Juan se calmó un poco, pero lloraba
desconsoladamente y no quería desprenderse de la criatura; todos hablaban,
preguntaban y ninguno tenía una respuesta, el terror inclinó a algunos a pensar
en la aparición del «Chullachaqui»... Teodoro y Emilio llegaron poco después;
éste, hombre de ciudad, más listo y más leído, no podría admitir tal infundio,
se puso a observar con detenimiento lo que había en el tambo, los cadáveres y
lo que había cerca de ellos y encontró en el borde del emponado un trozo de
tela desgarrada de alguna prenda; lo examinó y comprobó que se trataba del puño
de una camisa de hombre arrancado violentamente; no era de la tela tosca usada
por los peones, sino de un género más suave. Una horrible sospecha le asaltó...
¡El colombiano!... Entonces aún no había pasado, debía estar cerca. Llamó
aparte a Teodoro, le enseñó el trozo de tela y le dijo:
-Mira… esto es del puño de una camisa, ha sido roto a la fuerza.
-¿Dónde has hallado?
-Ahí en el emponado. Creo que la
Rosa le arrancó al defenderse.
-¡Sí!... Pero... ¡Oye!... ¿No será del colombiano?
-Eso creo yo... ¿Pero por qué les ha matado a los dos? ¡Tal vez le han visto
cerca y ha tenido miedo de que le denuncien!
-¿Pero puede haber sido él?
-¡Y quién otro puede hacer semejante barbaridad!
-Entonces vamos a prevenir a todos. No hay tiempo que perder-y alzando la voz
llamó que se acercaran.
-Ustedes saben que el colombiano ha robado jebe en El Varadero y se ha huido en
una canoa. Teodoro le ha seguido pero no le ha podido alcanzar y hemos creído que
ya ha pasado. Íbamos a seguirle más abajo, pero, ¡miren esto!-les enseñó el
puño arrancado de la camisa- debe ser del colombiano, que la Rosa le ha roto luchando con
él. Pero siempre le ha muerto. Debe estar escondido aquí cerca, vamos a
buscarle por todas partes, la mitad del personal por tierra, bien arriba y bien
abajo, los otros en las canoas, lo mismo en las dos bandas.
Inmediatamente los mismos peones se organizaron. Las mujeres en tanto, quitaron
el mosquitero y la «llanchama», limpiaron el sitio y volvieron a tenderla,
colocaron los dos cadáveres juntos sobre ella, encendieron unas velas que otras
fueron a buscar en sus tambos, y las colocaron a los bordes de la «llanchama»;
cuando el arreglo estuvo terminado se sentaron alrededor de la rústica capilla
ardiente, con las piernas cruzadas, en actitud de contemplativa meditación. De
cuándo en cuándo se oían profundos suspiros, lamentos en alta voz o empezaban a
llorar cantando en triste y cadencioso tono:
-¡Ya te has iiiiido!...Ya no vas a volveeeer!
-¡Quién ya le va a veeeeer... a tu mariiiiiiido!
-Te has ido con tu angeliiiiito!... ¡él te va a acompañaaaaaar!
-Diosito te ha llevaaaaado. Porque has sido bueeeeena!
Expresiones de dolor, de resignación, de esperanza en otra vida mejor, de
lástima por los que dejaba, de elogio por las buenas acciones de su vida en
beneficio de amigos y familiares...
Juan permanecía inmóvil, como atontado, con la mirada fija en los cadáveres, se
había acercado a ellos y de cuándo en cuándo, violentamente se ponía de
rodillas y hundía la cabeza entre las piernas llorando a gritos.., se calmaba,
se sentaba igual que los otros, y otra vez, arrancaba a llorar desesperadamente
agachando la cabeza hasta el emponado, llamándolos por sus nombres y
repitiendo:
-Porqué me has dejaaaado. ¡Yo quiero ir contiiiiiigo! Mientras tanto casi todos
los hombres, llenos de indignación, sin poner en duda que fuera el colombiano
el asesino de la pobre Rosa y su inocente
hijo partieron a buscarlo, pese a la lluvia que empezó a caer.
Conscientes de lo desalmado y peligroso que había demostrado ser, se armaron
con cuanto fuera hiriente o contundente para atacarlo y dominarlo si oponía
resistencia: escopetas, machetes, lanzas, garrotes... unos por tierra, otros en
canoas. Entre estas, una llegó cerca del escondite; al ver el «caño» detuvieron
la canoa y se dispusieron a explorarlo, vieron ramas rotas en los arbustos,
yerba pisada en la orilla... ¡Sin duda había pasado gente por allí!
