lunes, 29 de septiembre de 2008

EL RESCATE DE LETICIA-Novela de una frustración loretana

XXXVI


¡Y cayó!... ¡Con todo el mástil!...
Aquello de “esta bandera no se arriará jamás”, bastó que desapareciera Sánchez Cerro para que en las altas esferas oficiales empezaran a hacer todo lo posible para que lo olvidáramos; aunque nosotros, ingenuamente, seguíamos creyendo que no iría a caer... y seguíamos peleando en Calderón, Yabuyanos, Puca Urco... ¡Qué broma!
Fue en la noche cuando la hicieron caer, esperando el mayor silencio y la más grande oscuridad, como avergonzados o asustados de lo que iban a presenciar, pero nosotros lo vimos todo sin mucho esfuerzo; quisieron estar solos, quizá para solos ser los que arrastraran el peso de tan amargo recuerdo; pero el soldado no duerme, el loretano tiene un sexto sentido que le ha desarrollado la agresividad de la selva... y estuvimos presentes mas de los que se hubiera supuesto.
Calderón miraba inmóvil y silencioso como una estatua; Ferruzo, siempre cubierta su cabeza orlada de nieve, con su arrugada cristina, se paseaba impaciente y nervioso, como en espera de algo que tarda en llegar; los primeros Arbulú y Dávila, como siempre juntos, el uno, como de costumbre, con una mano en el bolsillo y con la otra jugando con el silbato que le sirve para llamar a la formación, el otro, como era su hábito, pulcramente vestido, como si estuviera yendo a una fiesta o volviendo de ella; muchos soldados y algunos de “los 7 amigos del 19” mirando de lejos, estos últimos tratando de no ser reconocidos.
¿Cómo se supo que algo insólito iba a ocurrir-.. ¿Intuición?... ¿Presentimiento?... ¿Casualidad?... ¿Infidencia?... ¡Quién sabe! pero allí estuvimos sin saber qué iríamos a ver...
Llegaron un cabo y cuatro soldados con unas herramientas, que, al parecer era lo que Ferruzo estaba esperando; en voz baja dio una orden y los soldados empezaron a cavar lentamente la húmeda tierra que aprisionaba la base del mástil, en cuyo tope la bandera, sin viento que la moviera, parecía estar abrazada, como tratando de no desprenderse... cavaron hondo... ¡mas hondo!... hasta que al fin llegaron al extremo que ya se estaba pudriendo, lo inclinaron con cuidado y tiraron de él para sacarlo del hueco... ¡ahí faltó fuerza!... casi los aplasta el palo por su peso y longitud... el cabo corrió hacia nosotros.
- ¡Por favor, vengan a ayudar! -nos dijo.
Nadie se movió, todos nos miramos vacilantes, ninguno se atrevía, yo sentía como miedo... ¿Qué estábamos haciendo?... ¿Por qué? Quizá todos sentían igual. El cabo decidió en el acto.
- ¡Tu!... ¡Tu!... ¡Tu!... ¡Tu!... - señaló a cuatro soldados - ¡Vénganse conmigo!
Los cuatro obedecieron y fueron en ayuda de los que estaban sosteniendo el mástil y lo sacaron del todo.
¡Fue una idea luminosa!... ¡La bandera no se arrió... ¡Cayó el mástil!
Dos imprudentes lágrimas asomaron a las mejillas de Calderón, que en la tenue oscuridad brillaron como dos estrellas... Todos estaban serios... como consternados... hasta parecía que estuvieran temblando o la fulgurante luz de un relámpago que en aquel instante iluminó la escena, dio esa impresión...
Los soldados pusieron el mástil sobre sus hombros suavemente, con una actitud que parecía de reverencia, cual si se tratara del anda de una divinidad o del palio de una majestad... se pusieron en marcha con dirección al puerto, guiados por el cabo, llegaron a la orilla y lo embarcaron en la lancha que los estaba esperando.
