martes, 9 de septiembre de 2008

EL RESCATE DE LETICIA-Novela de una frustración loretana

XXX

Con motivo de la recepción que merecía mi regreso y para la información que necesitaban los amigos del “Estado Mayor”, nos reunimos después de la comida en un rincón de la cuadra; no sé de dónde conseguirían chocolate y mientras lo preparábamos a una sola mano en un improvisado fogón, para saborearlo con unas deliciosas galletas, también de origen desconocido, bebíamos el contenido de unas botellas, del que hacía encendidos elogios su artífice Sifuentes, que, la verdad, si las recetas las preparaba con la misma ciencia que los tragos, sólo por milagro los pacientes no morían o quedaban locos.
Al cabo de tres horas todos estábamos más que alegres, hablábamos de todo y rajábamos de todos... los ausentes, especialmente de ciertos oficiales, pero no acertábamos a ponernos de acuerdo en nada y cada quien, en irreductible posición, no se daba por convencido.
Yo debía embarcarme en el “Manco Cápac” a las 10, de nuevo en comisión; todos me acompañaron al puerto, pero Dositeo, quien más cerca de mí estaba, no podía disimular su pesadumbre por mi rápido regreso y sus grandes deseos de seguir viajando a Caballo Cocha.
El “Liberal” también estaba listo para zarpar, en él fue embarcado el prisionero del Cotuhé, que la Comandancia remitía a Iquitos; lo observé: era un tipo común y corriente como cualquiera de nosotros y al verlo sentí como lástima, todo sucio y barbado, con el pantalón y la camisa rotos, sin zapatos; sentado en la tapa de la escotilla, encorvado como por el peso de sus caídos brazos, con la cabeza agachada, paseaba lentamente miradas de reojo, como atontado, como con miedo; tenía cerca un soldado armado que lo vigilaba… ¿sería el espía que se imaginaron?... Parece que nada declaró, posiblemente porque nada sabría... pero ¡qué diablos!.. estaba en la mermelada y allá con él... Nosotros podíamos haber corrido igual o peor suerte... Como muestra de nuestra ferocidad y lección para todos los colombianos, debíamos devolverlo a su tierra tal como estaba.
Al mediodía siguiente llegamos a Caballo Cocha y como casi todos los viajes, éste fue otra excursión, pero tuve otra triste y desagradable comprobación: el convencimiento de que nuestro mal tenía raíces tan grandes que en todas partes hacía germinar el aprovechamiento ilícito, el robo disimulado, la desvergüenza de abusar de la confianza para despojar a humildes en beneficio propio.
Regresaba a bordo al almuerzo, y al tomar la plancha, a la mitad de ella vi a un civil saliendo cargado de un saco de harina. Esperé a que llegara al final de la plancha y sin que pudiera salir a la orilla lo detuve y pregunté:
- ¿A dónde lleva usted esa harina?
Me miró y luego de un instante de vacilación contestó:
- A tierra… no es para mí... me han buscado para cargar...
En aquel momento otro apareció en la borda del buque y apresuradamente se acercó. Era un desconocido.
- Es de este señor -agregó el cargador- Pero déjeme pasar.
El otro intervino y mirándome con cierta atención dijo:
- La harina es mía… yo la he comprado a bordo…
- Pero usted sabe que esta harina no se puede vender -le interrumpí- es para el rancho de la tropa y de la tripulación. ¿Quién se la ha vendido?
- Vea, déjenos pasar que se está cansando el hombre y luego hablaremos.
Accedí, pero tan pronto como el cargador pisó tierra lo detuve:
- Espera un momento, baja tu carga.
- ¿Por qué? Estoy apurado -dijo el otro- ¡Vamos!
- ¡No! -le dije interponiéndome y algo exaltado. Quiero saber quién le ha vendido esa harina.
- ¿Y quién es usted para averiguarlo?
Lo miré fijamente poniendo la cara más autoritaria, mi uniforme, siempre cuidado y limpio, me daba apariencia de clase, mi actitud estaba abonándola; lo noté algo intranquilo y me atreví:
-Luego sabrá quién soy; lo que quiero es que me diga quién le ha vendido la harina.
- Sabe, yo soy una persona seria. He pagado por esa harina porque la necesito. No la estoy robando...
- No le digo que la esté robando, sólo quiero que me diga usted quién se la vendió.