El colombiano los vio acercarse, se dio cuenta del peligro, pero no podía hacer
otra cosa que estar prevenido para defenderse. No podía huir. Tuvo la remota
esperanza que pasaran de largo, más al verlos detenerse, observar y hablar
entre ellos, ya no tuvo duda de haber sido descubierto y preparó su Winchester.
Con su natural desprecio a la vida de sus semejantes, estaba resuelto a matar a
los tres, pero se dio cuenta que matarlos no resolvía su situación, las
detonaciones llamarían la atención y vendrían los demás...se estremecía... Esa
gente debía estar sedienta de venganza por las dos victimas que había dejado...
¿Tratarían de matarlo o sólo querían apresarlo?... ¡Maldición!... ¡Le irían a
quitar todo su caucho!... Trataría de salvar su vida. Siguió mirándolos, vio
sus armas: dos tenían escopeta, el otro sólo machete y lanza, avanzaban
cautelosamente.., debía adelantarse para que no vieran el batelón. Seguramente
lo llevarían al campamento y con un poco de suerte y toda su audacia, podía
escapar y volver por su caucho. ¡No se resignaba a perderlo! Se alzó y avanzó audazmente
gritando:
-¡Alto!... ¡No se muevan porque les puedo matar!
Los tres se detuvieron y quedaron mirándolo; Cedeño siguió avanzando con la Winchester empuñada.
-¡Qué quieren!-preguntó en voz alta-Te estamos buscando-contestó uno con
sencillez, luego de cierta vacilación.
-¿Para qué?
-Para llevarte a Soledad, «disqué» te has huido del Algod6n.
-¡Eso es mentira! Me ha vuelto a dar la terciana, he tenido miedo y he venido
sin avisar porque no había nadie ni tenía con qué curarme-se acercó más y notándoles
timidez preguntó:
-Quién les ha mandado?
-Don Emilio. ¿Y dónde está la canoa que has traído?
-Se ha «virado» bien arriba, nadando he podido llegar a la orilla y por tierra
he venido -y para evitar más preguntas audazmente ordenó:
-¡Vamos! Estoy muerto de hambre porque ya dos días no como -y se dirigió a la
canoa de los peones.
Le siguieron con cierto temor viéndole la carabina y sólo el horripilante
recuerdo de los cadáveres, que con indignación habían visto les sobreponía;
actuaban instintivamente, sin plan preconcebido, pero unidos inconscientemente
en la decisión de llevarlo. Sabían que Cedeño podía dispararles, matarlos o
herirlos, pero, igual que él se daban cuenta que los disparos harían venir a
los demás y de todos modos sería apresado.
Con la audaz esperanza de todavía salir del apuro, Cedeño aparentó
tranquilidad; no mencionaba el robo del jebe ni la muerte de Rosa y su hijo,
pensó que no daban importancia a lo primero y no se imaginaban lo segundo; que
fue él quien los mató. Pese a tan consoladoras reflexiones, a medida que se
acercaban al campamento crecía su inquietud.
Había pasado la mitad de la tarde y cuando llegaron fue apareciendo, casi a la
carrera, la gente del campamento y de los tambos cercanos. Saltó a la orilla,
subió resueltamente y se dirigió al almacén abriéndose paso por entre los
peones casi sin mirarlos; estos le siguieron y con alarma notó que todos
estaban armados. Entró al almacén y encontró un grupo en el que estaban Emilio
y Teodoro, que al verlo se abrió. Se encaró con Emilio y en alta voz preguntó:
-¿Qué pasa?
El interpelado palideció y quedó mirándolo en silencio, fijamente a los ojos,
en la mano derecha estrujaba algo, nerviosamente. Desvío la mirada a los brazos
de Cedeño, la bajó lentamente hasta las manos, como buscando algo y la clavó en
la que sostenía la carabina. Todos los que le siguieron desde el puerto habían
ingresado, pero el silencio era impresionante. Emilio se acercó lentamente al
colombiano sin apartar la vista de la mano que sujetaba la carabina, éste
pareció que fuera a retroceder pero a sus espaldas estaba el compacto grupo;
Emilio abrió la mano y enseñándole el trozo de tela preguntó:
-¿Sabes qué es esto?