Todos los presentes los seguimos en silencio, como en un cortejo fúnebre... como acompañando a aquellos compañeros que partieron llevándose la esperanza de ver nuestra tierra redimida...
La lancha partió hacia Ramón Castilla; llegaron, lo desembarcaron y lo prendieron en suelo peruano nuevamente.
La luz de un nuevo día iluminó la bandera que 290 días había ondeado en Leticia, la bandera que las damas loretanas residentes en Lima nos habían regalado para mantenerla al tope... en una playa que estaba siendo tragada por el río... entre gramalotes donde viven lagartos y gamitanas*... entre un fango, que a un lado tiene el río y al otro lado una tahuampa...
Como el palacio de Aladino por arte de encantamiento de una lámpara.., allí no hubo lámpara... hubo algún camaleón.... hubo muchos camaleones...
Al abrir los que dormían en Leticia sus ojos legañosos y ver su bandera en Ramón Castilla, creyeron estar soñando y preguntaron... los camaleones contestaron que el milagro era voluntad del cielo; que el “Mocho” estaba cumpliendo su palabra... ¡la bandera no se arrió!... fue él quien, desde el cielo -o acaso del infierno- de un tirón el mástil sacó fuera... por los aires lo pasó al otro lado y de un empujón lo prendió de nuevo...
Y aquí el juramento del soldado: “seguir constantemente a vuestra bandera, no abandonar a vuestros superiores”... y la bandera estaba en Ramón Castilla como haciendo señas con sus pliegues... Los oficiales se embarcaron en las lanchas llevando sus catres, sus perchas, sus loros, sus perritos y bacinicas... los soldados también nos embarcamos... sin perchas, ni perros, ni loros, ni bacinicas...
La playa nos recibió tristemente. Piadosa, por un instante, como para alentar y darnos confianza, dejó de desbarrancarse; pero estábamos asombrados... porque era una playa donde sólo podían vivir bestias que alternan con boas y lagartos... con unos tambos viejos que un suspiro podía hacerlos vacilar. Cuando ingresamos a ellos, víboras, murciélagos y lagartijas huyeron a la maleza; observamos que a través de sus techos se veía el sol, que por las noches no necesitaríamos salir para deleitarnos en la contemplación del firmamento y cuando cantáramos al son de nuestra guitarra, del fondo de la tahuampa vendrían a extasiarse los bufeos* y las vacamarinas*... Teníamos que vivir felices, al pié de nuestra bandera, sin abandonar a nuestros oficiales, hasta perder la... paciencia.
En los pocos días que permanecimos observamos con más detenimiento y lo íbamos encontrando una delicia... el agua del río, que estaba en vaciante, con la playa al mismo nivel y casi entrando en los tambos, le daban atractivo encantador: parecía una Venecia de la época prehistórica; unos troncos caídos sobre unas zanjas mostraban con muda elocuencia hasta dónde había llegado la anterior creciente del río y cómo sirvieron para caminar sobre ellos al trasladarse de un lado al otro; el gramalote entraba hasta donde estaban nuestras tarimas.
La bandera flameaba imperturbable y alta, tan alta que cuando se la miraba largo rato se sentía dolor en el cuello; en el mismo mástil que salió del hueco de Leticia, prendido en el borde del barranco. Ya no permanecía al tope día y noche y cuando todas las mañanas para izarla, el corneta dejaba oír el toque de bandera, un perro famélico aullaba tristemente... Pasó de Leticia con nosotros, parecía reconocer la bandera y era el único que lloraba por ella...