Nos miramos fijamente, estaba serenándose y acaso se dio cuenta de que yo era un simple preguntón, un iluso que quería arreglar el mundo y aclaró:
- Vea, si quiere saber quién me vendió la harina, pregúntele al comandante de la lancha, ahora déjenos pasar, que este hombre se está cansando inútilmente.
Ya no tenía argumentos ni fuerza para detenerlo, además ya me había dicho lo suficiente y para concluir… ¿Qué más podía hacer?... Me sentí avergonzado de mi impotencia e indignado de tropezar con tanta podredumbre a cada paso... ¿Qué se podía exigir a un ciudadano con semejantes ejemplos?
Lo sensible era que tales procedimientos afectaban a los subalternos haciéndoles pasar estrechez, mientras los otros despilfarraban, se banqueteaban, se emborrachaban con el fruto de sus indignas combinaciones.
Al día siguiente se embarcaron 46 cargadores y muy temprano zarpó el barco. Como a las 9 llegamos a la boca del Hamaca Yacu, los embarqué junto con los 21 hombres de tropa de línea en el bote-motor y en la montería de remolque y los conduje hasta el puerto del varadero. Estaban esperando 42 enfermos que regresaban del Cotuhé, 6 de los cuales estaban tan mal que no podían tenerse en pié, por lo que los cargadores que regresaban tuvieron que conducirlos en angarillas.
Humberto Campos también regresaba, pero estaba entre los menos graves, lo que me alegró muchísimo y en parte alivió mi pena de ver tanto sufrimiento. Pese a estar débil y demacrado seguía decidido, impetuoso y creyendo en el triunfo de nuestra causa, por lo que no quise desilusionarlo con mis incertidumbres. Al otro días llegamos a Leticia y todos, inmediatamente, fueron internados en el hospital.
El Agrupamiento Táctico de Leticia seguía igual: ejercicios continuos día y noche, ya todos lo hacíamos casi mecánicamente, aunque algunas veces yo no podía evitar cierta emoción, tal, cuando a mi regreso encontré una novedad; como a las 11 de la noche se elevó un cohete luminoso disparado en Ramón Castilla, casi inmediatamente se elevaron otros iguales en Saraiva, Boa Vista, San Antonio y en nuestra posición, oyéndose simultáneamente el toque de generala. Se trataba de comprobar que tanto estaban listas las unidades para responder a la señal de alarma y si las comunicaciones entre ellas ofrecían seguridad. Yo, como de costumbre debía estar directamente a órdenes de la Comandancia y del Jefe del Estado Mayor, el mayor Vásquez Caicedo, quien estaba increíblemente, en todas partes, de día o de noche y sorpresivamente aparecía en las trincheras, en las cuadras, en el puerto, como un fantasma. Parecía hacerse el loco o era muy distraído; por lo general, donde encontraba un soldado lo detenía, le preguntaba a qué unidad pertenecía y luego le ordenaba seguirle, diciendo que lo necesitaba, lo hacía caminar detrás suyo por donde iba, que generalmente era a todos los emplazamientos, y por último lo despedía: ¡Ya no lo necesito!... ¡Puede usted retirarse!... A veces eran más de dos a los que hacía que lo siguieran...
Un día fue a buscarme al Palomar llevando un legajo de papeles, para conducirlo en el bote-motor, se embarcó, preparé el motor y antes de ponerlo en marcha le pregunté:
- ¿A dónde vamos, mi mayor?
Me miró entre sorprendido e inquisitivo y contestó:
- ¿Y para qué quiere usted saberlo?
No pude dejar de sonreír, lo que sí tuve que contener fue una carcajada, porque su pregunta no era para menos y le aclaré:
- Tengo que saber a dónde debo dirigir el bote, arriba, abajo o a la banda, mi mayor.
Volvió la vista riéndose, señaló la orilla opuesta y dijo:
- ¡A Ramón Castilla!
Incidencias como ésta suavizaban el tedio y el aburrimiento que en Leticia nos consumía, porque ya ni los rumores ni las bolas nos sorprendían o inquietaban. Una de las últimas fue que si hasta el 12 ó 13 de abril no atacaba la expedición punitiva colombiana, ya no lo haría más... No lo creí entonces... ¡No era posible! ellos debieron atacar aunque no hubiera sido mas que para darnos el gusto de ver si nuestros cañones hacían blanco o las minas estallaban... o siquiera para saber si yo era valiente, o por lo menos saber cómo me hubiera sentido, si hubiera tenido miedo ante el peligro...