Cedeño miró y al ver el puño de su camisa que no se dio cuenta donde lo había
desgarrado, palideció intensamente y sintió como que su corazón quisiera salírsele
del pecho huyendo de terror... recordó la lucha con Rosa... ¡Maldición!.. ¡Ella
se lo había arrancado!... El colombiano no era valiente, era sólo un desalmado
sin escrúpulos, sin conciencia del derecho ni del sentimiento ajeno; no había
conocido el miedo porque en los peligros que afrontó hasta entonces siempre
pudo ponerse en ventaja, pero en aquel momento no podía tomarse ninguna. Hizo
un esfuerzo para serenarse y paseó la mirada por los que le rodeaban: un cerco
de ojos amenazantes, cargados de rencor, mirándolo sombríamente estaban fijos
en él... sintió helársele la médula y temblarle las piernas.
-¿Sabes qué es esto y dónde ha estado? -volvió a preguntar Emilio fríamente.
-¡Y a mí qué me importa! -gritó en tono descompuesto por el terror que trataba
de dominar.
-Es el puño de tu camisa-—se contestó el mismo Emilio, señalando la manga
desgarrada- y ha estado en la mano de la Rosa -mintió para impresionarlo. Y con acento
acusador continuó- la hemos encontrado muerta, con la cabeza golpeada y rota y
a su hijo, al pie del emponado, muerto también.
Un murmullo amenazante se alzó del grupo de peones, que se agitó nerviosamente
a sus espaldas; se volvió a mirarlos temiendo que fueran a írsele encima,
golpearlo, matarlo, vengarse.
-Y yo que tengo que ver con eso-se aventuró a decir con inseguro y nervioso
tono.
-Sólo tú puedes saber... ¡y sólo tú puedes haberlo hecho!.., pero vamos a
mandarte a Iquitos, para que allá vean las autoridades que van hacer contigo.
Nosotros no podemos hacer nada.
Un rayo de esperanza le llenó el pecho. Inmediatamente pensó que mientras
llegara el día o el momento en que lo llevaran estaría libre y podía huir. Pero
el murmullo fue creciendo, transformándose en voces acaloradas que pedían su
castigo inmediato:
-¡Que muera como la Rosa
y su hijo!
-¡Aqui mismo vamos a matarle!
-¡Tenemos que matarle!
Gente primitiva, sin nociones de lo que significaba la ley y menos el derecho
legal, pensaba que hacer justicia era castigarle por propia mano, en el mismo
sitio, en la misma forma; su mentalidad se inclinaba instintivamente a la ley
del talión: si mató debían matarlo. Cedeño se vio perdido... ¿Qué podía
hacer?... ¿Morir matando?... ¿Implorar clemencia?... Emilio se dio cuenta de la
situación y alzando la voz dijo:
-Nosotros no podemos castigarlo aquí. Para eso está la policía y los juzgados
criminales. Le vamos a mandar mañana mismo.
Un grito fuera del almacén le interrumpió:
-¡Ha llegado don Manuel!... «Aista»! en el puerto
Al oír la voz muchos salieron corriendo, Teodoro entre ellos. Emilio se quedó
con los demás vigilando a Cedeño, quien no sabía si alegrarse o alarmarse por
la noticia. El desagradable presentimiento que atormentara a Manuel, desde su
salida de Caballo Cocha, se alivió a su llegada al Algodón, al enterase del
robo y la fuga del colombiano, considerándolo un daño de poca importancia. Sin
mucho interés en que fuera detenido el ladrón y recuperado el jebe, dispuso su
persecución, en la idea que fuera medida suficiente como demostración de
autoridad y más que todo para calmar su ánimo que había presentido algo peor.
Pero no ocurrió así, su ansiedad crecía, el temor de algo funesto lo perseguía,
y pensó en su familia, algún contratiempo grave, quizá enfermedad... no pudo
soportarlo y decidió volver, aún sin cumplir con lo que debía hacer. Dos días
después de la partida de Teodoro, con la mayor prisa embarcó algo de producto,
escogió dos peones que lo acompañaran y navegando día y noche, trató de acortar
su regreso.
