo, a construir una escalinata para desembarcadero, un apostadero para nuestro avión de reconocimiento y a cavar fosos para trincheras. . . El sol vaciaba su ardor como lenguas de fuego a impulso del viento sobre nuestros fatigados cuerpos, exprimiéndonos el sudor que empapaba nuestras ropas; miles de mosquitos, como negras puntas de agujas se nos querían meter en los ojos, la nariz, la boca, se prendían en nuestra piel dejándonos pequeños, puntitos rojos que nos producían un escozor desesperante que obligaba a rascarse casi hasta sangrar. El primer día parecíamos impulsados por una fuerza extraña. El hacha, manejada casi con furia, abatía largas, gruesas y chorreantes topas* que cada dos hombres conducía hasta la explanada de la orilla, casi doblados por su peso, cayendo y levantándose por lo desigual y fangoso del camino; otros, hundiéndose como picuros* en largas zanjas, incansablemente cavaban para profundizarlas, arrojando la pegajosa y dura arcilla tan alto y lejos que parecían proyectiles; algunos hundidos hasta las rodillas quitaban el fango de la playa para hacer entrar el río, haciendo un golfo artificial, para proteger el hidroavión de la corriente. Recién empezaríamos a conocer a los oficiales y una especie de desaliento, un decaimiento del entusiasmo comenzó a hacerse notable; no era efecto de la fatiga o de la dureza del trabajo, era la sorpresa que producía la hostilidad inmotivada, los gritos desaforados, las exigencias absurdas de un delirio de mando que a todo encontraba defecto; era el descubrimiento del complejo de figuración que la costumbre había robustecido en desfiles y paradas, que no encajaban en la situación, que no era oportuna, pero estaba presente. La primera misión para los del comando, es decir para los del “Estado Mayor” fue la de hacer trincheras; Ghersi nos señaló el sitio, nos indicó las dimensiones del foso, nos hizo dar las herramientas que debíamos utilizar y se marchó; otros grupos estaban en distintos sitios y algunos fosos debían unirse. El primer oficial que se acercó a ver nuestro trabajo fue el capitán; lo saludamos casi a una voz y con alegría; no contestó, miró a uno y otro lado del trabajo que habíamos comenzado como si no hubiera nadie y se fue; ni una señal de aprobación por nuestro trabajo, que creíamos estarlo haciendo, por lo menos, con entusiasmo. El toque de rancho nos sorprendió y dejando las herramientas en el incipiente foso, corrimos en busca de nuestros morrales; en el patio de la casa empezaban a formar las secciones; el capitán nos vio llegar a la carrera y nos contuvo. - ¿Dónde están las herramientas? - preguntó en alta voz. - Las hemos dejado en la trinchera, mi capitán - contestó alguien. - ¡Y por qué las dejaron! - gritó descompuesto- No ven que se pueden perder... ¡Vayan a traerlas! - y al ver que algunos no nos movíamos y otros lo hacían con cierto desgano, gritó: - ¡Muévanse, carajo!... ¡Si no me traen las herramientas los dejo sin almorzar, hambrientos de mierda! Algunos habían logrado eludirlo; unos diez que estábamos directamente bajo sus miradas tuvimos que regresar y presintiendo complicaciones llevamos todas las que quedaron, por lo que algunos tenían dos herramientas, cuando llegamos a la casa. Nos equivocamos. - ¡Por qué trae usted dos picos! - le preguntó a Montes Pinto y viendo que varios tenían dos herramientas, desaforadamente continuó- ¿De quiénes son estas herramientas? - No podemos saberlo mi capitán - mintió Bardalez - Estaban en el otro foso y las hemos traído cumpliendo sus órdenes. El capitán se quedó mirándolo como intuyendo el engaño, pero Bardalez, tieso como un poste, con un pico y una pala, cogidos a guisa de fusiles, soportó fríamente la agresiva mirada; todos inmóviles esperábamos alguna orden, pero dio media vuelta y se fue sin decir una palabra. Hicimos un montón con las herramientas, fuimos en busca de nuestros morrales y llegamos a tiempo todavía de hacer fila, en medio de las risas de nuestros compañeros, quienes, por orden de sus jefes, habían dejado las herramientas en el sitio del trabajo; no tuvimos tiempo ni ganas de comentar el incidente, porque sentíamos un hambre de mil demonios. Los restos de la compañía cuya avanzada encontramos en Puerto Arturo llegaron dos días después, y digo restos porque estaban hechos una lástima de fatiga y suciedad. Cuando recibimos la noticia estábamos cortando leña para la cocina, menester que nos encomendó después del almuerzo, “como un descanso”, según dijo con sorna el subteniente Luján; de modo que nos dimos prisa para cortarla y entregarla, y antes de ir a continuar el trabajo de las trincheras, fuimos a verlos, porque suponíamos que traerían noticias frescas; encontramos a muchos conocidos y amigos, entre éstos a Enrique Pereira, el “burro” Zumaeta, Pedro Villacrez, Marciano Contreras, Néstor Rodríguez y muchos más. Según ellos seguía llenándose el cuartel y pronto saldría otra expedición. Una de las primeras noticias agradables que recibimos después, fue la de la próxima llegada de un avión de Iquitos, en el que debía llegar el coronel Víctor Ramos, enviado por el Comando General del Ejército, lo que suponíamos significaba la aprobación del gobierno a la actitud loretana. También se nos anunció que llegaría correspondencia de nuestros familiares y podíamos preparar la nuestra los que quisiéramos hacerlo, pero - eso sí causó disgusto - debíamos entregar nuestras cartas con los sobres abiertos… ¡Que tal raza!... ¿Qué demonios podíamos decir en ellas que afectara a nuestra seguridad o a nuestra estrategia?... Resolví ir haciéndome a la idea de cumplir lo ordenado, mientras no hubiera forma de eludir la censura que se pretendía hacer a nuestra vida privada.


*PURMA.-Vegetación espontánea que crece en las chacras abandonadas. *TOPA.- Madera balsa.
*PICURO.- Especie de topo que hace galerías subterráneas para vivir. Se le llama también majás.

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