Los tambos resultaron monísimos porque la brisa silbaba tenuemente en los huecos de su techo; en el nuestro había tres mecedoras, dos sofás y una mesa redonda; donde dormíamos entraba el aire con la prodigalidad que el clima reclamaba y favorecía el no tener cómo cerrar puertas y ventanas y los huecos de los techados de hojas de palma... ¡Todo estaba abierto!...
Las camas tenían disposición tal que al que se le hubiera ocurrido morir por la noche, no habría habido necesidad de prepararle capilla ardiente y trasladarlo a ella; algunas de las tarimas que nos servían de cama tenían huellas de cera en sus cuatro ángulos... ¡eran las que ya sirvieron para el caso!... Además, la cama se utilizaba como mesa, como banco, como percha, como lavatorio... porque teníamos tan cerca el agua que casi se tenía lavada la cara al despertarnos. Con eso se evitaron muchas formaciones: formación para lavarse la cara, para lavar las cacerolas, para el baño... y los clases y soldados también salimos ganando: los unos conservaron un poco mas sus pulmones, los otros perdíamos menos la paciencia.
Los zancudos también fueron desapareciendo, sin necesidad de insecticidas ni combinación que los sustituyera. El día que llegamos había tantos que se nos metían hasta en la comida, pero nosotros éramos, como cuatrocientos, sin contar los gatos, los perritos y los loros; los zancudos se vieron obligados a dividirse y así, nos tocaron como a 100 y en el primer día perecieron y hasta desaparecieron bajo la furibunda presión de nuestras férreas manos decenas de ellos; al día siguiente había muchos menos y volvimos a sembrar la desolación y la muerte por donde había zancudos; después, las reservas eran las que zumbaban tímidamente en torno nuestro, como pidiendo misericordia, porque en el suelo, en las tarimas, en el banco y hasta en la mesa redonda; yacían aplastados innumerables zancudos... A poco más que hubiéramos permanecido en Ramón Castilla no hubiera quedado más que los recién nacidos y las larvas... ¡habríamos acabado con la especie!...
Todo ya era solamente esperar, largos días en un lento discurrir; los ejercicios pararon, las academias pasaron, las imaginarias no se hacían y hasta los clases perdieron su ascendiente sobre la tropa.
El sol, que brillaba iluminando el firmamento con tibio esplendor, nos hacía olvidar la miseria de la situación que se había creado; sus rayos, que parecían mensajeros de alegría y amor se arrastraban por las crestas de la selva y se inclinaban en ósculo pertinaz sobre las ondas del majestuoso Amazonas, que a impulso de la brisa se encrespaba turbulento... hasta que el pálido crepúsculo iba extendiéndose poco a poco, convirtiendo lentamente en sombra ese esplendor, sombra que llegaba hasta el alma, pero sin poderla inundar, porque una ardiente llama seguía iluminando la dulce evocación de una mirada, de una sonrisa, de una voz...
Hasta que un día me tocaron retirada... ¡Rumbo a Caballo Cocha!... Me di cuenta entonces que mi suerte no era tan perra; el Comando debía trasladarse a Caballo Cocha y como yo, aun estaba destacado a él, no habría sido posible que el comandante fuera a dejarme en Ramón Castilla, una playa infecta donde abundaban los bichos y el agua amenazaba llevarnos...
Con un efusivo abrazo me despedí de los compañeros, que por pocos días se iban a quedar y no pude dejar de derramar algunas lágrimas de verdadero sentimiento... ¡Y cómo no ser así cuando con mi fusil me di un golpe en la cabeza al descolgarlo!...
Todo el personal del Comando y dos Compañías del Batallón pasaron a Leticia directamente a embarcarse en el “Huallaga”, que estaba esperando. Igual que al “Alberto”, que también estaba acoderado en el puerto, le habían dado apariencia de buque de guerra, tanto por el color con que había sido pintado, como por los cañones que le habían instalado -dos en la proa y dos en la popa- y le aplicaron el nombre de crucero... ¡Demasiado tarde!... Mientras en el teatro de operaciones se estaba tratando de recuperar el tiempo perdido y la acción que nos habían ganado, al otro lado de los andes ya nos habían clavado el puñal por la espalda:..
La Comisión Internacional, que según las noticias periodísticas debía encargarse de supervigilar la evacuación de Leticia, llegó poco después que nosotros en tres lanchas brasileñas; estaba compuesta por un norteamericano, un español, un cubano y un brasileño, con un séquito de asesores y secretarios que inmediatamente se transbordaron al “Alberto” y como ya era ella la que mandaba, su primera orden fue la de nuestra partida.
Cuando salimos de Leticia... ¡para siempre!. . . eran las dos de la tarde. Al amanecer del día siguiente llegamos a Caballo Cocha.

GAMITANA*.- Pez de regular tamaño de escamas grandes.
BUFEO*.- Delfín. Cetáceo piscívoro de dos a tres metros, abunda en los ríos amazónicos.
VACAMARINA*.- Manatí. Mamífero sirenio de hasta cinco metros de longitud.

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