Cuando Teodoro llegó al puerto lo encontró rodeado de algunos peones que ya lo
habían puesto al tanto de lo ocurrido, afirmando que el colombiano fue el
asesino de Rosa y su hijo, hecho que nadie había visto, pero ninguno lo dudaba;
Teodoro confirmó la versión, Manuel, hondamente emocionado, sólo atinó a decir:
-¡Qué barbaridad!... ¿Pero por qué? -y después de una larga pausa- ¿Y dónde
está Juan?
-En su tambo, ahí le están velando a la finada.
-Vamos al almacén, después iremos a ver a Juan... ¡Pobrecitos!... y con todo
el grupo tomó el camino.
Los que quedaron en el almacén parecían no haberse movido hasta cuando entraron
Manuel y sus acompañantes; Cedeño al verlos volvió a palidecer casi hasta
ponerse lívido. Manuel se le acercó lentamente y mirándolo con repugnancia se
detuvo a unos pasos.
¿Qué es lo que usted ha hecho? -le preguntó con acento de profunda
consternación.
-¡Nada!-le contestó secamente y con desfachatez, pero sin mirarlo- me puse mal y como no había con que
curarme, tuve miedo y me bajé buscando ayuda.
-No me refiero a su huida, sino a lo que ha hecho con esa mujer y con su hijo.
-¡Yo no les he hecho nada!... ¡Esas son mentiras de este imbécil! ¡Quién me ha
visto!
Emilio le enseñó a Manuel el trozo de puño arrancado y señaló la manga
desgarrada de la camisa de Cedeño. Manuel movió la cabeza con un gesto de
horror.
-Es increíble que haya sido capaz de matar a una indefensa mujer y a una
inocente criatura... Tendrá que dar cuenta de su crimen a la justicia.
Era propio y humano pensarlo y muy fácil decirlo, pero las autoridades, los
jueces, estaban muy lejos y llegar hasta ellos sería difícil; Manuel lo
comprendía, pero había que intentarlo. Era poco probable que Cedeño se
sometiera voluntariamente y aún cuando lo fingiera por la fuerza de las
circunstancias, en un viaje tan largo, hasta Iquitos, ¿como evitar que
intentara huir? No tenía autoridad para llevarlo como prisionero, pero tampoco
había otra forma de hacerlo, era necesario proceder con firmeza y cautela,
cualquier vacilación podía ser aprovechada por el criminal. En ese instante
entró corriendo Juan, con el machete en la mano; todos sorprendidos se
volvieron a mirarlo con tensa expectación.
Había estado en su tambo, abstraído en su recogimiento, sin moverse de donde se
sentó y parecía no ver siquiera a los que le acompañaban. Algunos de estos,
desde lo alto del emponado, vieron bajar la canoa en la que llevaban a Cedeño
sus captores y poco después la que conducía a Manuel; lo comentaron en voz
baja, pero con tanto nerviosismo que Juan lo observó y prestando atención logró
entenderlo; se puso de pie como impulsado por un resorte, preguntó y le dijeron
lo que habían vista; se quedó inmóvil breves segundos, luego miró en torno
suyo, vio el machete junto al fogón, fue y lo cogió, rápidamente bajó la
escalera y se dirigió al puerto en busca de su canoa, no la encontró, dijo algo
entre dientes y luego de ligera vacilación partió corriendo en dirección al
campamento, distante unos dos kilómetros, con trechos boscosos entre los alejados tambos. Corría sin
pensar que iría a hacer; lo único que sabía era que el asesino de su mujer y su
hijo había sido encontrado.
Entró al almacén y se dio con el grupo de gente, se detuvo jadeante, vio a
Cedeño casi pegado al cerco de ponas y frente a él a Manuel que le estaba
hablando; se le nublaron los ojos de indignación, se irguió y como si hubiera
recibido una descarga eléctrica se lanzó contra él con el machete en alto,
Cedeño lo vio entrar, y apenas tuvo tiempo de levantar la carabina para parar
el machetazo que le iba dirigido y dio contra el cañón con estridente sonido
metálico despidiendo chispas.. La violencia del golpe hizo que se le escapara
el machete de la mano, proyectándose lejos, pero, sin dejar tiempo al
colombiano para reponerse se le abalanzó y cogió del cuello con las dos manos;
el paso de su cuerpo lo derribé de espaldas soltando la carabina, Juan cayó
encima y siguió estrangulándolo. Cedeño, mucho más fuerte, logró deshacerse de
la presión, dominarlo y tirarlo al suelo junto al cerco, se puso en pie de un
salto y cogiendo la carabina, antes que Juan pudiera levantarse empezó a darle
de culatazos que lo dejaron sin sentido.