El “Estado Mayor” también había sufrido cambios sin perder dignidad ni categoría; nuevos elementos ingresaron para sustituir a los ausentes: Zubiaurr que había regresado a Iquitos, Ross, Aguilar, Bardalez que habían vuelto a Puerto Arturo, Campos que debía ser evacuado a Iquitos por su enfermedad; nuestras reuniones eran constantes en lo posible, siempre entre recuerdos y tragos, que ambos teníamos en abundancia, tratando de ahogar aquéllos con éstos; bebíamos, mas buscando consuelo en el olvido, que porque tuviéramos disposición de beber o el placer de hacerlo; nuestro ambiente estaba siempre inundado de algo como una triste alegría, una esperanza que queríamos conservar, una ilusión que era la dueña de nuestros pensamientos y vivía en él.
Y mientras nosotros tratábamos de distraer la vida, un parte de la Comandancia anunció la muerte de un muchacho de mi Compañía, que había viajado de regreso a Puerto Arturo. Según la versión cayó de la lancha cuando estaba navegando y se ahogó. Su nombre era Miguel Flores Freitas y le llamábamos “Chonta Purillo”, porque era un mozo muy fuerte. Y en el hospital de Leticia el soldado de artillería Tiburcio Chasnamonte Sias dejó de existir víctima de las fiebres. Fue uno de los 6 que regresaron graves del Cotuhé a donde había partido como voluntario en la primera expedición de auxilio para Tarapacá.
Eran las avanzadas hacia la muerte, en nuestra desdichada campaña, a la que fueron arrastrados por su amor patrio, por su sueño de reivindicación, por la defensa de su tierra, por su conciencia de loretanos; el uno habría encontrado su sepulcro en el inmenso caudal del Amazonas, la verde ribera sería su fastuosa mortaja y la inmensidad del firmamento su eterno mausoleo; el otro tuvo un féretro, flores silvestres, blancas y rojas, símbolos de la enseña por la que dio su vida, tuvo coronas que sus compañeros tejieron con sus propias manos, como fraternal homenaje; fue acompañado por ellos a su última morada, como en un glorioso desfile hacia el triunfo, con la misma música que otrora los guió, ciegos de entusiasmo y esperanza en el rescate de su tierra, única digna de quienes se sacrificaron en tan cruel abandono.
Lo vi pasar encabezando el fúnebre cortejo, como un triunfador, en hombros de sus compañeros; la marcha, cuyos acordes se desprendían como alaridos, me oprimía el corazón y al verlo pasar para nunca más volver, sentí impulsos de gritar, de detenerlo... No había lágrimas en los ojos de los soldados, en sus graves rostros se veía, mas bien, algo como un gesto de amenaza; fueron las bayonetas, las que al quebrarse el sol en ellas, reflejaron destellos que parecían lágrimas de gloria.
El rústico palo que en cruz se irguió orgulloso de ostentar su nombre, pregonará a quien lo lea: ¡Aquí yace un mártir!... ¡Murió por la integridad de su Patria... y el suelo por cuya redención cayó, las raíces seculares de su inmensa tierra, velarán su sueño en eterno abrazo!
Ya caían los primeros y entonces aún creía que del fondo de sus fosas el tronar de los cañones, esa voz potente y ruda que estremece hasta los suelos, con gran júbilo oirían... y el fragor de la metralla, el silbido de las balas, llegaría hasta sus tumbas proclamando redención...
Pasaron algunos días y en un nuevo viaje a Caballo Cocha me encontré con una agradable sorpresa. Llegamos como a las 9 e inmediatamente después de puesta la plancha salté a tierra; subía distraído cuando de pronto... ¡Miguel Flores Freitas!...
Era natural que me sintiera sorprendido del encuentro y muy posible que si hubiera sucedido en la noche me asustara creyéndolo un fantasma...
- Pero... ¡entonces no estás muerto!... -exclamé, sin atinar a explicarme y algo confundido-¡entonces no es cierto que te has ahogado!...
- ¡No! -me contestó riéndose de oreja a oreja al ver mi sorpresa- tuve mucha suerte cuando me caí.