Todos, sorprendidos por la imprevista acometida de Juan, se quedaron inmóviles,
pero al ver que el colombiano lo golpeaba en el suelo se le fueron encima, éste
se volvió para hacerles frente dejando detrás suyo a Juan y enfilándoles la
carabina, con desesperación gritó:
-No se acerquen porque los mato!
Todos retrocedieron, Cedeño creyó haber dominado la situación.
-¡Suelten las armas! -volvió a gritar.
Casi todos estaban armados, algunos con carabinas, otros con escopetas, pero
ninguno obedeció. Manuel, que nada tenía en las manos, repuesto de la sorpresa,
se dio cuenta de la terrible situación y del peligro que corrían; tratando de
conservar la serenidad le dijo en tono firme: -Baje esa arma, Cedeño, nadie le
va a hacer nada. Si Juan lo atacó es porque cree que usted ha matado a su mujer
y a su hijo, todos creemos lo mismo, pero no tema, los jueces de Iquitos lo
juzgarán.
-¡Yo no quiero saber nada de jueces!... ¡Yo no he hecho nada!... ¡Déjenme ir!
Ahora mismo voy al puerto para tomar una canoa y largarme... ¡Yo solo!... ¡Y
que nadie me siga porque lo mato! -barbotó con el rostro desencajado y se adelantó
tres pasos.
Instintivamente todos se aprestaron a la defensa; sólo Manuel no se movió y
quedó más cerca del colombiano.
-No intente hacer eso, Cedeño, no va a lograrlo, somos muchos y usted está
solo.
-¡Usted va a ser el primero en morir si quieren detenerme!
Ante esta amenaza, Teodoro se adelanté y se
puso al lado de Manuel, los demás se quedaron quietos pero
amenazantes. Juan empezó a moverse, estaba recobrando el conocimiento. Manuel,
decidido a poner término a la situación se adelanté un paso repitiendo:
-Deje esa arma, Cedeño, no le va a pasar nada.
La distancia era corta, Cedeño movió ligeramente la carabina para rastrillarla,
Teodoro se dio cuenta que no estaba lista para disparar y se adelantó con
rapidez para impedirlo, pero no pudo evitar la operación, sólo atinó a dar un
golpe con su carabina al cañón de la de Cedeño y desviar la puntería.., salió
el tiro hacia abajo, que le cayó a Manuel en la región inguinal, se dobló
apretándose el vientre y cayó al suelo. Teodoro, que tampoco tenía lista su
carabina para disparar, lo atacó a golpes con ella para impedir que volviera a
rastrillarla, pero Cedeño le acertó un culatazo que lo derribó y para ultimarlo
rastrilló la suya.
Juan estaba viéndolo todo, pero no podía moverse porque tenía una pierna rota.
Al ver al colombiano amenazando a Manuel se arrastró hacia su machete y llegó a
cogerlo, con un desesperado esfuerzo se puso de pie y en el instante que Cedeño
disparaba contra el caído Teodoro, se le lanzó por la espalda tirándole un
machetazo que le cayó en la clavícula... un grito de dolor.., se volvió Cedeño
y se encontró con otro machetazo en la cabeza... cayó.., y Juan siguió tirando
machetazos, como enloquecido, sobre un cuerpo que se agitaba desangrándose por
todas partes... Todo ocurrió en contados segundos.
Manuel estaba tratando de levantarse, Juan volvió a desplomarse, pero con el
machete fuertemente sujeto en la mano, Teodoro en el suelo, con una herida en
el pecho, parecía sin vida, el colombiano era un cuerpo informe que se desangraba
entre convulsiones. Los demás, que por la sorpresa no reaccionaron para
intervenir en la lucha, acudieron en auxilio de los heridos o a mirar
horrorizados el cuerpo sangrante del colombiano.
Emilio acudió en ayuda de Manuel, tratando de ponerlo en pie, pero no podía
sostenerse, pidió ayuda y entre varios lo levantaron en vilo, lo condujeron al
entarimado de pona que servía de mostrador y lo acostaron; examinó la herida
que sangraba, el orificio de entrada del proyectil estaba cerca de la cadera y parecía
haber tocado el cuello o la cabeza del fémur; el menor movimiento le producía
intenso dolor. Teodoro parecía estar grave; la bala le entro entre la segunda y
tercera costilla del lado izquierdo, pero sangraba muy poco; lo levantaron y lo
acostaron a continuación de Manuel. Juan, que al parecer había caído agotado
por el esfuerzo, trataba de levantarse pero no podía, acudieron sus compañeros
a ayudarle, pero tampoco podía sostenerse; como no había lugar para ponerlo en
el mostrador, lo atendieron en el suelo.
Nadie sabía que hacer para atender a los heridos. Emilio, a su modo, aplicó a
Manuel una compresa con tela del almacén, para contener la hemorragia, después
de lavarle la herida con aguardiente; igual hizo con Teodoro, que ya daba
señales de vida y para Juan, que al parecer tenia fracturado el fémur, mandó
preparar dos pedazos de pona y le hizo un entablillado que ató con el mismo
género que sacó del almacén. Todos estaban asustados y actuaban mecánicamente.
Manuel, algo recobrado y más
sereno, sin alzarse, pues no podía hacerlo, llamó: -¡Emilio!-y
cuando se acercó le preguntó:-¿Es grave la herida de Teodoro?
-No sé don Manuel, es «en su pecho» y no puede levantarse ni hablar, pero se
queja mucho.
-¿Y Juan?
-Tiene golpes y heridas en la cara, en la cabeza y en el pecho, pero, lo peor
es que su pierna está quebrada.
-¿Y el colombiano?
-¡Ese está muerto! No sé como Juan ha
podido atacarle, cuando no puede ni pararse... ¡Habrá sido por la desesperación
de querer vengar a su mujer!
-Bueno... si está muerto el colombiano tienen que enterrarlo, pero será mejor
esperar hasta mañana.
-¿Porqué, don Manuel?... Mejor esta noche, porque mañana al mediodía le van a
enterrar a la Rosa
y a su hijito. Quieren velarle toda la noche, ya le van a llevar a su marido a
la «velación»
-¡Ojalá yo pudiera ir!... ¿Vas a ir tú?
-No, don Manuel, quiero estar aquí para cuidarles.
-Está bien, gracias. Entonces primero manda preparar una canoa grande con
«pamacari», para que mañana de madrugada nos lleven a Teodoro a Juan y a mí.
Escoge ocho hombres de los mejores, a ver si en cuatro días podemos llegar a
Caballo Cocha para que nos curen.
-Pero Juan no va a querer ir, va a querer estar con su finada y con su hijo
hasta el último.
-Trata de convencerlo, si no puedes... ¡Qué se va a hacer!
Los amigos cargaron y llevaron a Juan a la canoa, y en ella a su tambo, lo
subieron y acomodaron acostado junto a la «llanchama» y como no se movía
parecían tres los cadáveres. Fueron llegando los vecinos y silenciosamente se
sentaron en el emponado, en torno al sencillo aparato funerario. Anocheció. Uno
de los presentes comenzó a modular en un pífano una melodía primitiva de
tristísima tonalidad, que llenaba el ambiente de lacerantes efluvios, anudaba
las gargantas, desgarraba las fuentes del dolor, acompañándose del batido
acompasado y monótono de un tamborcito que semejaba las pulsaciones de un
corazón que se está muriendo, entre los melancólicos o agudos lamentos de las
lloronas.
Mientras tanto los designados por Emilio, febrilmente preparaban la embarcación
para el viaje; hicieron un entarimado de ponas en el fondo para acostar a los
heridos y armaron el «pamacari» que los protegería de la intemperie. El viento,
por sobre las ondas del río, llevaba hasta ellos, vagamente, las tristes notas
del pífano, el lúgubre batido del tamborcito y los lamentos de las plañideras,
llenándolos de tristeza e indignación. Hacían ruido, hablaban en voz alta,
daban golpes sin motivo, con el inútil afán de opacarlos, de no oírlos, para no
sentir sangrar dentro de sí una cruenta herida. Muy pasada la medianoche
terminaron el trabajo y uno de ellos fue a dar aviso a Emilio.
-Entonces vayan a enterrar al colombiano y después a dormir. A las cuatro de la
mañana vamos a bajar, ¡Ojalá! lleguemos pronto porque Teodoro parece que está
«bien mal».
Con instrucciones de hacer el viaje lo más rápido posible partieron a la hora
indicada; bogaban que parecían volar la embarcación, no se preocuparon por
comer siquiera. Manuel trataba de estar quieto para no sentir dolor y
amodorrarse, Teodoro inmóvil junto a él, parecía dormir, pero su respiración
era jadeante. Como al medio día se acercó uno de los peones y le dijo:
Patrón, ¿no quieres comer?