Me contó entonces que cuando partieron de Leticia, en la noche, él y un grupo de amigos se pusieron a beber; sintiéndose mareado abandonó la reunión y trató de pasar de la lancha a la alvarenga, en la que había puesto su hamaca, pero puso el pié en vacío y cayó al río, entre las dos embarcaciones, en plena navegación, sin que pudieran sujetarlo los que estaban cerca. Con el susto y con el agua, instantáneamente se le pasó la borrachera, gritó, pero en vano, la lancha se alejaba rápidamente; tuvo-como dijo- mucha suerte, porque la lancha navegaba cerca de la orilla; nadó y tuvo fuerzas suficientes para hacerlo hasta tocar tierra. Tomó aliento, se subió al barranco, exprimió sus ropas y esperó que amaneciera, un tanto intranquilo por el temor de alguna víbora; en cuanto la luz del amanecer le permitió, echó a andar por la orilla, siguiendo la corriente del río, por entre fango, matorral y palizada, hasta que llegó, ya tarde, al tambo de unos ribereños, quienes, cuando se identificó, lo acogieron cariñosamente y le dieron de comer.
Repuestas sus fuerzas, pidió que lo llevaran a Caballo Cocha, pero, el que parecía ser el jefe de la familia le dijo:
-Aquisito nomás es Chimbote... Mejor mañana te voy a llevar allá para que el gobernador te mande. Mi canoa no vale para ir hasta Caballo Cocha.
Sobre el emponado le pusieron unos sacos vacíos para que se acostara y al día siguiente, muy temprano, el amigo que había conseguido lo guió por una trocha hasta Chimbote, donde se presentó al Gobernador, quien tuvo dificultad para encontrar bogas para la embarcación que necesitaba; le ofreció para el día siguiente a primera hora tener lista la comisión que debía llevarlo a Caballo Cocha.
Y ahí estaba Miguel Flores Freitas, el “Chonta Purillo”, vivito y ufano de su aventura... ¡Qué tal chasco el mío!... Yo que lo había envuelto en una aureola de gloria, inmensidad y… ¡qué se yo!.. Creo que debió ahogarse de veras para no perderse el panegírico...
Al regreso de Caballo Cocha me enteré de los rumores de un combate en Gueppí, la guarnición peruana más avanzada del Putumayo. Esperábamos con impaciencia la confirmación de la noticia y de ser cierta, los detalles de la acción. Estábamos comprobando que los colombianos habían desistido de atacar Leticia con su cacareada expedición punitiva y lo estaban haciendo a otras guarniciones.
Pero hubo algo más grave aún. Se había difundido cierta declaración del general Sarmiento, Comandante en Jefe de las Operaciones del Nor-Oriente, en el sentido de que la pérdida de Tarapacá se debió a “la cobardía del soldado de la montaña, que en el momento del peligro huye”...
Era evidente que la actitud del teniente Gonzalo Díaz, a cuyo mando estuvo la guarnición de Tarapacá cuando fue atacada, quería ser justificada en esa forma; se notaba que había el propósito de ocultar las verdaderas causas del descalabro: la incuria y negligencia del Alto Comando, la ignorancia del general Sarmiento de la estratégica situación de Tarapacá, de su falta de armamento adecuado y escasa munición, de que sólo tenía 90 reclutas que la defendían y de la calidad de los oficiales, quienes, en lugar de levantar la moral y el espíritu militar de la tropa, la maltrataban y en el momento en que debieron dar ejemplo de valor y serenidad fueron el hazmerreír de sus propios soldados. Se notaba que el general Sarmiento trataba de eludir su propia responsabilidad, pretendiendo atribuir el fracaso a una supuesta falta de valor.
Según llegó a saberse, meses después, por una pública aclaración del coronel Víctor Ramos al general Sarmiento, el teniente Gonzalo Díaz fue un recomendado especial del gobierno.
En cierto modo ya estaba deseando yo, que definitivamente no fuera atacada Leticia, porque de serlo, si hubiéramos sufrido un desastre, no habría sido causa de ella la variedad y pequeño número de piezas de artillería, ni la escasez de munición tanto para ellas como para nuestros fusiles, ni la falta de armas automáticas... no hubiera sido nada de eso... la hubieran achacado a la “falta de espíritu de los soldados de la selva”...
El ambiente del agrupamiento en torno a este enojoso asunto se puso sumamente tenso, los corrillos cesaban en su conversación y se disolvían cuando nos acercábamos, todos hablaban en voz baja, como con desconfianza, se veían sonrisas burlonas, miradas maliciosas, todo nos parecía una indirecta y nos sentíamos indignados. No podíamos resignarnos a ser mirados como cobardes, pero estábamos impotentes para protestar de que se quisiera atribuir a los loretanos la derrota sufrida en el primer encuentro con el enemigo.