Abrió los ojos y sonriendo forzadamente contestó:
-No tengo apetito, gracias, coman ustedes nomás. Tal vez Teodoro- volteó la
cara y lo miró- ¡Teodoro!... llamó tres veces sin obtener respuesta. Levantó la
mano y le tocó la suya; la
encontró fría, le tocó la frente y con preocupación murmuró.
-Parece que tiene fiebre... ¡Dios santo!... ¿Qué va a pasar?
Desde aquel momento, a cada instante le tocaba la frente, cada vez más
angustiado. La canoa seguía deslizándose velozmente, los peones parecían no
sentir fatiga. Anocheció y seguían lo mismo. Manuel llamó:
-¡Lucas!... ¿No van a descansar?
-Más tarde patrón, conocemos bien el Ampiyacu y podemos aprovechar que «no es
oscuro»
Manuel estaba angustiado por Teodoro y esa angustia le hacía olvidar su propio
dolor. La oscuridad debajo del «pamacari» apenas permitía ver los contornos de
su silueta; seguía tocándole la cara de tanto en tanto y a cada vez le parecía
sentirla más ardiente. Perdió la idea del tiempo y sin saber porqué se
sobresaltó de repente. Ya no oía el jadeo... con doloroso esfuerzo se puso de
costado y acercó más, tratando de oír su respiración, con más alarma se
incorporó cuanto pudo y acercó su cara a la suya... y con terror comprobó que
no respiraba... llamó gritando, se acercaron y con desesperación exclamó:
-¡Creo que Teodoro ha muerto!... ¡Enciendan una luz!
Prendieron un farol y lo acercaron a Teodoro... ¡Estaba muerto!... sus ojos estaban
abiertos y vidriados, su boca, ligeramente entreabierta parecía esbozar una
sonrisa, la lívida palidez de su rostro, a la amarillenta luz del farol le daba
la apariencia de una figura de bronce.
-¡Santo Dios!... -exclamó Manuel- ¿Por qué tiene que suceder esto?... ¿Qué mal
ha hecho este hombre para morir así?... ¡Sólo por protegerme!... ¡Por
salvarme!... ¡Qué injusto eres Dios mío!... -y se puso a llorar como un niño.
Todos se habían acercado dejando la canoa al garete y miraban en silencio el
cadáver de Teodoro y al acongojado Manuel; nada decían porque ninguno era capaz
de expresar su sentimiento en palabras, pero sus toscos semblantes reflejaban
una profunda tristeza y una gran aflicción. El selvático no sabe hablar de sus
penas ni consolar las ajenas, soporta las suyas con estoicismo, llorando muchas
veces, sin complejos de machismo y trata de aliviar a la vuelta contra la
naturaleza, aprenden a tomar la muerte como un designio inevitable, no la
temen, porque saben que en una u otra forma debe llegar. Curan sus enfermedades
con plantas, resinas, barro, no para evitar la muerte sino para aliviar el
dolor y el sufrimiento. Algo calmados todos, preguntó Lucas:
-¿Qué hacemos patrón?
-No sé dónde estamos, pero tenemos que atracar en algún tambo.
-Su tambo del Anahuari está lejos todavía, faltan unas seis vueltas creo.
-Entonces ahí vamos a atracar... ¿Qué hora debe ser?
-De aquí a dos horas va a amanecer.
De nuevo empezaron a remar, pero parecía que el suceso les hubiese quitado
energía, aliento; ya no bogaban con el mismo empuje que hasta entonces; el
golpe de los remos ya no era acompasado y parejo. Había oscurecido más y las
orillas semejaban murallas borrosas custodiadas por sombríos gigantes que se
alzaban juntos o alejados, inmóviles como fantasmas en la oscuridad. Cuando
Lucas creyó estar cerca dio un grito prolongado y característico, que se elevó
por entre las sombras... lo repitió dos... tres voces, hasta que de repente una
luz brilló en el horizonte. Era el puesto al que esperaba llegar.
-¡«Aistá» el Anahuari!