Y empezaron a surgir los incidentes. A la hora de rancho, dos sargentos, que está demás decir, que uno era loretano y el otro de Dios sabe dónde, por poquito se agarran a los golpes.
- ¡Esta sección ha llegado antes y debe pasar primero por las pailas!
- ¡Fuera de aquí, maricón!... ¡Primero pasan los hombres!
- ¡Ay chucha!... Así que te crees muy hombre... Aquí también los hay y cuando quieras ver uno avísame.
-¡Me estás desafiando, junagramputa, yo sólo me trompeo con machos, tu estás bueno para Tarapacá!
- ¡Hoy mismo vas a saber lo que es un hombre, concha tu madre!
El primero Arbulú, que estaba cerca, oyó el altercado, corrió y se interpuso entre los dos, gritándoles:
- ¡A su cuadra cada uno!... ¡y como sepa que han continuado con el pleito, a los dos juntos les voy a hacer tragar una ensalada de patadas!... ¡Fuera de aquí, carajo!
Y por la noche, en el patio de la cuadra, al salir de la “academia”, que como en todas las Compañías se hizo en la nuestra, “para levantar el ánimo de la tropa”, de repente se armó una discusión entre Dositeo y un soldado de la artillería, terminando por “trenzarse” en una lluvia de puntapiés, que si no hubiera llegado el sargento Chaparro a tiempo, se armaba una pelea general, porque ya estábamos mirando los de nuestro grupo, cuál serrano nos iba a tocar en la repartición de los puntapiés.
La tal academia tuve la paciencia de oírla, pero, el cabo que hablaba, cualquier cosa podría hacer, menos disertar sobre el tema en forma que pudiera ser provechosa
para los oyentes. Soportando pacientemente los rebuznos, pensaba en cómo podía haber oficiales que delegaran tan importante misión... ¿Sería comodidad, negligencia o incapacidad?.. . Solo ellos podían saberlo...
Pero nada influyó en nuestro particular idealismo y menos en nuestra decisión, que nos creyeran cobardes y trataran de humillarnos, nos conocíamos y los conocíamos muy bien y si hubiera llegado la hora de prueba, habríamos visto a quién le mordía el zapato...
Dos días después en una madrugada, mi grupo fue llamado a formar, armarse y salir al mando del sargento Encinas. Nos encaminamos al puerto y encontramos una comisión de 6 hombres al mando de un sargento que había llegado de La Victoria, conduciendo al subteniente Linares. Cuánto haría que nos estaban esperando, pero los encontramos en posición de atención, con el arma al portafusil, en dos líneas: 4 hombres detrás y uno a cada lado de Linares; el sargento delante, como a 6 pasos. Encinas mandó hacer alto como a 10 pasos, se acercó al otro sargento, se saludaron militarmente y aproximándose más aún, empezaron a hablar en voz baja: parecían estar transmitiéndose la consigna; luego sacó un documento del bolsillo, hizo firmar a Encinas en un hoja que le fue devuelta, se la volvió a guardar y, con otro se quedó Encinas.
Se volvieron a saludar y dando media vuelta mandó a su grupo adelantarse dejando solo a Linares, que evidentemente llegaba como prisionero; estaba correctamente uniformado, su pálido rostro acusaba nerviosismo e impaciencia, no miraba de frente a nadie ni decía una sola palabra. Encinas tampoco le habló, ni le saludó siquiera; ordenó que se colocaran 6 hombres a la derecha y 6 a la izquierda de Linares y uno cerrando la formación con el cabo a la cabeza y mandó marchar.
Me recordó la forma como llevan a los condenados a muerte en las películas y sentí lástima; lo condujimos a la Comandancia y Encinas cumplió el mismo trámite del puerto, para entregar a Linares con un oficial.
No le vimos más, como si se lo hubiese tragado la tierra; es posible que lo pusieran en compañía de Díaz, a quien no logré ver cuando llegó a Leticia, pero, según me enteré, fue conducido en idéntica forma y desde entonces estaba encerrado con centinela de vista. ¿Por qué lo trataban en esa forma, sí, como dijo el general Sarmiento, la pérdida de Tarapacá se debió a la cobardía de los soldados de la selva?

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