Bogaron más deprisa hasta encostar. El llamado Anahuari, su mujer y tres hijos,
despertaron al oír la señal que pedía auxilio; prendieron dos faroles y acudieron
al puerto. Hondamente impresionados por los sucesos, que a grandes rasgos les
relataron, solícitos ayudaron a desembarcar, primero a Manuel que estaba
desfallecido; lo condujeron en brazos hasta el tambo, lo acomodaron en el
emponado, poniendo los mosquiteros sobre la «llanchama», para aliviar su
dureza; luego subieron el cadáver, que también pusieron en el emponado, pero
lejos de Manuel. La mujer de Anahuari introdujo el extremo de cuatro velas en
unas botellas vacías, para utilizarlas como candelabros, las encendió y colocó
a los lados de la cabeza y los pies. Todos se sentaron alrededor, a cierta
distancia del humilde altar de dolor, en el más profundo silencio.
El cielo empezó a clarear por encima de las copas de los árboles anunciando el
amanecer y casi en forma brusca, como si se alzara un telón, apareció el sol
con su séquito de luz. Manuel llamó a Anahuari y con débil voz le preguntó:
-¿Tienes para preparar un poco de comida para todos?
-Si, don Manuel, ya «lei» dicho a mi mujer que prepare y mi Pedro ha ido a
sacar un poco de yuca para hacer un buen «shirumbi»
Manuel no comió. Los demás lo hicieron en silencio. Cerca el mediodía Lucas se
acercó a Manuel.
-Patrón-le preguntó-¿Le enterramos ya a Teodoro?
-Sí-contestó con afligido acento, cerrando los ojos.
Un desfile de recuerdos se atropelló en su mente. El muchacho animoso, que
siempre estaba dispuesto, que nunca regateé su ayuda y solía adelantarse a las
órdenes, que nunca mostró un gesto de disgusto en el trabajo, el que se había
dado íntegro a su servicio… le dejaba para siempre… y no pudo evitar amargas
lágrimas recordando que por impedir que el colombiano le disparara fue
atacado... si no lo hubiera intentado no le habría matado... ¡Quiso salvarle la
vida y perdió la suya... ¿Y yo?-se dijo- ¿A mi qué me espera?... Son cinco días
que tenemos que viajar... ¿Los soportaré?... y se sumió en el negro vacío de la
incertidumbre.
A unos cincuenta metros del tambo, los peones cavaron un profundo hueco
rectangular; en el fondo y en los lados colocaron unas ponas haciendo una caja,
envolvieron el cadáver en una hamaca vieja y lo condujeron para colocarlo sobre
las ponas, lo cubrieron con otras y luego rellenaron de tierra. Todo en el más
profundo silencio, parecían autómatas; lo único que relevaba la solemnidad del
acto era la tristeza, el dolor que
reflejaban todos los semblantes y las lágrimas que inundaban los ojos. Alguien
había labrado una rústica cruz de una gruesa «espintana» y al final la clavó
sobre la tumba.
Manuel, incorporado trabajosamente, miró desde lejos la sencilla ceremonia.
Cuando concluyó, con amarga desesperación, exclamó:
-¡Pobre Teodoro!
El viaje continuó inmediatamente. Tenían impaciencia por llegar a su destino,
instintivamente comprendían el peligro que significaba la demora.
LÉXICO DE REGIONALISMOS
MITAYO: Mitayero. Caza, el que va de caza.
CUMBA:
Tejido de hojas de palmera “yarina” que se usa para rematar la parte alta de
los techados de los tambos.
CAMU-CAMU:
Fruta cítrica de sabor agradable de un árbol que crece a la orilla de los ríos
de poco cauce.
TANGANA: Pértiga de madera especial que usan los
indios para impulsar sus canoas apoyándola en el fondo del río.
HUANCAHUI,
CHICUA: Pájaros de la selva considerados agoreros.
GUABA: Árbol
que produce un fruto del mismo nombre en la selva.
URCUTUTU: Ave rapaz nocturna parecida al mochuelo.
El nombre le viene de la modulación de su canto.
CHULLACHAQUI:
Pie torcido. Superstición selvática constituida por un ser de apariencia
humana, con un pie torcido, según unos, o sin él, según otros. Atrae con promesas
y engaños para destruir a sus víctimas.
PAMACARI: Toldo de hojas de palmera “yarina”.
SHIRUMBI:
Nombre típico del cocido tradicional. Carne, yuca, zapallo, frejoles y otras menestras.
ESPITANA: Árbol de una madera flexible, liviana e incorruptible.